VIAJAR, POR FIN, VIAJAR
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“¡Salir, por fin, salir”, proclama el poeta Jorge Guillén, en su libro
Cántico, celebrando algo tan elemental como la breve carrera de un nadador
sobre la arena de la playa hasta entrar en contacto con las olas. Un gesto
inmediato, siempre iniciático, ante el cual el ser humano debería estar
agradecido y dispuesto a repetirlo una y mil veces. Como el acto de viajar, ya
sea a un país remoto o a una ciudad cercana y, sin embargo, desconocida. Me
avergüenza admitir que todavía hay barrios de Barcelona en los que apenas he
puesto el pie. Sé que existen, debo haberlos atravesado en coche o en autobús
un montón de veces. Pero perderme en ellos una mañana, callejear con indolencia
descubriendo el encanto de sus rincones aún me depara sorpresas.
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Otro poeta, Joan Margarit, titula así uno de sus poemas: “No llencis
les cartes d’amor” ("No tires las cartas de amor)", en el que sostiene que ese
tipo de correspondencia íntima, y acaso banal, puede convertirse con el paso
del tiempo en la última literatura que seremos capaces de apreciar. Me gustaría
pensar que el recuerdo de nuestros viajes también nos acompañará, si tenemos la
suerte de llegar a viejos. Cuando nada de nuestro entorno nos apetezca, es
posible que sigamos ocupando mentalmente aquella butaca de ventanilla que nos
aproximaba a un paisaje idílico, recién descubierto. La pureza de esos
recuerdos no dependerá de que nuestro viaje fuese en primera clase o en clase
turista, ni de si se trató de una expedición de 15 días o de una escapada de
fin de semana.
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Viajar, cerrar la propia casa, tomar como un intruso una nueva
habitación de hotel, adueñarse del espacio. En esos casos, lo primero que hago
es descorrer las cortinas y contemplar la vista que acaso será mía durante
horas, echar un vistazo al baño y otro, algo más meticuloso, al interior del
mueble bar. Es un ritual previo indispensable, antes de deshacer la maleta. Una
vez, en Bilbao, al abrir la ventana del baño vi a una mujer duchándose en el
edificio de enfrente. Se duchaba a oscuras, seguramente para eludir miradas
indiscretas, pero no renunciaba a tener su ventana abierta a la brisa nocturna.
No recuerdo qué otras cosas hice aquella noche, pero no tuvieron la menor
importancia después de aquella fulgurante aparición.
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Viajar, dejarse llevar, caer en el exceso. Ceder -siquiera una vez en
la vida- a la tentación de un buffet libre en el desayuno. Comprobar que el
auténtico significado de la expresión “desayuno continental” es meterse un
continente entero entre pecho y espalda. También meter la pata, constatar la
propia torpeza ante el cambio de hábitos, sufrir en carnes los efectos de la
desubicación. En un hotel de Liverpool, el camarero me fulminó con la mirada
porque yo había movido sin querer los cubiertos de la mesa inmaculada. No dijo
nada, pero vino derecho hacia mí, me rodeó por detrás y volvió a colocarlos
correctamente. Otro camarero, esta vez en el madrileño café Gijón, puso cara de
Buster Keaton cuando pedí un bikini para saciar mi apetito (los catalanes no
usamos la palabra sandwich). Esta escena, no obstante, tuvo su punto agradable
de ternura castiza. En cambio, al camarero inglés le habría clavado con gusto
el cuchillo de pescado (el primero por la derecha) allá donde más duele.
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Viajar, gozar, coleccionar instantes. Guardar el rastro de nuestros
pasos, la bitácora de los acontecimientos. Tengo en casa una caja llena de
mapas de ciudades, billetes de avión, facturas de hotel, notas de restaurantes,
tarjetas de metro, tickets de aparcamiento, entradas a museos, recibos, resguardos,
posavasos. Ojear todo ese material, tan lejos de su lugar en el tiempo, permite
revivir aromas, convocar alientos, estados de ánimo, desafiar a la memoria. Es una
invitación a sentir de nuevo el vértigo de la experiencia.
