Sexto. De forma semejante al poema o al cuento, el microrrelato se concibe y gesta como un texto literario, soberano, autónomo, como “un proyecto narrativo específico”, independiente, según ha recordado David Lagmanovich. A nuestros efectos, carece de sentido, por tanto, rastrear la narrativa existente en busca de frases que puedan leerse como posibles microrrelatos intercalados en otros textos de mayores dimensiones. De la misma manera que resultaría empobrecedor leer el teatro de Shakespeare y Oscar Wilde como un compendio de aforismos o frases memorables, o las narraciones de Borges como una miscelánea de sentencias con ribetes filosóficos.
Séptimo. Dada su brevedad extrema, el título adquiere un protagonismo superior que en la mayoría de los géneros literarios, a pesar de que no es infrecuente la carencia de éste, sobre todo en libros unitarios de microrrelatos (como en La sueñera, 1984, de Ana María Shua), o su mera funcionalidad o neutralidad. Quizá por ello el escritor húngaro István Örkény pedía expresamente que prestáramos atención a los títulos de sus textos; y el venezolano Luis Britto García sólo utiliza la vocal a en los títulos de sus libros (Rajatabla, 1970; Abrapalabra, 1980, y Anda nada, 2004). En otros casos, puede ser más largo que el texto (como ocurre en los Cuentos del lejano oeste, 2003, de Luciano G. Egido), o recoge todo el contenido (“El sabor de una media luna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles a la tarde”, reza un título de Luisa Valenzuela, cuyo texto completo es: “Qué bueno”); resulta ser la respuesta o solución a lo que se narra en el breve cuerpo de la pieza (“Los libros, los cigarrillos, tu hijo y sus juguetes, el rostro de tu esposa”, de Pedro Ugarte), o se plantea un diálogo de tú a tú con el texto igualándose en sentido y dimensión, siendo aquél reflejo de éste (Juan Pedro Aparicio: “Luis XIV / Yo”).
Si hasta ahora nadie ha sido capaz de explicarnos cuándo un cuento deja de serlo para convertirse en una novela corta, mucho nos tememos que tampoco estamos en condiciones de decir, a ciencia cierta, a partir de qué dimensión, de qué características estructurales o retóricas, un microrrelato se convierte en un cuento. A nosotros nos gusta decir, con Antonio Fernández Ferrer y Lauro Zavala, que debe caber en una página, para que el lector pueda abarcarlo de un vistazo, obteniendo así una primera impresión espacial y de sentido. Lo que sí puede afirmarse, en fin, es que la extrema brevedad es consecuencia lógica, natural, de una adecuada destilación de su esencia narrativa.
Octavo. Para comenzar un microrrelato suele utilizarse el clásico procedimiento del in media res, aunque no sea infrecuente que la historia comience a relatarse desde el mismo título de la pieza. El desenlace, en cambio, sabemos que puede ser abierto o cerrado, de confirmación o sorpresivo (de revelación), pero lo realmente importante es que sea congruente con lo narrado. Como ocurre con los libros de cuentos, lo ha aclarado Gonzalo Sobejano, los de microrrelatos se organizan, básicamente, mediante dos procedimientos: la yuxtaposición y la coordinación. Este segundo método, más complejo sin duda, por el que las piezas se organizan en función de algún principio (temático, espacial, temporal...), presenta algunas curiosas variantes, y una de ellas puede consistir en la creación de series internas formadas por varias piezas, que deben poder seguir leyéndose como independientes, pero que en su respectivo conjunto adquieren un sentido complementario, una nueva y distinta dimensión (según ocurre, por ejemplo, en libros de José María Merino y Pedro Ugarte).
Noveno. El microrrelato es un género en busca de su propia tradición, por lo que todavía se halla en fase de descubrimiento y construcción de su historia. Y ya sabemos que la trayectoria de un género debe entenderse como un proceso de continuidades y cambios a lo largo del tiempo. Apoyarse en la tradición supone siempre ir hacia delante, encontrar nuevos resquicios, dar un paso más. No en vano, la familiaridad con el pasado sólo debe concebirse como una manera de avanzar hacia lo desconocido, rastreando lo nuevo.
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A la luz de las teorías recientes, hoy podemos leer textos narrativos breves del pasado, difíciles de encasillar (se les llamaba poemas en prosa, historias, viñetas, fábulas, caprichos...), como microrrelatos. En Hispanoamérica, sobre todo en México (Julio Torri, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Edmundo Valadés, Guillermo Samperio...) y Argentina (Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Marco Denevi, Luisa Valenzuela, Ana María Shua...), sin olvidar Venezuela (José Antonio Ramos Sucre) ni Cuba (Virgilio Piñera), ha habido un desarrollo mayor, práctico y teórico, una conciencia mucho más acentuada de la singularidad del género. Aunque en España, desde Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna, tampoco han faltado narradores que se ocuparan de él (Lorca, Max Aub, Francisco Ayala, Ana María Matute o Ignacio Aldecoa), acaso haya sido durante estas tres últimas décadas (Antonio F. Molina, Javier Tomeo, Rafael Pérez Estrada, José Jiménez Lozano, Luis Mateo Díez, José María Merino, Pedro Ugarte, Hipólito G. Navarro y Julia Otxoa) cuando se ha empezado a escribir con plena conciencia acerca de las novedades que aportaba el microrrelato a la prosa narrativa breve. Y a pesar de todo, no podemos contentarnos con el conocimiento, todavía parcial, de la tradición hispana.
