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Un premio literario vale lo que su trayectoria, puesto que lo juzgamos por los errores y aciertos en la elección de los libros ganadores. No hay premio literario que aguante dos disparates seguidos, y el Setenil lleva dos años tropezando en la misma piedra, con lo que me temo que se ha quedado herido de muerte, y todo ello por la mala elección de los componentes del jurado; tanto del jurado previo, como del definitivo.
Enfermo crónico el NH, ahora con la crisis económica y desde siempre por la nula difusión de los libros inéditos ganadores entre el público lector, volvemos a estar casi a cero en lo que se refiere a los galardones de narrativa breve. Confiemos en que la salud del Ribera de Duero sea más sólida y duradera, pues hasta ahora se ha concedido con acierto, por jurados de indiscutible valía. Y esa quizá sea la clave del asunto, sin más misterio: los miembros del jurado, los que deciden quiénes son los finalistas y quién es el ganador.
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Desde la primera edición llamaron la atención los jurados del Setenil, las presencias y ausencias, por lo caprichoso de su nombramiento. Empezar con el rancio Juan Manuel de Prada suponía una declaración de principios. Junto a escritores de indiscutible valía y cultivadores del género, como Ana María Matute, Luis Mateo Díez, José María Merino, Javier Tomeo, Andrés Neuman o el mismo Manuel Moyano, el organizador, han aparecido otros que ni tienen que ver con la narrativa breve, ni poseen entidad suficiente para formar parte del jurado en un premio de esta entidad. Y algo semejante podría decirse de los críticos. La presencia de Santos Sanz Villanueva, Ramón Jiménez Madrid o José María Pozuelo resulta indiscutible; pero el resto de críticos o periodistas locales, que de todo ha habido, me parece muy difícil de justificar. Un premio privado puede hacer lo que quiera, pero un galardón que se concede con dinero público debe cuidar estos detalles importantes. Pero, por qué estas presencias pintorescas en el jurado ¿No hay, acaso, en España, escritores y críticos prestigiosos conocedores de la materia? A mí me parece que sí. Pienso en Juan Eduardo Zúñiga, Medardo Fraile, Ramiro Pinilla, Luciano G. Egido, Juan Marsé, Álvaro Pombo, Esther Tusquets, Manuel Longares, Carme Riera, Cristina Fernández Cubas, Juan José Millás, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Pedro Zarraluki, Ignacio Martínez de Pisón, Almudena Grandes, Rosa Montero, Fernando Aramburu, Ángel Zapata, Eloy Tizón o Juan Bonilla. O en críticos como Ricardo Senabre, Ángel Basanta, Juan Antonio Masoliver, Irene Andres-Suárez, Ángeles Encinar, Epicteto Díaz, Javier Goñi, Ernesto Ayala-Dip, Ramón Acín, Jordi Gracia, Domingo Ródenas o Santos Alonso. ¿Por qué no se ha contado nunca con ellos?
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Esta es una de esas entradas que uno preferiría no tener que escribir. El Setenil es un premio que surgió en el 2004, por lo que está en su octava edición. Hasta hace dos años había llevado una trayectoria impecable. En esta última convocatoria, entre los finalistas había libros tan destacados como los de Julio Llamazares, Carlos Marzal, Francesc Serés y Rubén Abella, aunque tengo que reconocer que algunos de los demás finalistas no los he leído, por lo que esta lista podría engrosarse con otros títulos. Por el camino, incomprensiblemente, se quedaron otros títulos no menos significativos de Matías Candeira, Inés Mendoza, Isabel Mellado, Manuel Espada, Eduardo Halfon, Carmen Peire, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Javier Mije, Juan Carlos Márquez, Gonzalo Calcedo, Óscar Esquivias y Cristina Grande. Cualquiera de los citados, y son muchos, 16, me parecen mejores que el anodino libro ganador. Para que ello no ocurra, la labor del prejurado resulta fundamental y su selección tiene que ser acertada. Pero visto lo visto, me temo que en esta convocatoria han tendido a la extravagancia y a la arbitrariedad.
Que desde Molina de Segura, un pequeño pueblo de Murcia, se conceda un premio que han ganado libros de tanta calidad como los de Alberto Méndez o Cristina Fernández Cubas, otros dignos como el de Juan Pedro Aparicio, o lo tengan en su haber narradores con tanto futuro como Óscar Esquivias o Fernando Clemot, hacía alentar esperanzas sobre la independencia y el buen hacer del premio. Pero cuando se repiten los errores y resulta imposible entender los criterios que se utilizan, acabamos perdiéndole el respeto al premio, al jurado y al organizador. Será difícil que lo recupere.
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No parece fácil explicar tanto dislate, quizás las cosas anden entre el afán de medro, el intercambio de favores y elogios (premiémonos e intercambiemos elogios), el desconocimiento y la falta de criterio y un despiste supino. En literatura no suelen quedar impunes las arbitrariedades, ni perduran los falsos prestigios o los éxitos coyunturales amañados por el nepotismo o la incompetencia. En literatura, en la exigente, la única que importa, produce más víctimas el éxito fácil, el burbujeo instantáneo, que el fracaso. Siempre ha sido así, y ni siquiera la veleidosa y vacua posmodernidad –Roberto Calasso ha denominado nuestra época como el innombrable actual- ha podido hasta ahora con ello.
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* Los cuadros son de José Manuel Ciria.
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