viernes, 27 de febrero de 2015

In memoriam del Dr. Spock

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Para Ángel Zapata
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Y el homenaje del repelente doctor Sheldon Cooper en The Big Band Theory
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lunes, 23 de febrero de 2015

Viaje al subsuelo, por Emilia Oliva



A Jesús Mª Ayuso

Toda ciudad esconde entre los paños de sus muros y las capas de pavimento de sus calles las ciudades que fue. Hay otras ciudades que elevan por encima de sus techumbres la ciudad que sueñan los que las habitan. A veces el rastro de las ciudades que quedaron sepultadas con el paso de los años permanece invisible como un hecho de historia escondido en libros y museos. Hay ciudades que fueron arrasadas para que no quedara piedra sobre piedra y apenas hay quien guarde memoria de lo que fueron.  Los sueños de la ciudad que será suelen deshacerse deletéreos como desdibuja el viento la aglomeración de gotitas de agua que dan formas caprichosas a las nubes. No es el caso de Cracovia. Cracovia se reclama como ciudad futura y hace visibles las huellas de las ciudades que fue en el museo subterráneo bajo la Plaza del Mercado y el Sukiennice, la lonja de los paños.
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Obras en la Plaza del Mercado: descubrimiento de la ciudad del subsuelo que dará origen al museo subterráneo.
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Con cierto descaro, el dimorfismo de la ciudad queda patente en la planta escorada de la iglesia de Santa María, en sus dos torres disparejas, en sus dos ciudades, la ciudad que recorre el viajero y la del subsuelo: la del día y la de la noche; la del artesano y la del que comercia con el deseo. Están las calles que pisa el viajero en el siglo XXI y están en ellas los innumerables memoriales y distintivos que tejen el pasado visible al hoy y al futuro que se vislumbra. Sorprende que pese a no disponer sus habitantes de una lengua románica, la lengua que habla la ciudad sea el latín.

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Presente en muchos de sus edificios, las sentencias latinas grabadas en piedra o dibujadas en la fachada, “Plus ratio quam vis” (Más vale la razón que la fuerza), alcanzan también a las dependencias universitarias que conservan su nombre originario en latín, Collegium Maius, o nombra los nuevos edificios ligados a la institución universitaria, Collegium Novum. De tal modo que incluso antes de visitar el interior de sus monumentos, la arquitectura  resulta familiar al viajero español que no se siente extraño en la tierra que pisa porque un sustrato común les habita, la cultura europea que tuvo su nacimiento en el Mediterráneo y que hizo del uso de la razón su estandarte, y también el Cristianismo. Sin embargo, en Cracovia y sus alrededores es patente el hecho de que haber matado al dragón no exime del renacimiento de la barbarie.
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Si ya alertó Goya de que el sueño de la razón produce monstruos, Cracovia y toda Polonia habrían de ser los testigos y los cómplices de una de sus más terribles pesadillas. La tierra que guarda en sus entrañas la maravilla arquitectónica de sus grutas de sal, expone a cielo abierto las huellas del expolio y exterminio del que es capaz el ser racional tomando como subterfugios argumentos científicos, ayudándose del saber tecnológico y del poder del Estado.  El viaje a los lugares de la memoria del Holocausto constituye un viaje a través de una espesa niebla: de hechos reconstruidos a partir de la memoria de los supervivientes; de restos arqueológicos que no pueden tener el tratamiento de tales porque revelan hechos de una historia demasiado reciente y configuran, sin hacerlo visible, un inmenso cementerio. No hay lápidas, no hay nombres. Hay cabellos, zapatos, maletas, cepillos de dientes, gafas, fotos, de frente y de perfil, hay  números en los brazos de los niños que cifran la burocracia que, con total normalidad, se puso en marcha para construir esa gran fábrica de la muerte, inacabada -a dios gracias- y ahora en ruinas.
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No hay lápidas, pero sí hay nombres, un enorme volumen vertical que ocupa una sala entera en el pabellón de Yad Vashem, un listado inabarcable de desaparecidos. No hay lápidas, pero hay fotos revistiendo las paredes con registro de entrada y salida del prisionero, del deportado. La inmensa mayoría no duraban más que un día. Otros algunos días, unas semanas. Los más afortunados, meses. Alguna excepción alcanzó el año.
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La vida en el infierno de la miseria, la desolación más absoluta, la incertidumbre y el engaño permanentes no sigue el péndulo ni el tictac objetivo de los relojes. La verdadera dimensión del tiempo subjetivo que la sinrazón provoca sigue el compás de la supervivencia: sobrevivir / no sobrevivir. El hambre, el dolor, la enfermedad, los parásitos... el frío, la glacial Polonia. No hay lápidas, el humo de los crematorios se desvaneció, pero emerge de la tierra, a trechos, el gris compacto de la ceniza. Cincelados a golpe de uña los ladrillos hablan de las mujeres que dejaron su rastro, su nombre, quien de él había sido desposeído. Convirtieron sus cuerpos en cenizas, y su ausencia desvela, a contra luz, al hombre desalmado en el seno de una sociedad ufana de sus altas cotas de civilización y de progreso. Pasó en Europa, ayer mismo: un 27 de enero de hace setenta años el ejército ruso liberó el campo de Auschwitz. En estos setenta años el sueño de la razón sigue produciendo monstruos todo a lo largo y ancho del planeta. Europa no ha sido vacunada contra el holocausto, ni contra el genocidio, contra lo que pudiera parecer. Los optimistas y los ingenuos se aferran a la idea de que el conocimiento de lo que sucedió evitará que vuelva a producirse. Si así de sencillo fuera, el conocimiento de todas las guerras y atrocidades que en el mundo han sido nos habría vacunado definitivamente contra ellas. Y, sin embargo, varios frentes abiertos circundan el Sur y el Este de Europa. Pueblos enteros están siendo masacrados por el mero hecho de ser cristianos, coptos o yazidíes. El antisemitismo sigue más que latente y actúa, aquí y allá, dejando un reguero de muerte. Basándose en este fracaso de la razón hay quien por la fuerza de las armas y del terror pretende barrer los principios sobre los que la civilización occidental se asienta: la libertad de pensamiento y de expresión. Son hijos de la razón, educados en nuestras aulas, los que abrazan sin asomo de duda la inmolación y el terrorismo. Lejos quedan las palabras de Georges Brassens “Mourir pour les idées, d'accord, mais de mort lente” Y muy cerca, en cambio, la advertencia de Antonio Machado en labios de Juan de Mairena de que habremos de tomar partido con lo que ello implica: “Tomar partido es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras, abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir: habéis de retroceder a la barbarie, cargados de razón”.

