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"Visión del mundo"
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Las gallinas, encerradas para siempre en su inmutable naturaleza, no pueden ni siquiera atisbar el sentido de lo que hay más allá de su casi nulo entendimiento.
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Tras unos inútiles esfuerzos de sus ancestros para intentar un cambio de situación -que sólo sirvió para verificar la imposibilidad de conseguirlo-, y no pudiendo ir más allá de sí mismas, se refugiaron obstinadamente en su gallinidad, la idealizaron poniéndola en el centro de su mundo, la convirtieron en su verdad más profunda y aceptaron el sacrificio permanente de sus vidas a cambio de la continuidad de esta creencia.
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Su incapacidad de entendimiento las puso en esta penosa situación, pero a la vez las liberó, aciagamente, de advertir que aquella creencia tenida por razón vital no es más, en la tremenda realidad que ignoran, que una simple mecánica alimentaria impuesta por un verdugo desconocido, a quien ellas consideran su protector y al que apenas pueden ver a causa de la poco favorable posición de sus ojos.
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"Daniel Moyano, un escuchador empedernido", por Carmela Greciet
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Si en vez de aquel flequillo infantil Daniel hubiera tenido luenga barba; si en vez de aquella torcedura mínima con que caminaba –parentesco remoto, quizá, con la madrileña cuesta de Moyano-, Daniel se hubiera movido con aire distante y altivo; si en vez de ponérsenos los pantalones de calle sobre los del chandall (dejando asomar sus gomas por bajo los sobrepuestos), hubiera Daniel usado túnica anaranjada; y si en lugar del paraguas de sus desvelos (“Nunca existió en mi vida, y desde que llegué a Uviéu somos inseparables”, comentaba divertido), si en lugar de ese paraguas, digo, hubiese Daniel utilizado bastón de mando, ¿podría haber sido Daniel Moyano un santón? ¿Se habrían arremolinado en torno a La Granja –donde celebraba su taller- madres desesperadas con niños inapetentes, embarazos difíciles, drogodependencias obstinadas, tíaslilas con astenia otoñal, males de amor? ¿Quizá, llegado el caso, sus seguidores, bajo el nombre de los “moyanistas”, se habrían atrincherado en La Granja como único refugio del Arte, expresión de los sueños y deseos de la Humanidad que Daniel esgrimía como contrapartida a la brutal realidad del mundo?
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Obviamente, bromeo. Daniel no era un santón. Quien lo conoció lo sabe.
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Pero cierto es que aquel hombre de flequillo despeinado y caminar como si de continuo pasease, tranquilo y demorándose, por la cuesta de Moyano; aquel hombre de los pantalones sobrepuestos que andaba por Uviéu pegado a su paraguas (“No puedo evitar la sensación de que en realidad es él quien sale a dar un paseo –nos contaba riéndose de sí-, y simplemente le sigo, soy su apoyo y sostén”), aquel hombre, digo, que lograba con sus cuentos –ya tantas veces lo hemos recordado- hipnotizar a todo el que estaba próximo; aquel hombre, insisto, tenía un don especial: Daniel curaba.
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¿Qué curaba? Se preguntarán quienes no lo conocieron.
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Daniel curaba la tristeza, y la tristeza es mal común que afecta no ya sólo a madres desesperadas con niños inapetentes, a tíaslilas asténicas o a adolescentes afectados por males de amor, sino a todo hijo de vecino metido en este ruido mundanal.
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Así que, acercarse a La Granja, era asistir a una fiesta (donde, además, no estaba reservado el derecho de admisión), la fiesta de las palabras, “esas amantes que uno tiene para siempre”, como él las definía en una carta.
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Yo les confieso que me acerqué al taller movida por una curiosidad un tanto escéptica, pues creía, y sigo creyendo, que no existe una fórmula mágica para la escritura; y que esa curiosidad se convirtió en deslumbramiento, no ya sólo por la mencionada capacidad como narrador oral de aquel sudaca –como él se denominaba-, sino porque Daniel era un escuchador empedernido –nobilísima virtud que ya Quevedo ensalzaba en su “Genealogía de los Modorros”, y que es cada vez más escasa.
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Los silencios, por otro lado, y como le ocurría a su personaje Triclinio con el agua de la acequia, le llenaban a Daniel la cabeza de sonidos que después él interpretaba, y aún reinterpretaba, con distintas melodías: Era frecuente oírle contar sus propias versiones de cuentos que antes había ESCUCHADO (y digo escuchado con mayúsculas) en el taller, historias que trataba con el mismo cariño que si fueran suyas.
De Daniel, ¿qué nos queda?
En su cuento “Desde los parques”, el protagonista rememora un traumático episodio de su infancia.
Su tío Juan iba a matar a una perra preñada, porque después nadie quería a los cachorros, sobre todo si eran hembras, y porque, además, aquella perra no tenía, según el tío, “nada de particular”. El niño pensaba que principalmente estaba viva, y de forma desesperada, se hunde en el fondo de su mente, buscando una excusa para salvarla, pero no encuentra qué decir, no encuentra la palabra salvadora. El animal, que parece intuir el sacrificio que le espera, se tumba temblorosa en medio del camino, mostrando sus mamas hinchadas por la gestación, queriendo jugar, demorarse como sea.
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Cuando llegan los tres al descampado, aún la perra lamerá el cañón de la escopeta, antes de que ésta le apunte y suene el estampido. Al cabo, su cuerpo queda tendido como una mancha húmeda sobre la hierba salpicada por esqueletos de caracoles blancos.
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El niño no había sido capaz de evitarle la muerte, de encontrar la palabra que pudiera salvarla.
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Podemos imaginar que ese niño –al que no es difícil ponerle el nombre de Daniel (Danielín, si lo prefieren, diminutivo asturiano con que el escritor se hacía nombrar por su novia eólica en el relato “Tengo una moza en Oviedo”)-, ese niño, digo, habrá pasado el resto de su vida buscando aquella palabra que no pudo encontrar..
Ahora, cuando ya Daniel –que nunca dejó del todo de ser niño- descansa entre caracoles blancos, nosotros, contagiados por su empeño, seguimos aquí, afanados en la búsqueda de esa palabra –La Literatura-, que quizá, ya nos esté salvando, que quizá nos haya de salvar.
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* El microrrelato es de Daniel Moyano, quien en la segunda foto aparece con Adolfo Bioy Casares y en la tercera con el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro.
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* Carmela Greciet (Oviedo, 1963) es licenciada en Literatura por la Universidad de Oviedo. Ha ejercido la docencia durante varios años y ha colaborado con artículos de crítica literaria en algunas publicaciones y revistas, como el suplemento La Esfera del diario El Mundo, Quimera o Clarín. En 1989 obtuvo el premio Asturias joven de cuento, y en 1995 publicó su primer libro de relatos, Descuentos y otros cuentos (Trabe), con el que quedó finalista del Premio Tigre Juan. Ha sido incluida, asimismo, en varias antologías de cuentos y microrrelatos, entre las que se cuentan Pequeñas resistencias (Páginas de Espuma, 2002), de Andrés Neuman, y Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera (Montesinos, 2005), al cuidado de Neus Rotger y Fernando Valls.
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