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Queridos/as todos/as:
Hace un año, poco más o menos, me preguntaban en una revista mi opinión sobre el cuento español de hoy. Contesté lo que os transcribo ahora:
“En el espacio del relato breve, es cierto, sobreviven como un eco trémulo ciertas corrientes de escritura reguladas aún por una noción de intensidad, de autenticidad y de exigencia, y ajenas —consecuentemente— a las imposiciones del management editorial y los balances contables. Esto es un hecho. Pero aun así —y tal como ocurre en el entorno de la novela— la ausencia flagrante de cualquier autoconciencia dentro del medio, la adhesión entre infantil y sonámbula a lo más viscoso del imaginario social, el apego angustiado, compulsivo o servil a todos los valores y las prácticas de una sociedad capitalista que se cae a pedazos, arrojan como suma, también aquí, una expresión artística extremadamente pobre, mansa, ensimismada, conformista y banal, muy alejada —y esto es lo importante— de la conmoción y la deflagración sensibles que serían esperables del acto poético, bajo cualquiera de sus formas.
No creo, pues, que el cuento español contemporáneo sea el último rayo de sol en el otoño de Oslo. (Diría más bien que estos destellos es preciso buscarlos cada vez más en espacios distintos al del arte: que es ya cuestión de supervivencia pura el que seamos capaces de reinventar una poética de la vida y de la acción transformadoras). Pero sí pienso, con todo, que algo en el cuento —o más bien en la poesía a la que el cuento sirve de vehículo— podría suministrarnos aún esas lecciones de lucidez, de intensidad y de audacia de las que estamos tan menesterosos, como el Axel de Verne tomaba “lecciones de abismo” para viajar al centro de la tierra”.
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Un día tras otro compruebo lo infundado de estas esperanzas que enunciaba tan tímidamente y con tantas reticencias, ay.
Y un día tras otro, también, se corrobora palabra por palabra el diagnóstico lúgubre del primer párrafo.
Comparto —que es a lo que voy con todo esto— el estupor de Fernando ante las reacciones atrabiliarias y airadas (cuando no abiertamente cazurras) que han suscitado —a estas alturas del tebeo— los “22 dogmas” de La llave de los campos. Y no puedo sino respirar con alivio al leer su explicación del texto, exacta, equilibrada y, en más de un punto, clarividente.
No es preciso añadir nada a sus palabras, desde luego.
Pero sí quiero, no obstante, señalar que buena parte de lo que nos proponíamos con el manifiesto (a saber: abrir una brecha dentro del consenso casi unánime en torno al realismo correoso y mugriento dentro del cuento español) es, a fecha de hoy, una tarea en vías de cumplirse.
En este sentido, lamento (y lo digo de verdad) contradecir al maestro José María Merino cuando no hace mucho, en un texto reproducido en este mismo blog, colocaba todo el cuento español contemporáneo bajo la sombra alargada (y —por qué no decirlo— bastante fúnebre) del realismo.
Obviamente, si partimos de un axioma arbitrario: escritura=realismo, entonces las innumerables variedades de la ficción nos aparecerán como modos o declinaciones de una única matriz realista, pero el precio que pagaremos por ello es que nuestra argumentación quede sujeta a un reglamento fuertemente tautológico (artículo 1°.: toda escritura es realista; artículo 2°.: cuando una escritura no sea realista se aplicará el artículo 1°.)
Tal como yo lo veo, en fin, no todo el monte es realismo (ni nada que se le aproxime) dentro del cuento español de hoy. De hecho, en el momento en que redactamos los “22 dogmas”, los miembros de La llave de los campos ya teníamos como fuente de inspiración al menos dos poéticas que se desviaban vigorosamente del código realista: el expresionismo lírico de Eloy Tizón, y el experimentalismo satírico de Hipólito G. Navarro. Casi seis años después de la difusión de nuestro manifiesto, hay ya tres libros —y ninguno de ellos ha pasado desapercibido— que ilustran en mayor o menor medida la apuesta anti-realista contenida en los “22 dogmas”: Nosotros, todos nosotros, de Víctor García Antón, El otro fuego, de Inés Mendoza, y La vida ausente, al que ya se ha referido Fernando en su entrada (títulos a los habría que añadir Andar por el aire, de Julio Jurado, de inminente aparición). Y hay, además de ello, una voluntad exploratoria, intensamente afín a nuestros planteamientos de entonces, en el trabajo de autores como Matías Candeira, Juan Carlos Márquez o Fernando Cañero.
Profundamente distintos entre sí, todos estos nombres (y algunos otros que se me olvidan, seguro) componen —a mi juicio al menos— una corriente bien diferenciada dentro del cuento, y nada proclive, es obvio, a las comodidades del realismo ni a las inercias de la representación clásica.
¿Hay vida inteligente en el planeta del realismo? Fffffffff… bueno: qué duda cabe de que la hubo; pero a la vista de muchas de las reacciones a las que hemos asistido aquí, la verdad es que me temo lo peor.
Como Fernando ha expuesto perfectamente, los “22 dogmas” enunciaban en tono polémico, en “negativo”, podríamos decir, una propuesta de transformación estética (y dejo aparte el lado político en todo esto que escribo ahora, pues el sesgo y las implicaciones de muchos de los comentarios del blog se califican por sí solos).