* Las fotos son de Jesús Mª Ayuso, catedrático de Filosofía del IES Francisco de Orellana.
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miércoles, 18 de febrero de 2015

Sobre `Como la sombra que se va´, de Antonio Muñoz Molina

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DE MEMPHIS A LISBOA: HISTORIA, VIDA PRIVADA Y LITERATURA
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Desde que existe la ficción literaria, pongamos el Cantar del Cid o el Quijote, no ha dejado de producirse un flujo constante entre realidad y ficción, aunque en las últimas décadas ese trasvase no solo se haya incrementado sino que ha ido adoptando otras formas y mecanismos. Muñoz Molina se ha valido a menudo de este procedimiento, que vuelve a utilizar con plena conciencia dentro de una tradición en la que destaca, entre otros nombres, a Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Truman Capote (a quien se describe en esta novela como “un sujeto con ademanes de marica y voz aguda de enano, un escritor al parecer experto en crímenes”, p. 230), John Hersey, Patrick Modiano o Emmanuele Carrere.
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En Como la sombra que se va (Seix Barral, Barcelona, 2014), afortunado título que procede de un salmo de la Biblia, a la que se suma una atractiva cubierta, se cuenta en esencia dos historias: la de James Earl Ray, el hombre que en 1968 asesinó a Martin Luther King, narrada casi toda ella en tercera persona. Y la del autor, en 1987, cuando estaba casado, tenía dos hijos pequeños, trabajaba como funcionario en el Ayuntamiento de Granada e intentaba escribir El invierno en Lisboa, al tiempo que se sentía insatisfecho con su vida privada y profesional. Esta segunda historia, que transcurre también en Granada y Madrid, arranca en el tercer capítulo, con un remedo del inicio de Pedro Páramo, presente también en Beltenebros. Se trata de dos huidas a una misma ciudad, la capital portuguesa, que comparte protagonismo con los personajes principales del relato. La acción se centra, sobre todo, en tres fechas: 1968, 1987 y 2012, momento este último en que surge la idea de la novela y su autor empieza a escribirla, cuando viaja de nuevo a Lisboa para celebrar el cumpleaños de su hijo, acompañado por Elvira Lindo (p. 387). Aunque también se aluda tanto a 1991, como al presente narrativo, en el 2014 (p. 259).
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Confluyen, en definitiva, dos historias muy distintas, ambas indagatorias, alternándose a lo largo de los capítulos: una, la referida a Ray, aparece exhaustivamente documentada y, en parte, imaginada; la otra, meramente autobiográfica, confesional y vivida. Asimismo, este último relato resulta –por así decir- expiatorio, la confesión de una culpa, a la vez que exultante, al recordar cómo conoció a su nueva mujer y fue gestándose el amor, evocando diversos momentos juntos. El tratamiento que le concede a Ray, un tipo tímido, embustero, sociópata y racista, con una infancia durísima, víctima –según él- de una conspiración, es tan minucioso que acaba resultando desmesurado, hasta el punto de que termina ahogando la historia, diluyendo lo significativo en mil detalles innecesarios. Sí resulta pertinente, por el contrario, el contexto social de esta trama: el `Movimiento de los derechos civiles´ en los Estados Unidos, la marcha sobre Washington, la lucha por la igualdad y la tolerancia.
