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Mi primera
visita a la isla fue leyendo, hace unos treinta años, de la mano de Gerald Durrell. Esta vez ha sido de
verdad. Dos sueños de golpe. Ganar dinero con un microrrelato y gastármelo en
un viaje a Corfú.
Decía Lawrence Durrell que a Kerkyra hay que llegar en barco, desde
Italia. Me permito desobedecer, por cuestiones de calendario y de logística
familiar. También desde el cielo se aprecia una isla increíble, de vegetación
prieta y oscura, de playas eternas y aguas con todos los azules. No deja uno de
plantearse, sin embargo, quién limpia las ventanillas de los aviones.
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Laguna de Korission |
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Tras encontrar
nuestro coche de alquiler, un Skoda
tan feo como funcional, que parece un coche fúnebre para difuntos encogidos,
nos inyectamos en un tráfico criminal. Apenas media hora de trayecto hasta Messonghi. Los carriles de las
carreteras están a veces marcados con unos botones reflectantes esparcidos en
el asfalto por un Pulgarcito borracho y demente. Los corfiotas parecen circular
con una especie de resignación entre suicida y alevosa, sabiendo que alguien,
en algún momento, cometerá un error. Es cuestión de que no te toque.
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El apartamento
es lo que parecía en las fotos. Un conjunto de cubos abiertos hacia el mar, con
cama y jacuzzi en la terraza, con todo el aire azul que uno pueda absorber.
Desde el extremo sur de Messonghi se
observa a la izquierda la costa este de la isla, Moraitika, Benitses, y
casi la ciudad de Corfú. Al frente, la costa desértica de la Grecia continental,
envuelta en una bruma sospechosa.
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Pelekas |
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Con una vista
así, y con diez días por delante, me da la risa mientras apuro en dos tragos la
“Cerveza Helénica más famosa del mundo.
Mythos”.
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Visitamos la
ciudad de Corfú, rodeada por un caos suburbial que desemboca de pronto en la
zona comercial, desde la que se accede a la ciudad vieja. Paseando sin rumbo
observamos el Viejo Fuerte, atravesamos calles abarrotadas de tiendas de
souvenirs, y nos encontramos junto a la Iglesia de San
Spiridion, patrono de la isla. La mitad de los corfiotas se llama Spiro en su honor. Desde fuera apenas
puede apreciarse la torre, las paredes lisas, amarillas, las vidrieras en las
ventanas. El interior es un espectáculo de madera labrada, arañas de cristal, y
un techo increíble con escenas de la vida del santo. Hay gente rezando. Casi
todos rezan.
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Interior de la Iglesia de San Spiridion |
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Junto al altar,
en una pequeña capilla, descansa el sarcófago con los restos momificados del
santo, cuyas babuchas besó apasionadamente Margo
Durrell. La gente entra en una fila ordenada, se arrodillan, besan cada
esquina del sarcófago, apoyan la cabeza. Junto a mí, una joven saca unas tablas
de madera labrada con imágenes religiosas. Las apoya en el sarcófago, las besa,
las abraza.
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Sacando fotos
mientras paseamos, caigo en la cuenta de que el azul se inventó aquí. La luz
ofrece unos contrastes que hacen que cualquier esquina te cautive diez minutos.
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Playa de Ermones |
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No hay prisa
por hacer visitas. El dueño del apartamento nos recomienda varios sitios, must go, must go, this is a go-go...
La playa de Messonghi es de piedras pequeñas. La
gente sale del agua haciendo posturas de Tai-chi,
descoyuntándose las caderas y los hombros, apretando los dientes por no ladrar.
Sólo el primer día. Luego te acostumbras. Cuando el agua te llega a los muslos
desaparecen las piedras, y la arena es fina y amable. El agua se mantiene a una
temperatura constante, medio amniótica, poblada de peces y de cangrejos
ermitaños, de erizos entre las rocas. Estamos a cinco minutos del apartamento.
Subimos y bajamos cuando queremos por una estrecha carretera bordeada por casas
viejas, envidiables, con embarcadero propio, con unos olivos que harían
palidecer al roble más añoso.
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El cielo se ve
más blanco desde la playa. El azul se lo come el mar, sin olas, denso y cómodo.
