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-----TRES MINICUENTOS
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-----"Divina acercanza"
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He venido a vivir a esta casa, de la que es dueño, o dueña –porque su ancianidad, su larga melena blanca y su estrafalaria túnica o chilaba, no me han permitido distinguir su sexo- el ocupante del piso de al lado. Sé que tiene muchos animales: un perro que a menudo lleva de paseo, gatos, un loro que repite: Cantad a Jehová canción nueva/ cantad a Jehová toda la tierra, y una pecera enorme que a veces he podido atisbar al fondo del pasillo, en un entreabrir de puertas del chico y la chica que son sus sirvientes. Esta noche, al regresar a casa, me encuentro con ella, o él, y su perro. Voy a sacar la llave del portal, pero extiende la mano y la cerradura se abre sola. Dice luego “Luz”, y se encienden las bombillas del portal. Levanta un brazo ante el ascensor, y éste baja y abre sus puertas. Cuando llegamos a nuestro piso, vuelve a alzar la mano, la puerta de su casa se abre sola también, y el vestíbulo se ilumina. Veo que hay más animales de los que yo pensaba, pues por el suelo del pasillo se escabulle el cuerpo de una gran serpiente. “¡Qué aburrida es la eternidad!” exclama, antes de que la puerta se cierre a sus espaldas.
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-----"La tacita"....
He vertido el café en la tacita, he añadido la sacarina, doy vueltas con la cucharilla y, cuando la saco, observo en la superficie del líquido caliente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo la figura de una galaxia que, en los cuatro o cinco segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Seguro que la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso nuestro universo esté constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido antes de que unas gigantescas fauces se lo beban......
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-----"La otra casa"
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Para Fernando Valls
Me he despertado en una habitación extraña, en una cama muy dura donde estoy yo solo, cubierto simplemente por una colcha de tejido grueso, y he intentado buscar sin éxito el interruptor de la lámpara de la mesita. Por la ventana, a través de unos visillos de enormes bordados, intenta penetrar una luz sin fuerza que parece venir de muy lejos. No soy capaz de encontrar las zapatillas y, descalzo, busco casi a tientas la puerta de esta habitación desconocida. A la luz también muy endeble de otra ventana, descubro enfrente la puerta del cuarto de baño, denunciado por los bultos blanquecinos de sus sanitarios. Tampoco hallo el interruptor y llego a tientas hasta el retrete, donde orino con ganas, para descubrir inmediatamente en mis pies la humedad caliente de la orina que, al parecer, el retrete no retiene. La luz que atraviesa los visillos de las ventanas se hace más clara repentinamente, cojo una toalla y me acerco al bidé para lavarme los pies, pero los grifos no funcionan y además el bidé se mueve porque no está unido al suelo ni conectado con tubería alguna. Me seco y salgo. A la izquierda, perpendicular al eje de la puerta del dormitorio y del cuarto de baño, vislumbro una escalera sin balaustrada cubierta por una alfombra roja. Tras atravesar un breve y estrechísimo pasillo, desciendo por unos escalones desproporcionadamente altos, hasta llegar a un salón atiborrado de muebles, en cuya mesa las piezas de una vajilla, vasos y cubiertos, parecen estar preparadas para algún servicio, acaso el desayuno. Tengo mucha sed y, en una puerta frontera, esa luz amarillenta que ha llegado de improviso desde el exterior me permite encontrar la cocina. Me acerco al fregadero para llenar el tosco vaso de plástico que he recogido de la mesa del comedor, pero los grifos, unos extraños y burdos artilugios, tampoco funcionan, y mis esfuerzos hacen que el fregadero se mueva y pueda comprender que tampoco está sujeto a la pared ni conectado a ninguna tubería. Todo me va pareciendo utilería endeble que amenaza con suscitar borrosamente en mí el recuerdo de un espacio concreto. De repente retumba en lo alto un trueno súbito, una voz que voy descifrando poco a poco y que parece transmitirse a través de un altavoz enorme, a la que otra contesta. “¿Papá? Yo no he visto a papá”, dice mi hija María. Me acerco a una ventana y las veo alzadas sobre mí como gigantes, dentro de una habitación que, sin duda, es el salón de mi casa, preparadas para marcharse, Mari Carmen con la cartera al hombro, mis hijas vestidas con sus uniformes colegiales. “Se habrá ido ya”, dice Ana. “Cuando me desperté no estaba en la cama y tampoco ha desayunado”, añade mi mujer, extrañada, antes de decir que se va a hacer tarde y que hay que salir deprisa para el colegio. Comprendo entonces que estoy encerrado en la casa de muñecas. A la sed se va juntando mucha hambre, pero no consigo adivinar cómo recuperar la normalidad. A la hora de la comida mi mujer me echa de menos y descubre que mi ropa está en el dormitorio, que no me he vestido, que falta mi pijama. Llama a un compañero de la oficina y, al saber que no he ido a trabajar, se muestra cada vez más confusa, mientras telefonea a amigos sucesivos. La casa vuelve a quedarse sola por la tarde, y la sed y el hambre me martirizan, mientras recorro las estancias de este juguete, muchos de cuyos muebles he ensamblado yo mismo, como he construido los falsos libros de la biblioteca, los cuadros y los bibelots. Cuando mi mujer y mis hijas regresan, ella está alarmadísima, habla con otros miembros de la familia, decide avisar a la policía. Casi todo esto transcurre en otra habitación y yo apenas puedo comprender las conversaciones. Ya de noche cerrada, decido acostarme en esta cama extraña y permanezco ahora esperando el sueño, si es que esto no es un sueño, intuyendo que solamente un nuevo despertar puede devolverme a mi casa de verdad.
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* José María Merino es poeta, narrador y ensayista. Su última novela se titula La sima (Seix Barral, Barcelona, 2009). Estos microrrelatos son inéditos. Con el primero, además, se suma a la campaña Pro acercanza.
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* En la primera foto, tomada en Münster por Gemma Pellicer hace un par de semanas, aparece José María Merino, en el centro, con el escritor Fernando Aramburu, a la izq., y un profesor desconocido. La segunda foto es de la casa de muñecas que tanto protagonismo tiene en su novela El heredero, y la tercera imagen es una caricatura del autor, obra del gran Vázquez de Sola.
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