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Diluida entre ambas historias, nos encontramos con una reflexión en torno a su evolución como escritor (en 1987, reconoce, “escribía de oídas”, p. 388), y el género novela, y más en concreto, acerca de cómo escribió El invierno en Lisboa (1987), amén de diversos comentarios sobre aspectos distintos de la narración, bien sean los inicios y finales (pp. 133, 353, 384-386 y 526), bien los nombres de los personajes (pp. 82 y 124-126). Para Muñoz Molina, “la novela simplifica la vida. La simplifica y la calma” (p. 522), pero la esencia de su poética estriba en extraer lo literario de lo real, pues opina –a la manera de Mark Twain- que la realidad es suficiente y vuelve irrelevante la ficción (p. 453), o que “la imaginación no se alimenta de lo inventado sino de los sucedido” (p. 523). Es, sin  duda, la poética hoy imperante, aunque no le falten detractores tan notables como Juan Marsé.
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Las dos historias, aunque casan perfectamente, están escritas con registros algo diferentes, pero la narrada en primera persona me parece más contenida, sincera y grata de leer. Tienen voz Ray y en el capítulo 25, el más extenso de la novela, Martin Luther King, aun cuando se imponga la visión de un narrador omnipresente, que coincide con el autor. Muy lograda me parece la recreación de Lisboa a lo largo de distintas épocas, e incluso la más breve de Memphis, así como su autorretrato a la altura de 1987, junto con los perfiles literarios que traza de Bioy Casares y Onetti. En cambio, resulta algo edulcorado el de Elvira Lindo y tan feroz como arbitrario, aunque probablemente fuera cierto en aquel entonces, el del poeta Juan Luis Panero, además de antojarse significativa la ausencia de Vila-Matas, borrado de la foto de conjunto (pp. 340-349).   
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La huida, tanto de Ray como del narrador, por muy diferentes motivos, ya se ha visto, acaba de manera desigual. La del americano, tras no lograr un visado para Ángola, Rodhesia o Biafra, lo empuja finalmente a ser condenado, muriendo en 1998 en la cárcel. Mientras que nuestro autor, después de retratarse como un ser inmaduro, egoísta y sombrío, consigue llevar en adelante una nueva existencia, armónica y feliz en lo privado, gozando del éxito literario a raíz de la concesión del Premio de la Crítica y del Nacional de Narrativa a El invierno en Lisboa.
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Si la novela, tal y como la define Muñoz Molina, es “un ascua que ha de seguir brillando bajo la ceniza enfriada mucho después de que se hayan apagado las llamas”, el tiempo dirá qué trayectoria merece cosechar esta ambiciosa, autocrítica y reflexiva narración, donde se baraja con absoluta solvencia lo real, lo posible y lo ficticio (por ejemplo, en el uso que hace de la película Casablanca o de las historias de James Bond), junto a la autobiografía y la reflexión metaliteraria.       
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Muñoz Molina es un escritor exigente. Buena prueba de ello son novelas como Beatus Ille (1986), El jinete polaco (1991), Sefarad (2001) o La noche de los tiempos (2009), por solo recordar las que prefiero, a las que podría sumarse un buen puñado de cuentos, artículos o ensayos, entre los que recuerdo con mucho agrado los que componen El huerto del Edén (1996) o El atrevimiento de mirar (2012), y ello al margen de que los resultados de Como la sombra que se va me parezcan desiguales. Sorprende, por último, que el narrador de la novela se muestre temeroso ante las posibles “reseñas hostiles” (p. 524), en vez de preocuparse más bien por las anodinas y, sobre todo, complacientes, que son las que suelen predominar.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista Buensalvaje, núm. 2, enero y febrero del 2015. La revista se regala a los clientes de las librerías.
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domingo, 8 de febrero de 2015