Bucear, seleccionar cientos de piedras de la orilla, caracolas enrevesadas.
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Fortaleza antigua de Corfú |
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El Monte Pantokrator es el más alto de la isla.
Situado al noreste, a poca distancia de Albania, desde su cumbre se ve la isla
entera. La subida en coche es larga y entretenida. Nadie se marea. El paisaje
playero da paso a una atmósfera fresca de olivares en terrazas, de sombras
difusas y luces filtradas. Más arriba, ya sin olivos, los cipreses oscurecen
las curvas de la carreteras. Sombras densas, frescas. Y más arriba, brezos y
piedras; calvas, heridas, atravesadas por una población insultante de antenas,
repetidores, parabólicas, torres que zumban. Y no hay wifi.
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Allí arriba hay
una capilla, un pequeño museo, y unas ganas tremendas de subirse a un árbol
para tener una vista circular de toda la isla, de Albania, de Italia si el día
está claro. No es tan alto, novecientos metros; pero la isla no es tan grande,
y espiarla así, desde lo alto, cada playa, cada barco, los pueblos a vista de
pájaro, es una especie de lujo barato. Las vistas al bajar son espectaculares,
nos detenemos en Spartilas, para comer los bocadillos en un olivar, fresco,
tapizado por las mallas con que recogerán las olivas.
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Más playa, esta
vez Issos Beach, a diez minutos de
casa, pero al otro lado de la isla, en la costa oeste. Kilómetros de arena y
dunas. Las olas son de verdad. Y el sol. Hemos ido a pasar el día y alquilamos
una sombrilla con tumbonas, mesa y cenicero. La parte organizada de la playa
tiene un bar neo-hippie, con cojines
por el suelo, y gente extraña bebiendo daikiris
y café con pajita en copas de plástico. Hacia el norte, sin embargo, las
parejas, la gente haciendo footing, nudistas anónimos y paseantes, se reparten
cientos de metros de playa por cabeza. Respetan la distancia, la intimidad, las
ganas de no oír a nadie. Un café con hielo, “ah, espresso freddo”, dos cincuenta, la madre que te parió, neo-hippie. Menos mal que soy feliz.
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En Ermones |
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Más playa,
junto al apartamento. Camisetas y after-sun porque nos hemos quemado los
hombros. Callejeando por Messonghi
descubrimos los grandes hoteles, llenos de ingleses y alemanes bailando la
conga bajo las órdenes de una pequeña orquesta. Encontramos que la parte
antigua del pueblo parece ser sólo el portal de una casa que aloja dos piedras
de molino. Compramos el pan en un pequeño supermercado de la calle principal de
Messonghi. Hablan todos los idiomas.
Tienen conversaciones con todos los turistas. Hablan, de verdad, los idiomas.
Al ir a pagar, dan caramelos a los niños, y un vasito con una mezcla de ouzo y
zumo para los mayores. Todos los días, a todas horas. Dan ganas de hacer la
compra a plazos, para beber, para brindar con el cajero al ritmo de un alargado
kalimera, kalispera, buenos días, buenas tardes.
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Nos han
recomendado ir a Pelekas, pueblo
antiguo, que se ha mantenido muy tradicional; sea lo que sea lo que eso
signifique. De camino, atravesando el interior de la isla, se sube parte del
monte Agios Matthaios, desde el que
se ve la costa de Pentati, un islote,
otra vez toda la gama de azules; el sol de cara, que ciega y colorea de verde
algunas sombras. La carretera rodea Pelekas,
y nos lleva directamente al Trono del
Kaiser. Desde allí, en lo más alto, el Kaiser
Guillermo oteaba la isla a sus pies, tarareando, supongo, haciendo tiempo
para ver el atardecer a su espalda. El sol minúsculo acunado en una nube
horizontal.
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Paseamos luego
por el laberinto de Pelekas, con
calles estrechas, en cuesta, con escaleras, vueltas y callejones con escalones
encalados, esquinas encaladas, como si hubiera habido una caprichosa nevada
geométrica. De vuelta al coche nos detenemos a ver el sol sumergirse en el mar.
Íñigo ve el rayo verde. Un poco.