Alberto García-Alix, "Érase una vez París", 2003
Más grave aún nos parece el desconocimiento casi absoluto que tenemos del cultivo del género en otras lenguas y países, con la única excepción quizá de Estados Unidos. Hasta ahora, no hemos dejado de dar vueltas siempre alrededor de unos pocos nombres, aunque sean tan relevantes como los de Kafka, Samuel Beckett, el norteamericano Frederic Brown, el austriaco Alfred Polgar, los `cuentos de un minuto´ de István Örkény, el argentino J.R. Wilcock, quien escribió gran parte de su obra en italiano, el catalán Pere Calders, Giorgio Manganelli, el polaco Slawomir Mrozek..., sin que sepamos todavía, a ciencia cierta, qué hilazón posible existe entre ellos, o las razones que los hayan podido llevar a practicar esta modalidad narrativa.
Décimo. El microrrelato, por su propia naturaleza (nos referimos ahora a la tensión que se genera entre la voluntad de expresarse y una imprescindible concisión e intensidad extremas), necesita ir más allá, trascender lo anecdótico, traspasar sus propias hechuras, profundizando en el sentido que aparece levemente aludido y que sólo puede desentrañarse con la participación activa del lector, una experiencia que se repite en algunos otros géneros. Heine confesaba que ese esfuerzo precisa de tiempo: “no he sido breve porque no tuve tiempo”. Podría decirse, por tanto, que el esfuerzo que desarrolla el escritor queda compensado por el que despliega el lector, por la satisfacción que ambos obtienen. Si Julio Cortázar denominó al cuento “caracol del lenguaje”, podría tacharse al microrrelato de “caracol de la narración”. O de “sonrisa sin gato”, como hizo Anderson Imbert, recordando al personaje de Lewis Carrol en Alicia en el país de las maravillas.
A pesar de ser un tipo de textos que suscita cada vez más interés, los autores de microrrelatos siguen buscando sus propios lectores, que sólo pueden ser aquellos más exigentes, con capacidad crítica y sentido del humor, amantes de la interpretación; lectores cultos, en suma, dispuestos a adoptar una actitud nueva y distinta ante la ficción. Con todo, no debería olvidarse lo que Monterroso escribiera en su decálogo: “Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que, en el fondo, es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea: pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él”. Como toda literatura exigente, sea en el formato que sea, genéricamente pura o híbrida, los mejores microrrelatos no acaban de leerse nunca, ya que necesitan ser releídos una y otra vez.
Alerta y conclusión. Borges nos previno contra la charlatanería de lo breve, pero no pudo advertirnos contra aquellos otros textos llamados hoy ultracortos o hiperbreves (se componen apenas de una o dos líneas). Aunque no siempre sean ocurrencias, claro está, tienden -más a menudo de lo que sería deseable- a ser simples alardes de ingenio. Y eso que el escritor argentino no tuvo que sufrir ni los denominados microrrelatos de Verano, ni los de Navidad, literatura de encargo en auge, parece ser que sólo en España, mercenaria donde la haya, con frecuencia sólo cultivada –se nota que con una cierta desgana- por aquellos autores menos familiarizados con el género.
A ustedes, lectores, se les debe de haber ocurrido infinidad de réplicas, contrapropuestas y rectificaciones varias. A todos, sin duda, nos asaltan con frecuencia las dudas. Juan José Millás nos ha prevenido, asimismo, contra todos aquellos decálogos a los que le sobran diez puntos... Y no obstante, para concluir, les pediríamos que tuvieran en cuenta que con estos tanteos sólo hemos pretendido llamar la atención sobre algunos principios mínimos que, al menos, no debieran olvidarse. También nos gustaría dejar claro que no nos dirigimos a los autores, quienes deben escribir como se les antoje, aunque a veces sólo consigan hacerlo como buenamente pueden, además de denominar sus textos como mejor les parezca. El profesor y crítico literario José María Pozuelo, analizando las aportaciones de Claudio Guillén al estudio de los géneros literarios, ha recordado que los sistemas de géneros son órdenes mentales y no realidades o actos, pues el acto es siempre obra del escritor. Tampoco destinamos estas líneas a los críticos, cuya función no debería consistir nunca en constreñir la ficción, sino en explicarla y valorarla, ni siquiera a los historiadores de la literatura; sólo nos dirigimos a los lectores más exigentes, como suelen hacer los escritores que preferimos.
Siempre hemos desconfiado de la contundencia de los decálogos, aunque a veces hayamos admirado la capacidad de síntesis que atesoran y lo que tienen de juego, de apuesta lúdica. Por lo mismo, acaso también deberían recelar de las filosofías de la composición, a menos que estén escritas por el mismísimo E. A. Poe. Lo cierto es que lo único verdaderamente fiable es cuanto nos sugieren los textos literarios. La literatura se oxigena mediante constantes desafíos. En los géneros literarios conviven todas aquellas tensiones que se producen entre las normas que acarrea la tradición y las aportaciones propias del escritor, entre lo permanente y lo novedoso. Así pues, en el presente decálogo hemos pretendido llamar la atención sobre uno de los fenómenos literarios más sugestivos de estas últimas décadas, precisamente en vías de constituir una nueva forma literaria, aunque quizá todavía no haya logrado su configuración definitiva, plena. Como, pese a todo, algún nombre atractivo y razonable había que darle, hemos preferido llamarlo microrrelato. Si algo le debemos los lectores al género, amén de numerosos textos de la mejor calidad literaria, es haber propiciado una reflexión y un debate sobre otras posibilidades distintas del relato, sobre los límites de la narración. Vale.
* La primera y la última foto son de Katia Legendre.