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Albi, el gran horno de ladrillo
Después de
derretirnos bajo el sol en Cordes sur le Ciel (y es que no se puede estar tan
cerca del cielo, os lo digo yo) llegamos a Albi por la tarde. Soñábamos con un
helado, o mejor un granizado de limón. Ya cuando descendíamos por la carretera
hacia la ciudad, la catedral, mirándose presumida en el río, impresionaba. Una
fortaleza de la fe de ladrillo (sí, de ladrillo) que se eleva majestuosamente
hasta el cielo celestial. El poder de la Iglesia alzándose y pisoteando a los cátaros… Si
de lejos impresiona, imaginaos cuando uno está debajo de ella pasando con el
coche, al ritmo cansino del atasco habitual de la tarde. Y cuando se pasea como
una hormiga echando la cabeza para atrás bajo el riesgo de pillar un torzón de
cervicales para alcanzar allá donde acaban las torres. Pero el paseo vendría
luego, ahora estábamos en el coche, bajo la catedral, siguiendo las
instrucciones del Tom-tom para encontrar nuestro hotel. Había obras, cada vez
nos recuerda más Albi a Zaragoza: con sus obras del tranvía, los atascos y ese
calorazo abrasador. El Tom-tom nos llevaba directo contra la valla que limitaba
las obras e impedía el paso. Tras dar algunos rodeos más, y como el Tom-tom,
con su empecinamiento habitual, siempre nos conducía al mismo sitio, madre e
hija nos bajamos del coche para localizar el hotel.
Le pregunto a
una lugareña en inglés por la Rue St Clair
(llevo a mi hija de traductora de francés, pero se comporta como el convidado
de piedra) y más o menos me comprende y me explica muy amable hacia donde
tenemos que ir, con evidente apuro por su escaso inglés, pero nos entendemos
perfectamente. Llegamos al hotel St Clair atravesando la
Rue Toulouse Lautrec, donde se encuentra la
casa natal del pintor, no está mal para empezar a ambientarnos en la ciudad.
Al hotel no se
puede acceder en coche, está en pleno casco histórico y es todo peatonal. La
recepcionista nos indica un parking
gratuito cerca de la catedral. Desde donde hemos dejado el coche podemos venir
con las maletas andando, lo más pesado es atravesar el tramo de las obras (ni
un miserable tablón para no tener que pisar las piedras y el polvo).
El hotel… no
lo califiqué de mochilero cuando lo vi en booking.com, pero después de haber
estado en una bucólica granja en el Perigord y en una mansión con jardín
(estanque con peces de colores incluido) en L’Auvernia, este se quedaba a la
altura del barro (reseco, con este calor). Nuestra habitación daba al patio
(florido, eso sí, y con gato), al que subíamos por una escalera; era una cuádruple
con las tres camas encajadas como en un puzzle, y en ella teníamos que respirar
por turnos y pedir permiso para mover un pie; con un armario estrecho de
puertas metálicas donde no cabía ni una maleta. El baño, diminuto, con el techo
inclinado y una luz lóbrega que iluminaba el espejo roñoso. El único aire vintage de la habitación que un cliente
de booking alababa en sus comentarios era la lámpara floreada de la mesilla.
Aterrizamos
sobre las camas. No había aire acondicionado (quién esperaba necesitar aire en
Francia), y tampoco podíamos abrir la ventana pues afuera hacía más calor, así
que estrené el regalo que tenía para mi sobrina: un abanico, y el airecillo nos
alivió un poco. Luego nos dimos una ducha para refrescarnos y hacia las ocho y
media salimos a conocer la ciudad y a cenar. Camiseta de tirantes y pantalón
corto, por supuesto; mi hijo preguntó si cogía un jersey, pero sería para
estrangular al gato (que había arañado a su hermana), porque aquí no tenía
pinta de ir a refrescar.
Parece que en
Albi los horarios de la cena estaban bastante españolizados, así que no íbamos
con tanta prisa. Y es que hay españoles por todas partes… Salimos con el mapa
que nos habían dado en el hotel, pero no hacía falta; todas las calles conducían
a la catedral de St Cecile, aunque creyeras que ibas en dirección contraria. Un
poco laberíntica esta ciudad anaranjada de ladrillo. Descubrimos el pasaje Saint-Salvy,
que en su misteriosa oscuridad nos llevó al claustro del mismo nombre. Solo
queda una parte del claustro pegado a la iglesia por un lado, y la otra mitad
al otro lado, con su pequeño huerto lleno de flores en el centro; un rincón
tranquilo donde se pierde el sentido de la moderna realidad, con los viejos
muros de la colegiata, las arcadas en penumbra y las flores dando color; los
arcos siempre pedían ser el marco de una foto para la turista de turno (o sea, yo).
Acabamos
cenando en una terraza de la plaza Saint Salvy, con el agradable acompañamiento
musical de un cantante con guitarra. Más tarde llegaría un animador de calle
cuya pianola entonó varias canciones populares francesas. Tararear una canción
y seguir el ritmo con el pie mientras comía un “Risotto aux Gambas”, o, como dice
mi hija, una paella mediocre, acompañado por una cerveza fresca, resultó un buen
premio después de hacer turismo bajo el ardiente sol de Francia.