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Atardecer azul en Messonghi |
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Soñaba con
alquilar un bote. Pasar un día en mi propio Bootle-Bumtrinket.
No es fácil. Al final encuentro en Benitses
un tipo que alquila pequeñas barcas a motor. Hablamos del precio. Se regatea él
solo hasta que puedo intervenir. No es tanto, es un día, sólo una vez.
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El domingo nos
saca Fanis del puerto y salta en la
playa. No problem, no problem, good day.
Y se va cabalgando en unos pies descalzos que parecen bogavantes. Bordeamos la
costa de Benitses hacia el sur, Tsanis, Moraitika, Messonghi.
Vamos hacia las playas azules de Petriti.
Pagaría un dineral por ver delfines.
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Me sale gratis.
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De repente veo
algo negro que sale del agua. Pienso que es una gaviota que se ha posado. No
digo nada y me acerco. Ahí están. No sé si son dos o tres. Aviso a Irantzu.
Ella avisa a Íñigo e Itsaso. Enmudecemos. Me acerco más y apago el motor. Nos
da tiempo a ver sus lomos entrar y salir, cosiendo el agua sin ruido. Me sabe a
poco, aunque recapacito y concluyo que el hombre hace lo que puede para
acercarse, y, a veces –ahora– la naturaleza hace lo que quiere para alejarse.
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Entre avispas y
pesca infructuosa, terminamos la jornada acalorados, sudorosos y medio
deshidratados. No hay quien beba la mejor cerveza Helénica caliente.
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Más playa en Messonghi. Contamos diez, doce tipos de
peces distintos. Sobrevolamos las algas. Pasamos una hora buscando la linterna de Aristóteles entre los
esqueletos de erizo. Y encontramos cohombros de mar, más ermitaños verdosos y
rojizos, que sacuden un latigazo dentro de casa para dar la vuelta a la concha.
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Calles de Corfú |
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Desde el
apartamento, a pesar de cuatro cables que raspan el horizonte, se disfrutan
unos atardeceres cálidos, antes de que las avispas den paso a los mosquitos.
Una especie de auroras boreales al sur, que preceden a la salida de la luna,
que deja un rastro de linterna en el agua quieta.
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Paleokastritsa es la
zona más turística de la isla. Cinco bahías consecutivas cinceladas, con playas
arrancadas al acantilado, como prestadas a lo salvaje. Hay cuevas y pequeñas
calas, y cientos de barcos pequeños, decenas de barcos grandes.
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Antes de llegar
a Paleokastritsa nos hemos detenido
en Ermones, donde Ulises hizo su
última parada en el viaje a Ítaca. La
playa es pequeña y luminosa, plagada de rocas. Parece que hay más hoteles que
gente. Paradojas inmobiliarias.
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Paleokastritsa es un
sitio extraño. Estás pero no has llegado. No hay un núcleo claro, sino más bien
un cordón de bares y hoteles que se han apropiado de lo que debería haber sido
un paseo con vistas. Los acantilados alojan casas blancas ancladas, temerarias;
bares con terrazas y escaleras suicidas hacia las calas casi desiertas. No sé
qué idea tienen aquí de aglomeración. Ahí queda Salou.
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Acantilado en Paleokastritsa |
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Dejamos el
coche en la última bahía, con una cala circular. Nos sentamos en una terraza
donde un Spiro inmenso nos palmea los
hombros, nos mima con agua, cerveza, vino blanco y unos helados hidrocefálicos
que se derriten al ritmo vertiginoso con que el sol vuelve a hundirse, esta vez
más cerca. Amo a este hombre, que representa el espíritu corfiota de amabilidad
con una sonrisa de ciento cincuenta kilos, mientras disfruta viendo cómo nos
reímos del atardecer, de una nube descafeinada que lleva ahí dos días, sin dar
sombra, sin atreverse a intentar nada.
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No hemos visto
las islas de Paxos y Antipaxos, ni la bahía de Kalami, ni tortugas en los olivares, ni
lirones persiguiéndose a la luz de la luna. Me da igual. Me voy, nos vamos, con
una nueva concepción del color, de la luz, de disfrutarnos en familia, de reír
por puro placer.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten.
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