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Entre los grandes editores españoles de las
últimas décadas, quizás el más atípico haya sido Jaume Vallcorba (Tarragona,
1949-Barcelona, 2014), tanto en lo personal como en lo académico y profesional.
No en vano, fue Santiago y firmó VallcorbaPlana (todo junto). Pero despegó más
actividades, como un temprano taller de serigrafía, Aiguadevidre. Se dio a
conocer como poeta prometedor, aunque al fin y a la postre destacara como
ensayista, investigador y editor de clásicos. La verdad es que lo conocí más
bien poco, solo en encuentros esporádicos o intercambiando correos, a pesar de
que coincidimos en un curso de doctorado que Francisco Rico impartía en su
despacho, quien le mostraba afecto a pesar de lo poco que frecuentaba las
clases. En la Autónoma de Barcelona se doctoró, fue lector en Burdeos (donde
fundó la revista 4taxis que circulaba
más entre los artistas que entre las gentes de la literatura) y profesor en
diversas universidades catalanas, hasta que en el 2004 dejó la enseñanza para
dedicarse solo a la edición. Pero mucho antes de todo eso coqueteó en Barcelona
con los movimientos contraculturales.
A
su sólida formación académica, y su estrecha amistad con Riquer, pues se
convirtió en el editor de todos sus libros a partir de los ochenta, se unió una
curiosidad siempre insatisfecha y un deseo por editar las grandes obras de la
tradición occidental. Producto de todo ello fueron sus estudios sobre los
trovadores, la Chanson de Roland, el
Noucentisme o las ediciones de las obras de Josep Maria Junoy y J.V. Foix.
Volví
a coincidir con él porque en 1983 diseñó mi primer libro que editó Antoni
Bosch. Puso en la cubierta un cuadro de David Hockney, entonces muy poco
conocido entre nosotros. Unos años antes, en 1979, había fundado la editorial
Quaderns Crema (el nombre es un homenaje a los colores de los cuadernos que
utilizaba Wittgenstein), donde editó tanto a autores consagrados o en vías de
serlo (Ausiàs March, D´Ors, Carner, Trabal o Joan Ferraté), como a jóvenes que entonces
iniciaban su trayectoria (Quim Monzó, Valentí Puig, Ramon Solsona, Sergi Pàmies,
Ferrant Torrent o Empar Moliner), convirtiéndola en una editorial fundamental
para la cultura y la literatura catalana. Mi única colaboración editorial con
él fue el encargo de un prólogo, me imagino que por sugerencia del escritor,
para una obra de Juan Perucho, Un
silencio olvidado (Poesía, 1943-1947), publicada en 1995.
Después,
en 1987, fundó Sirmio para editar obras en castellano, tanto ficción como
ensayos y estudios, y allí aparecieron los primeros libros de Javier Cercas, la
reedición de Helena o el mar del verano,
de Julián Ayesta, la poesía de Fonollosa, además de volúmenes de Riquer y
Claudio Guillén, y otros autores que luego rescataría con más éxito en
Acantilado. En realidad, entre una y otra se aprecia una absoluta continuidad,
y solo se diferencian por el diseño y los cambios de gustos de los lectores.
Esa
postrera gran aventura empezó en 1999, dando vida a libros clásicos y modernos,
de creación y ensayo. Entre los primeros, solo cito unos pocos, nos encontramos
con obras de Dante, Rabelais, Montaigne, Goethe o Tolstoi. Pero también a
reputados narradores del siglo XX, que él popularizó, sobre todo
centroeuropeos, como Stefan Zweig, el de mayor éxito, Josep Roth, Arthur
Schnitzler, o el más actual Inre Kertész, cuyos derechos perdió por falta de
generosidad. Y donde fracasó Tusquets, en la edición de las obras de Simenon,
en cuidadas traducciones, se empeñó Vallcorba, poniendo de nuevo en el mercado
aquellas versiones. También apostó por autores más jóvenes, editó la poesía de
Roberto Bolaño y la de Andrés Neuman, o la narrativa de Berta Vias Mahou, junto
a obras de diversos géneros de los más veteranos Rafael Argullol y Juan Antonio
Masoliver Ródenas.
Pero
si tuviera que escoger mis preferidos en estos últimos años, han sido los
libros y traducciones de Rosa Sala Rose (impagable su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo y su ed. de las
Conversaciones con Goethe, de J.P.
Eckermann) y Ramón Andrés, y los ensayos de Mario Praz, Marc Fumaroli, Antoine
de Compagnon y, desde luego, los libros de microrrelatos de Alfred Polgar,
Heimito von Doderer y Slavomir Mrozek, todos ellos comprados a tocateja,
porque entre las muchas virtudes que tuvo como editor no destacaba precisamente
la atención a la crítica. En cambio, editaba unos hermosos libros, de pulcro
diseño y tipografía, en cuidadas traducciones.
Tras
premiar su labor en Madrid y México, la Generalitat de Cataluña ha tenido que
esperar a que tuviera los días contados para reconocer su labor, quizá porque
no fue un patriota aspaventoso y fanático, como recordaba en su modélica
necrológica Jordi Llovet.
¿Qué
pasará con Acantilado, quién se hará cargo de ella? ¿Existe, acaso, una
personalidad semejante a la de su fundador que pueda mantener su atractiva línea
editorial?