Por la noche,
el hotel se volvió siniestro. Seguía haciendo un calor infernal, y aunque afuera
parecía haber refrescado un poco, no nos atrevimos a dejar abierta de par en
par la ventana que daba al patio, cualquiera podía entrar por ella, así que las
cerramos. Tras apagar la luz, solo nos faltó contar historias de terror; mi
marido y yo nos preguntábamos dónde nos habíamos metido, y mi hija protestó:
-¿Pero por qué
no reservaste en el hotel dos habitaciones? Cuando no oigo a uno oigo al otro,
no voy a pegar ojo…
-¡Si nos da
miedo pasar aquí la noche los cuatro juntos, imagínate estar en habitaciones
separadas…! -le digo, pero mi hija es como Juan sin miedo.
Por fin nos
dormimos, pero a media noche se oyó a un borracho que llegaba; parecía que
estuviera ahí mismo: abajo, en el patio; gritó, con voz de beodo, a saber qué
dijo en francés, y luego vomitó: ¡guaaaaa! Mi hijo se despertó, tenía miedo. Luego
se puso a discutir con una mujer. Al parecer, no estaban abajo, debía de ocurrir
en otro patio, menos mal. La que no iba a pegar ojo no se despertó. Pronto todo
se calmó y pudimos dormirnos.
Desayunamos en
un cafecillo y nos dirigimos hacia la catedral de Saint-Cecile. Te sentías muy
pequeñito bajo esa fortaleza que únicamente se permitía decoración en la fachada,
el resto era de ladrillo liso y laso, elevando sus torres hacia Dios. Esa
austeridad contrastaba con la esplendorosa decoración interior, que nos dejó
sin palabras. Paredes, techos cúpulas pintadas, el tabique y el jubé del coro
góticos esculpidos como un bordado en piedra blanca. En la bóveda central, con
el fondo azul y los nervios dorados, ni un resquicio quedó sin pintar. Un azul
tan intenso y brillante gracias al lapislázuli se conservaba con toda su
riqueza. Mientras el fresco intimidador del Juicio Final instaba a los fieles a
ser buenos para no sufrir las crueles torturas del infierno, representadas aquí
con los más espeluznantes detalles; portémonos bien, les digo a los chicos, sin
romper nada por si acaso.
Callejeamos un
poco para descubrir la ciudad, el gran mercado cubierto, las casas de ladrillo
con entramado de madera. Pero hacía demasiado calor, así que optamos por una
botella de agua fresca para calmar la sed, y unos bocadillos para llevar en un
garito que había junto a nuestro hotel, donde nos atendió una animada señora
francesa, que nos dio conversación mientras los preparaba. En el hotel, la jefa
no nos dejó comer en las mesas del patio: había que consumir en la cafetería,
de lo contrario no había negocio. La recepcionista nos indicó en el mapa dos
parques de la ciudad. Elegimos el que se encontraba junto al río, a ver si allí
conseguíamos un poco de fresco.
Las gabarras paseaban
a los turistas por el río mientras nosotros nos dedicábamos a zamparnos los
bocadillos kilométricos. Como el calor seguía torturándonos, inmisericorde, decidimos
refugiarnos en el Palacio Episcopal, el Palais
de la Berbie,
la sede del museo Touluse Lautrec, bajo cuyos muros habíamos estado comiendo.
Los jardines eran
preciosos: con sus setos cuidadosamente recortados que dibujaban formas
redondeadas y perfectas con el verde y las flores amarillas. Pero no pude detenerme
más: el gran Lautrec me llamaba a gritos desde el interior.
Conozco las
pinturas de Toulouse Lautrec desde niña, ¿qué tendría: nueve, diez años? Mi
hermana mayor poseía un librito del pintor con ilustraciones del tamaño de una
postal y yo estaba enamorada de sus obras, de esos maravillosos carteles de
colores vivos, a medio camino entre el cómic y la realidad. Pasaba las páginas
de aquel librito una y otra vez… Así que el reencuentro con aquellos Lautrec de mi infancia, pero esta vez a
tamaño real, más grandes que yo, fue un shock
del que todavía no me he recuperado. Estaban todos: el “Divan Japoneis”, las
bailarinas del Moulin Rouge, la gran “Jane Avril” con aquel sombrero rojo que
yo empecé a dibujar en mi cuaderno un verano… Y los guardianes del museo sin
dejarme hacer ni una foto, e incluso me hicieron borrar una que me pillaron tomando.
De todas formas, conseguí que no se enteraran de que había hecho esta:
Por supuesto
tuvimos que salir otra vez a cocernos en el ladrillo aunque nos retiramos al
hotel el resto de la tarde, donde nos echamos una siesta que duró hasta la hora
de cenar.
Al día
siguiente nos despedimos de Albi tomando un desayuno en un salón de té, frente
a la catedral. Solo el té, en tres teteras de colores, porque los croissant, nos dijo la camarera, era
mejor comprarlos en la tienda de la esquina. Cualquiera entiende a estos
franceses…
Mientras mi
marido iba a por el coche, nosotros arrastramos las maletas hasta la catedral,
donde se había montado un atasco gigantesco con los camiones que descargaban
sus productos para las tiendas y restaurantes de la plaza. Y es que lo mejor hubiera
sido que les quitaran las cadenas que protegen la plaza y les dejaran
estacionar en ella, porque de otro modo era inevitable montar un atasco en ese
espacio, donde solo cabía un coche por carril. No sé por qué he elegido Albi
para narrar nuestro viaje a Francia, cuando también habíamos estado en sitios tan
bonitos en la Dordogna; quizá sea porque nos sentimos entonces como en España:
con su calorazo, sus atascos, sus calles levantadas por las obras, y esas casas
de ladrillo, por su ambiente propio del sur, tan cercano a nosotros.
* Puri Menaya es escritora de literatura infantil y administra el blog El rincón de la bruja de chocolate.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten..
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