jueves, 28 de octubre de 2010

Bogotá, y 2

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Pero todos estos inconvenientes, aun siendo de gran calibre, quedaron en parte paliados por la amabilidad y la exquisita educación exhibida en todo momento por los bogotanos, aun cuando entre sus virtudes tampoco se cuente la puntualidad, así como por las espléndidas casas coloniales de La Candelaria, con sus rotundos balcones y vistosos colores, y sus frescos y luminosos patios interiores, donde la naturaleza se muestra en todo su esplendor, en árboles, fuentes y macetas. Si a todo ello le añadimos las cúpulas de sus iglesias y las inesperadas y bellas perspectivas, al este con los cerros de Monserrate y Guadalupe, y al sur con la plaza Bolívar, que surgen casi en cada esquina, subiendo o bajando las calles del barrio, el gozo está asegurado.





Así, dentro de este espacio inmenso que comprende la excelente librería Lerner, el Parque de los Periodistas, con la Academia Colombiana de la Lengua y el Templete del Libertador, de un lado; el convento de Santa Clara, situado en el vértice opuesto de ese gran tablero de juego que resulta la plaza Bolívar, del otro; y la Iglesia de la Candelaria, de un amarillo puro, en tercer lugar, es fácil apreciar las dimensiones de un teatro en el que, durante muchos siglos, debió de transcurrir –no me atrevo a afirmar que con cierta placidez- la vida repentinamente bulliciosa de esta ciudad atrabiliaria.
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En medio de este territorio, una milla de oro comparable con las de Chicago y Madrid, se encuentra también el Centro Cultural García Márquez, obra poco afortunada del arquitecto Salmona, con la bien nutrida librería del FCE, la excelente biblioteca Luis Ángel Arango y el conjunto de museos patrocinados por el Banco de la República: la Casa de Moneda, el dedicado a Fernando Botero, el Numismático y la Colección Permanente de Arte, todos ellos en la calle 13. En este último, no sólo pueden verse algunas de las más representativas obras del pintor y afamado escultor colombiano, sino también la que fue su extraordinaria colección de arte moderno, con cuadros nada menos que de Degás, Klimt, Monet, Picasso, Dalí, Miró, Tàpies y Barceló, entre otros muchos pintores capitales del siglo XX.


Este viejo barrio de La Candelaria está lleno de universidades privadas, algunas de ellas son conocidas como universidades de garaje, por su modesta concepción, de ahí que las calles aparezcan copadas por los jóvenes estudiantes que salen y entran de las aulas, o suben y bajan las empinadas cuestas del barrio para dirigirse a la vecina Universidad de los Andes, situada junto a la Quinta de Bolívar, en las estribaciones del cerro de Monserrate.


La comida tiende a lo tradicional y es para estómagos resistentes. Empiezan desayunando huevos revueltos, si son pericos (un perico es también un cortado) llevan tomate y cebolla, y comen platos tan contundentes como el sancocho (guiso de carne, verduras, yuca y maíz), la bandeja paisa (carne, embutido, frijoles, arepas, huevos fritos…) o el ajiaco (un potaje con patata, pollo, maíz y alcaparras, que admite numerosas variantes). El más rico, de los que probé, nos lo sirvieron en casa de mi amigo Jorge Rojas, aun cuando los de algunos pequeños restaurantes de La Candelaria se anuncien como entre los mejores del país. Pero yo disfruté, sobre todo, con el pescado fresco, con la mojarra (la guarnición con que lo sirven suele consistir en un rico arroz de coco y los insípidos patacones, plátano verde machacado y frito), la aguapanela (azúcar de caña sin refinar cocida con agua hirviendo y un chorro de limón) y los exquisitos jugos (zumos) de lulo (parecido al caqui) o guanábana, por sólo citar los más exóticos para un europeo, que se presentan en dos formas posibles, en leche o en agua.

El colombiano se debate entre el optimismo (“De no ser por la violencia y las drogas, Colombia sería un paraíso”, se oye decir) y el pesimismo más descarnado que ha llevado a muchos de sus hijos más ilustres, y a algunas de sus promesas más jóvenes, a vivir fuera del país. En ese caso concreto se encuentran, sin ir más lejos, García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Botero, o el librero Antonio Ramírez y el joven escritor Juan Gabriel Vásquez. La corrupción y la impericia en la gestión de sus gobernantes no parece haber mitigado el patriotismo de los colombianos, aspecto este en el que no les van a la zaga del resto de los países hispanoamericanos. Así, el rascacielos más alto de la ciudad se llama Colpatria y por las noches se ilumina -yo lo observaba admirado desde mi habitación, en el piso 15 del hotel, situado en la calle 19-, con los colores de la bandera colombiana: azul, amarillo y rojo, adoptada en 1861. En la simbología oficial, el azul representa el mar, el amarillo la tierra, y el rojo la sangre derramada por los patriotas. Los cínicos, nunca faltan, creen que sería mucho más apropiado que la bandera luciera los colores amarillo, marrón y blanco, por el oro (se olvidan de las bananas), el café y la cocaína (Colombia es el mayor proveedor mundial), los tres productos con los que suele asociarse al país. Pero, ¿y el verde esmeralda? A mí, el azul me recuerda sus impresionantes cielos, aunque en ocasiones tiendan al grisáceo; el amarillo sus fachadas y frutas; y el rojo el valor que deben de mostrar a diario para sobrevivir los más desfavorecidos por la fortuna, en unas condiciones tan adversas en esta ciudad no menos dantesca que fascinante.
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* Las fotos son de Gemma Pellicer.

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