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Tardé en darme cuenta esta mañana. No fue ni al levantarme. Lo primero que hago es coger las gafas de la mesilla de noche y ponérmelas. Ni en la ducha. Me quito las gafas al entrar. Ocurrió en el ascensor de la oficina, cuando me eché mano a la oreja derecha al sentir un ligero picor, y descubrí que no estaba, que me había desaparecido. La oreja. La patilla de las gafas se sostenía en un borde cartilaginoso, un relieve auricular. En el ascensor iban otros dos oficinistas. Me eché mano a los bolsillos como si buscara una llaves en vez de mi oreja y me puse visiblemente nervioso.
-¿Has perdido algo?
-Sí, sí. Pero...
-¿Qué es?
-No, no, ya, están aquí, las llaves.
Los otros dos oficinistas se miraron o yo pienso que se miraron. Un hombre que acaba de perder una oreja se vuelve mucho más inseguro que el que sólo pierde las llaves.
Me senté ladeado hacia la pared y no me moví de allí en todo el día. Pasé una jornada de locos. Cada poco me tocaba y comprobaba que no tenía oreja, sino un relieve con meandros y circunvalaciones, como si fuese el trazado de un circuito automovilístico. A las diez llamé a casa y le pregunté a mi mujer si había encontrado algo tirado en el suelo de nuestro dormitorio.
-No, qué es lo que has perdido.
-El reloj, le dije.
No fui a la cafetería a desayunar.
-Vicentico, te hemos echado de menos.
-Ah, bueno, es que estoy metiendo datos y si lo dejo antes de acabar, puede bloquearse el sistema.
Ana me puso en la mesa un café y un croasán.
-Gracias.
Enrojecí hasta la punta de la única oreja que me quedaba, pero sentí el calor también en la ausente.
En la última comida de Navidad yo le había hecho a Ana algunas confidencias bajo los efectos del alcohol. Desde entonces su presencia me inquietaba. Sobre todo porque no recordaba nada de lo que le había dicho. No quiero volverme loco, me dije. Volví a palparme y noté una vez más el vacío que la oreja extraviada me había dejado en el lateral del rostro. Me atusé el pelo y tiré de él para cubrir ese hueco. Pensé en la piel que las serpientes mudan. Camisa se le llama. Luego imaginé que quizá llevaba ya días sin la oreja, pero que yo no lo había notado hasta esta mañana y que todo el mundo lo sabía. Fueron tantas las ocurrencias extravagantes que acabé aturdido.
Me marché cuando ya todos mis compañeros habían salido. En el ascensor me arrimé a un lateral. Una hermosa mujer rubia. Una imagen que sólo se da en los ascensores de las películas. Entró en el piso noveno y me miró. Mi cabeza estaba rígida como un mármol arcaico. Vista al frente. La mujer comenzó a hablarme, pero yo no quería despegar aquel lado de la cara de la pared del ascensor. Asentí sin mirarla. Un comentario sobre los viajes en ascensor. Llegamos a la planta baja. Me esperé cediéndole el paso. Pero ella no se movió.
-Sal tú, me dijo.
-Yo regreso arriba.
Ahí sí que la miré. Cómo evitar hacerlo.
Era una mujer bellísima, sin nariz.
Miré a las personas que me fuí cruzando por la calle. Rostros anónimos, miradas perdidas o significativas. Hora de volver a casa. Gestos de cansancio. Expresiones agrias, ausentes. Una sonrisa, un guiño entre novios. Lo normal. Pensé, tengo mucho estrés, mucha presión. La cabeza juega este tipo de malas pasadas. Pero cada vez que me llevaba la mano a la oreja de marras, encontraba un relieve que nada tenía que ver con la del otro lado. Oreja oreja. No me preocupa en exceso mi imagen, pero claro, estoy habituado a tener dos orejas. Cómo hace una mujer para ser tan hermosa sin nariz. Porque sin duda lo era. Me dije.
Abrí la puerta de casa y ví la foto de mi boda. Mi esposa y yo jóvenes y sonrientes. Muy guapos. Me adelanté por el pasillo y me encontré en el espejo de enfrente. Giré el rostro para dejar oculto el lado sin oreja. Conservaba aún cierto equilibrio en las líneas del perfil, pero pronto se empezaría a perder por una espita de locura. Todo son alucinaciones tuyas, me dije. Seguro que si giras la cabeza verás ahí tu oreja, tu oreja de siempre. Descansa, relájate. Dije:
-Descanso y luego me miro.
Me llevé la mano de nuevo y no hallé novedad: el relieve sin oreja me resultó desagradable por primera vez en la yema de los dedos, como si su consistencia hubiera empezado a ser gelatinosa.
Me quedé dormido en el sofá y no desperté hasta que mi esposa me llamó para que me fuese a la cama, ya entrada la noche.
-¿Qué?
-Vete a la cama.
Me llevé la mano al lado de la cara. Luego en medio de la oscuridad tuve una ocurrencia inquietante. Palpé el rostro de mi mujer y me fue imposible encontrarle la nariz.
Menos mal que era viernes. Teníamos todo el fin de semana por delante para ir haciéndonos a la idea.
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* Antonio Báez (Antequera, Málaga, 1964) es profesor de Latín y Griego en un instituto de enseñanza secundaria. Acaba de publicar su primer libro de relatos, Mucha suerte (Editorial Narrador.es, Bilbao, 2008), está casado, tiene dos hijos pequeños y mantiene con cierta constancia un blog, Cuentosdebarro.