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Viajar, huir hacia delante, fundir origen y destino en un mismo punto
sensorial. Decía Groucho Marx: “No quiero una casa muy sofisticada. Únicamente
una casita pequeña que pueda llamar mi hogar, un lugar al que poder llamar para
decirle a mi mujer que no iré a cenar esta noche”. Yo creo que si tenemos un
hogar, la mitad de nuestra felicidad está plenamente consolidada. La otra mitad
dependerá del número de veces que inventemos excusas para abandonarlo y salir, viajar,
salir por fin de viaje.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten..
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14 comentarios:
He disfrutado mucho leyendo estos viajes.
Gracias a los dos por compartirlos
Pilar
Toda una estética del viajar que comparto, y que se aleja de algunos cánones actuales que miden la categoría del viaje sólo en la distancia, en la mera longitud del trayecto. También coincido en que éste no empieza ni termina en los conceptos de ida y vuelta, y que existe siempre un antes, unos preliminares - que muchas veces incluso resultan más excitantes que el propio viaje en sí - y un después, como tan bien explica Pedro, que se cifra en un ticket, en un resguardo, en un folleto, en un mapa, en una nota en una libreta o en una fotografía. Una antología de enseres que nos instan a volver una y otra vez allí. Y por supuesto el durante, ese "adueñarse" de un espacio ajeno, impropio, y que casi siempre lleva implícito la duda, el recelo – también el temor - de saber si uno algún día volverá, o tal vez esa sea la única, la última vez.
Un placer leer a Pedro.
Gracias, Fernando.
Abrazos.
Una reflexion muy certera sobre el viaje y sus alrededores.
Esta exaltación del viaje me ha llevado más lejos que cualquier avión, tren, coche, o barco. Ha sido como ir subida en un pegaso y recorrer el mapa de los múltiples lugares a donde podría ir.
Me ha gustado mucho, Pedro.
Abrazos nostálgicos.
El viaje como metáfora de liberación de lo cotidiano, como realización de la sorpresa. Interesante.
En tu caso -o al menos la lectura de la crónica me deja esa impresión- parece como si no importara tanto salir de viaje con la promesa de volver a casa, cuanto regresar al hogar para salir de nuevo lo antes posible, a lo Groucho Marx.
La ironía es un ingrediente muy habitual en tus escritos que nos encanta.
Abrazos
Es que sois la leche, de verdad. Muchas gracias por vuestros comentarios. Le dije a Fernando que no tenía una crónica, propiamente dicha, que enviarle. Los recortes me tienen prácticamente encerrado en casa, y además paso por un momento delicado a nivel creativo. No obstante, mañana me voy una semana a un pueblo marinero de la costa ampurdanesa. Me llevo vuestro afecto sincero. Un abrazo a todas y a todos, así como al patrón de la Nave.
Bueno, pues ahora que Pedro ha recobrado la inspiración habrá que pedirle que nos haga otra crónica de la estancia en ese pueblo marinero del Ampurdán.
Gracias a todos por vuestros comentarios.
Da gusto leerte, Pedro. Me ha gustado esa idea de almacenar los rastros de los viajes. Supongo que será, en el futuro, como encontrar el viejo baúl con los tebeos de la niñez, o en tu caso los justificantes de Ulises Herrero.
Lo malo (o lo bueno) de llegar tarde (¿tarde?) es que alguien ha subrayado ya lo que pensaba decir, y esa es Gemma, asi que Pedro, no me queda más que desearte una feliz estancia ampurdanesa. Un abrazo.
Disfruté mucho esta entrada a su blog. Me gustó especialmente su explicación de un desayuno continental."es meterse un continente entero entre pecho y espalda." Y sobre "sufrir en carnes los efectos de la desubicación." le cuento que cuando estuve en Madrid (2011), le pedí al mozo/camarero una Coca-Cola de dieta ( así le decimos acá) el me dijo que sólo tenían Coca-cola light.
Hay que viajar, sí, viajar para respirar, para sentirse libre, para sentirse un extraño. Para guardar esos tickets de restaurante o de museos y recuperar el viaje de nuevo cuando los volvemos a ver. Para hacer fotos, para... Para volver al hogar, dulce hogar. Buen viaje, Pedro!
A mi también me encanta viaja!!!
Viajando así, con los ojos primero, se llega muy lejos Pedro. Me ha gustado mucho.
Un abrazo
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