Ricardo Senabre, filólogo y crítico literario

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Es probable que Ricardo Senabre (Alcoy, 1937-Alicante, 2015) haya sido  uno de los últimos descendientes de la exigente tradición de la Escuela de Filología Española, aquella que tuvo como primer maestro a Ramón Menéndez Pidal y algunos de sus mejores eslabones en Rafael Lapesa, Dámaso Alonso y Fernando Lázaro Carreter. Este último fue su maestro en Salamanca y quien se lo recomendó a Luis María Anson como crítico literario, ejerciendo primero en ABC y luego en El Cultural, donde ha escrito hasta los últimos momentos de su vida, componiendo un terceto inmejorable, junto a Santos Sanz Villanueva y Ángel Basanta, expertos en la narrativa española.
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Don Ricardo, como le gustaba que le llamaran, estudió Filología Románica en la Universidad de Salamanca, doctorándose con una tesis, luego convertida en libro, sobre Lengua y estilo de Ortega y Gasset (1964), ejerciendo de profesor hasta su jubilación. Pero antes dejó excelentes discípulos a su paso por la Universidad de Extremadura, como María José Vega. Esos años cacereños lo convirtieron en voraz lector de los escritores de aquella región, de cuyas obras solía ocuparse a menudo. Al citado libro habría que añadir otros sobre La poesía de Rafael Alberti (1977), Gracián y El Criticón (1979), Literatura y público (1987), Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez: poetas del siglo XX (1991), los Estudios sobre Fray Luis de León (1998) y Metáfora y novela (2005), o el volumen misceláneo Claves de la poesía contemporánea: de Bécquer a Brines (1999). A ellos habría que sumar ediciones modélicas de clásicos: Fray Luis de León, Zorrilla, Valle-Inclán, Unamuno, Baroja y Ortega y Gasset. A la luz de sus numerosas publicaciones podría afirmarse que conocía al dedillo la literatura española, desde el Siglo de Oro al XXI, pues trabajó además en todos los géneros clásicos: poesía, novela, teatro y ensayo, barajando la reflexión teórica con el peso de la lengua y la literatura.
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Por lo que se refiere a la práctica crítica, le gustaba denominarla crítica inmediata, se mostró siempre independiente y lúcido, por lo que creo que ha sido uno de los mejores de las tres últimas décadas. Se ocupaba tanto de los autores consagrados como de los más jóvenes, tratándolos con el mismo rasero, con semejante talante crítico, siempre respetuoso, analizando el sentido de la obra, su valor, no solo en el momento de su aparición, sino también en la tradición literaria de la que formaba parte. Así, por ejemplo, alentó desde sus inicios, cuando todavía era un joven narrador desconocido, la obra de Fernando Aramburu; en cambio, no apreció la obra de Javier Marías. 
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Sus saberes eran múltiples y siempre se mostraba generoso con ellos: desde la colaboración en un blog, hasta la recomendación de una lectura o un dato que mejorara un estudio o edición que le habían enviado. En mi caso, puedo decir que cada vez que anotando un texto me surgía una duda que no conseguía resolver, solía recurrir a él, y a menudo me solucionaba el problema. Además, tuve la fortuna de oírlo en varias ocasiones y siempre me pareció un excelente y ameno conferenciante, un maestro en suma; y un crítico clarificador cuyas lecturas echaré de menos todas las semanas.   
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* Este artículo ha aparecido publicado en el diario El País, el 8 de febrero del 2015, p. 50.
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viernes, 6 de febrero de 2015

De la risa

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"La risa significa que aplicas tu propio criterio, y a la vez que no te tomas demasiado en serio y por tanto estás abierto a que otros entren en tus conversaciones internas. El propósito del humor es descubrir la verdad, y una sonrisa de complicidad es un regalo".
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(Theodore Zeldin, exdecano de St. Anthony College de Oxford, en una entrevista con Ima Sanchís, La Vanguardia, 2 de enero del 2015)
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martes, 3 de febrero de 2015

