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DE
MEMPHIS A LISBOA: HISTORIA,
VIDA PRIVADA Y LITERATURA
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Desde que existe la ficción literaria,
pongamos el Cantar del Cid o el Quijote, no ha dejado de producirse un
flujo constante entre realidad y ficción, aunque en las últimas décadas ese
trasvase no solo se haya incrementado sino que ha ido adoptando otras formas y
mecanismos. Muñoz Molina se ha valido a menudo de este procedimiento, que
vuelve a utilizar con plena conciencia dentro de una tradición en la que
destaca, entre otros nombres, a Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Truman Capote
(a quien se describe en esta novela como “un sujeto con ademanes de marica y
voz aguda de enano, un escritor al parecer experto en crímenes”, p. 230), John
Hersey, Patrick Modiano o Emmanuele Carrere.
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En Como
la sombra que se va (Seix Barral, Barcelona, 2014), afortunado título que procede de un salmo de la Biblia, a la que se suma una atractiva
cubierta, se cuenta en esencia dos historias: la de James Earl Ray, el hombre
que en 1968 asesinó a Martin Luther King, narrada casi toda ella en tercera
persona. Y la del autor, en 1987, cuando estaba casado, tenía dos hijos
pequeños, trabajaba como funcionario en el Ayuntamiento de Granada e intentaba
escribir El invierno en Lisboa, al
tiempo que se sentía insatisfecho con su vida privada y profesional. Esta
segunda historia, que transcurre también en Granada y Madrid, arranca en el
tercer capítulo, con un remedo del inicio de Pedro Páramo, presente también en Beltenebros. Se trata de dos huidas a una misma ciudad, la capital
portuguesa, que comparte protagonismo con los personajes principales del
relato. La acción se centra, sobre todo, en tres fechas: 1968, 1987 y 2012,
momento este último en que surge la idea de la novela y su autor empieza a
escribirla, cuando viaja de nuevo a Lisboa para celebrar el cumpleaños de su
hijo, acompañado por Elvira Lindo (p. 387). Aunque también se aluda tanto a
1991, como al presente narrativo, en el 2014 (p. 259).
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Confluyen, en definitiva, dos historias
muy distintas, ambas indagatorias, alternándose a lo largo de los capítulos:
una, la referida a Ray, aparece exhaustivamente documentada y, en parte,
imaginada; la otra, meramente autobiográfica, confesional y vivida. Asimismo,
este último relato resulta –por así decir- expiatorio, la confesión de una
culpa, a la vez que exultante, al recordar cómo conoció a su nueva mujer y fue
gestándose el amor, evocando diversos momentos juntos. El tratamiento que le concede
a Ray, un tipo tímido, embustero, sociópata y racista, con una infancia
durísima, víctima –según él- de una conspiración, es tan minucioso que acaba
resultando desmesurado, hasta el punto de que termina ahogando la historia,
diluyendo lo significativo en mil detalles innecesarios. Sí resulta pertinente,
por el contrario, el contexto social de esta trama: el `Movimiento de los
derechos civiles´ en los Estados Unidos, la marcha sobre Washington, la lucha
por la igualdad y la tolerancia.
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Diluida
entre ambas historias, nos encontramos con una reflexión en torno a su
evolución como escritor (en 1987, reconoce, “escribía de oídas”, p. 388), y el
género novela, y más en concreto, acerca de cómo escribió El invierno en Lisboa (1987), amén de diversos comentarios sobre
aspectos distintos de la narración, bien sean los inicios y finales (pp. 133,
353, 384-386 y 526), bien los nombres de los personajes (pp. 82 y 124-126).
Para Muñoz Molina, “la novela simplifica la vida. La simplifica y la calma” (p.
522), pero la esencia de su poética estriba en extraer lo literario de lo real,
pues opina –a la manera de Mark Twain- que la realidad es suficiente y vuelve
irrelevante la ficción (p. 453), o que “la imaginación no se alimenta de lo
inventado sino de los sucedido” (p. 523). Es, sin duda, la poética hoy imperante, aunque no le
falten detractores tan notables como Juan Marsé.
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Las
dos historias, aunque casan perfectamente, están escritas con registros algo
diferentes, pero la narrada en primera persona me parece más contenida, sincera
y grata de leer. Tienen voz Ray y en
el capítulo 25, el más extenso de la novela, Martin Luther King, aun cuando se
imponga la visión de un narrador omnipresente, que coincide con el autor. Muy
lograda me parece la recreación de Lisboa a lo largo de distintas épocas, e
incluso la más breve de Memphis, así como su autorretrato a la altura de 1987,
junto con los perfiles literarios que traza de Bioy Casares y Onetti. En
cambio, resulta algo edulcorado el de Elvira Lindo y tan feroz como arbitrario,
aunque probablemente fuera cierto en aquel entonces, el del poeta Juan Luis
Panero, además de antojarse significativa la ausencia de Vila-Matas, borrado de
la foto de conjunto (pp. 340-349).
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La huida, tanto de Ray como del
narrador, por muy diferentes motivos, ya se ha visto, acaba de manera desigual.
La del americano, tras no lograr un visado para Ángola, Rodhesia o Biafra, lo empuja
finalmente a ser condenado, muriendo en 1998 en la cárcel. Mientras que nuestro
autor, después de retratarse como un ser inmaduro, egoísta y sombrío, consigue
llevar en adelante una nueva existencia, armónica y feliz en lo privado, gozando
del éxito literario a raíz de la concesión del Premio de la Crítica y del
Nacional de Narrativa a El invierno en
Lisboa.
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Si la novela, tal y como la define Muñoz
Molina, es “un ascua que ha de seguir brillando bajo la ceniza enfriada mucho
después de que se hayan apagado las llamas”, el tiempo dirá qué trayectoria
merece cosechar esta ambiciosa, autocrítica y reflexiva narración, donde se
baraja con absoluta solvencia lo real, lo posible y lo ficticio (por ejemplo,
en el uso que hace de la película Casablanca
o de las historias de James Bond), junto a la autobiografía y la reflexión
metaliteraria.
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Muñoz
Molina es un escritor exigente. Buena prueba de ello son novelas como Beatus Ille (1986), El jinete polaco (1991), Sefarad
(2001) o La noche de los tiempos
(2009), por solo recordar las que prefiero, a las que podría sumarse un buen
puñado de cuentos, artículos o ensayos, entre los que recuerdo con mucho agrado
los que componen El huerto del Edén
(1996) o El atrevimiento de mirar
(2012), y ello al margen de que los resultados de Como la sombra que se va me parezcan desiguales. Sorprende, por
último, que el narrador de la novela se muestre temeroso ante las posibles
“reseñas hostiles” (p. 524), en vez de preocuparse más bien por las anodinas y,
sobre todo, complacientes, que son las que suelen predominar.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista Buensalvaje, núm. 2, enero y febrero del 2015. La revista se regala a los clientes de las librerías.
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