Al ser un texto colectivo, no soy quién para “positivar” esos 22 dogmas.
Pero sí me parece, en cambio, que en su conjunto apuestan nítidamente por una reapropiación por parte de la narrativa de la función poética del lenguaje…. Y por una reapropiación radical, desde luego, donde la dimensión poética de la palabra y de la experiencia vuelva a ser el nervio y el detonante de cualquier acto posible de escritura.
Para mí —y esto no puedo dejar de decirlo— esa operación es ya en sí misma un acto político. Y lo es en la medida en que la poesía es de por sí una palabra “en renuncia”, una palabra destituida. No hay de hecho poesía sin la búsqueda de eso que en la cadena significante escapa al orden de la significación, y atestigua —con esa misma pérdida, con esa fuga— la deuda insaldable en que el tener-lugar de la palabra se sostiene con respecto a lo que en ella no tiene ni tendrá nunca lugar… Pues la escritura poética es el decir restituido a su dimensión esencialmente u-tópica: la palabra devuelta a su futuro (a su apertura, a su luminosidad de claro en el bosque), y capaz —por eso mismo— de anunciar.
Escritura —para mí, ya digo (no impongo nada a nadie) — es el relámpago que alumbra ese imposible darse-a-la-vez y comparecer-juntos lo codificado y lo incodificable, lo dicho y lo indecible, lo que tiene forma y lo que es de otro modo que “con forma”: ese misterium coniunctionis en que culminaban las nupcias alquímicas.
También por eso, a la escritura poética le toca responder de aquello que en lo humano no es ni será nunca palabra (y que sólo la visión demasiado restrictiva de cierto psicoanálisis nombraría sumariamente como “pulsión”)... Y aún diría más: le toca responder de eso que en la palabra no termina de ser humano, precisamente porque la palabra “humano” le hace pantalla a una doble escisión: la que aboca esa supuesta “humanidad” al destino de un cuerpo sexuado, al darse de lo humano como hombre o como mujer, por un lado; y por otro a la división de lo humano —consumada a lo largo de la historia— en sujeto y objeto, dominadores y dominados, amos y esclavos.
La escritura poética responde del no-todo (ineludible) de lo humano. Del inacabamiento de lo humano. Y es, en este sentido, un eros encarnado (y un eros de naturaleza utópica), puesto que es la palabra que se sostiene en el lugar de esa escisión.
En esta dirección, el drama de la palabra poética es que en ella retorna eso que en el viviente ha escapado a toda sutura imaginaria y/o simbólica, lo que no ha sido capturado por el Otro (eso que en mí no ha encontrado palabra ni se ha transformado en hablante), y en que retorna, precisamente, como exceso -en el plano de la sensibilidad-, y simultáneamente como falta en el registro del significante. Para eso que retorna, los códigos del Otro no tienen nombre, para lo que en ese momento me desborda no hay imagen...
Y esto hace —tal como yo lo veo— que la operación poética responda a esta tensión justamente en el plano de la promesa: es decir, mediante una reconfiguración significante en la cual algo de lo que ahora me atraviesa se aloja en el lenguaje, se reabsorbe en él (y esto es lo que experimentamos como arrobo en la emoción estética); y algo queda a la vez en suspenso, diferido, circulando como un plus-de-sentido indefinidamente móvil (y esto es lo que en la emoción poética nos trastorna, nos “daña”) por la cadena de los significantes.
Esa desposesión consumada en el discurso poético es justamente la que viene a romper la ecuación lacaniana “discurso=falo”, por medio de un decir que destituye todo significado (y con él toda clausura, toda reificación de la experiencia individual y/o social); y pone en juego inagotablemente —ejecutivamente también— la potencia de una palabra desencadenada, viva: el sentido de la libertad.
Pienso, en suma, que por aquí va la idea de escritura que subyacía/subyace a los “22 dogmas” (aunque no pretendo, ya digo, hablar en nombre del resto de los miembros del grupo).
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Me consta, obviamente, que nada de todo lo dicho os va a quitar el sueño (le hablo ahora a los escaldados por el manifiesto), y que seguiréis escribiendo vuestros cuentos apasionantes sobre lo despeinados que os vuelven los críos de la guardería, lo rica que os sale la paella, y lo mucho que llueve en Donosti, frente a la solanera que cae en Ronda.
Pues nada: cada uno a lo suyo, y que lo disfrutéis con salud.
Afortunadamente, ya digo, hay otras propuestas y otras posiciones dentro del cuento español de hoy, y hay también críticos con el conocimiento y la lucidez suficientes como para hacerse eco de ellas.
Disculpad lo extensísimo de mi intervención.
Y un abrazo ecuménico para todos y todas.
Ángel
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* En la primera foto aparece Marcel Duchamp; en la segunda, de Julian Wasser, 1963, el artista está jugando al ajedrez con la escritora Eve Babitz. Y la tercera es un celebérrimo cuadro de Óscar Domínguez, "La máquina de coser electrosexual", creo que apreciado por Ángel Zapata y presente en su poética.
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