`La Universidad blanca´, de Ismael Belda

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EL AUTÓMATA TOMA HABITACIÓN
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El autómata toma habitación
en un hotel de California. Pregunta en recepción
por Rosamunda. No se aloja aquí, le dicen
dos muchachas gordas y felices; una de ellas
enormemente inteligente, piensa él. Se fue hace varios días, lamentan.
Ojalá que tengas suerte, le dice la otra.
En los pasillos, sus pasos no se escuchan. Sólo un rumor
de máquinas al fondo de la mente hace
temblar un poco las paredes en la yema de los dedos.
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En la piscina, parejas de ancianos perfectos sonríen
a las pequeñas sombrillas de sus daiquiris. Nadie
habla en voz muy alta. El cielo de Los Ángeles,
a la tarde, tiene la suave precisión que uno espera siempre de los cielos.
(Uno siempre queda defraudado. Pero no aquí, no aquí, aquí no, Rosamunda).
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Es de noche. Las reverberaciones de la piscina
se entrecruzan en los rostros, en los muros,
danzan una danza que el autómata conoce, e interpreta.
Hablan de los caminos del país del tiempo, hablan
de los vientos que eternamente soplan y soplan, cantan y cantan,
empujan figuras minúsculas a las landas del otro lado.
Las ondas de luz de la piscina saben estas cosas,
y algunos ancianos, que beben mai tais y piñas coladas,
lo saben también. Buena gente, piensa el pobre autómata adolescente.
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Su habitación es roja y tiene una pintura enmarcada
de una gigantesca ola en el mar. En la cresta de la ola,
un hombre diminuto en una tabla de surf. El autómata se acerca.
La cabeza del hombre está al revés, o eso parece. Tan sólo hay pelo
donde debería estar su rostro. En la televisión
el autómata ve varias obras maestras del cine.
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Nuestro amigo espera días, semanas, bebiendo él también
vesper martinis, mojitos, manhattans, mai tais, margaritas.
Conversa con ancianos de infinita sabiduría.
El alcohol, tristemente, no le vuela su pobre cabeza de plástico.
Si acaso le pone más sobrio, le hace ver la realidad:
un humo estroboscópico que asciende de todas las cosas.
Cuando se acuesta, sueña con el hombre cuyo rostro es una nuca.
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Pasea por Sunset en crepúsculos interminables. En el cielo, a veces,
se libran batallas carmesíes entre ejércitos secretos. Todo el mundo
lo ve. Todos hablan de ello.
De lo más alto de una palmera muy delgada
un pájaro mecánico alza un vuelo rutilante y se funde
con la estela de un avión. Todo hace señales.
Las delicadas hierbas que rompen el asfalto al pie de las verjas dobladas
son de una inexpresable belleza, y el autómata
piensa que querría hacer música con ellas, para ellas, si pudiera.
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Una niña, en Pico con La Brea, le dice tú no eres de verdad.
El autómata no sabe qué decir. Para disimular
le saca medio dólar del oído a la niña.
Ella lo coge y se lo guarda de nuevo en la oreja.
Es rubia. Se llama Venetia. Lleva puesta una camiseta
con el rostro de Captain Beefheart en magenta y amarillo. Le pregunta
¿vivirás eternamente, autómata? ¿O te apagarás un día
y estarás solo? ¿Estarás solo, pobre autómata
solitario? ¿Estarás solo si vives para siempre?
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A la mañana siguiente,
el autómata alquila un hermoso Chevrolet Impala azul, y piensa
en su otro coche, su maniático y eufórico coche blanco europeo,
piensa en la ternura de las máquinas, en el amor lancinante, descuartizador, de
........las máquinas.
Salen de Los Ángeles, él y su coche, y cruzan el valle de San Joaquín.
Hay ríos perezosos, vestidos de barro, que se demoran en curvas a cuyas orillas
crecen inmensos árboles y carretas abandonadas. Hay campos de trigo
de donde vuelan pájaros negros con las alas rojas.
En el aire fresco hay humedad que alegra el rostro
y una música de Rosamunda, una música desnuda y delicada
que el autómata no entiende
pero que con delicia y desgarro ama,
ama con vergüenza y odio de sí mismo y con grandeza,
y con felicidad tranquila y éxtasis. Amor humano casi.
En el Norte empiezan las secuoyas y la bruma, y el olor a mar. Amar, amar,
piensa el demencial autómata.
El coche, poco a poco, se hace invisible.
Desaparece en mitad de una larga recta junto a las olas.
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* Ismael Belda nació en Valencia, en 1977, pero reside en Madrid donde ha cursado Filología Hispánica e Inglesa. Ha cultivado la crítica literaria y ha escrito una novela. Este poema forma parte del libro La universidad blanca, publicado por Ediciones La Palma.