martes, 26 de octubre de 2010

Bogotá, entre cáncer y capricornio, 1


Todas las ciudades se componen de diversos estratos, de diferentes e incluso opuestos lugares que se complementan y matizan hasta formar un todo más o menos singular. Pero hasta ahora en ninguna, como en Bogotá, había observado contrastes tan acentuados. Por un lado, al norte, se encuentra la ciudad moderna y cosmopolita, la de los negocios, el dinero y la vida burguesa, las tiendas elegantes, los bancos y los buenos restaurantes, entre las llamadas Zona Rosa, Zona T y Zona G; mientras que, por el otro, el casco antiguo, formado por el barrio colonial de La Candelaria y sus alrededores, aun cuando albergue los centros del poder político alrededor de la Plaza de Bolívar, junto con los restaurantes tradicionales y las principales instituciones culturales (museos, bibliotecas, teatros y buenas librerías), padece el tráfico agobiante, la contaminación insoportable y un ruido que solo cesa con las primeras luces del amanecer. De hecho, parecen dos ciudades completamente distintas, donde la primera, la financiera, se ha olvidado definitiva y alegremente de la segunda, la antigua Santa Fe de Bogotá. Si Sebastián Salazar Bondy tachó a Lima de horrible y Vila-Matas consideró a Barcelona una ciudad nerviosa, a la capital de Colombia podríamos definirla como caótica. En efecto, en la ciudad moderna y cuidada habita la clase media alta, y la mayor parte de la gente pudiente de Bogotá, mientras que los visitantes se concentran alrededor del descuidado casco antiguo, donde impera el desorden y la improvisación. Eso sí, ambas parecen estar a los mismos 2600 metros de altitud.



Al viajero que se instala en la parte antigua de la ciudad, lo primero que le llama la atención es el tráfico infernal, la contaminación -de hecho, no es raro ver a gente con mascarillas para paliarla-, además de las obras que uno teme que serán eternas, con la construcción a lo largo de toda la ciudad, hasta el colapso de la misma, de los carriles para el autobús Transmilenio, a falta de una red de metro que desplace a sus siete millones de habitantes; y el incesante ruido de músicas y altavoces que surge de aquí y de allá, de los comercios, así como de los vendedores ambulantes y los cláxones de los vehículos. Tampoco resulta fácil transitar por las aceras, no sólo por la estrechez y mal estado general que presentan, sino también por el elevado número de individuos que se concentra en las vías principales de la ciudad, o por la ingente cantidad de vendedores ambulantes que ofrecen toda clase de mercancías, más inútiles que útiles, libros incluidos: ¡el libro de Ingrid! ¡el libro de Ingrid!


También sorprende que los amables bogotanos, una vez al volante, se conviertan de golpe y porrazo en unos seres agresivos cuyo principal objetivo consiste en llegar lo antes posible a su destino, que nunca alcanzarán pronto, para lo cual torean las señales de tráfico, meten el morro del vehículo siempre que pueden, y manejan el coche con una temeridad que pone literalmente los pelos de punta… Así las cosas, los reyes del tráfico son los propios taxistas, con sus inconfundibles coches amarillos de origen coreano y sus vallenatos a todo volumen, junto a las viejísimas busetas (microbuses) que circulan en un número incalculable, soltando humos y generando constantes trancones (atascos). Algunos taxistas cometen el abuso de dejarte donde mejor les parece... En una ocasión, quisimos ir al espectacular Museo del Oro (no menos conocido en la ciudad que el Museo del Prado en Madrid), pero acabamos frente al Planetario y la Plaza de Toros, mientras mi taxista, poniendo cara de no haber roto un plato en su vida, afirmaba que no sabía dónde estaba el museo... A mi pregunta de por qué había aceptado en tal caso llevarme, me contestó encogiéndose de hombros. En fin.


Cuando a media tarde la gente sale de sus trabajos y empieza a anochecer, las calles se inundan de transeúntes en un bulle bulle incesante, el ruido crece y empiezan a dispararse alarmas de no se sabe dónde, mientras la gente se llama a gritos, y las músicas, a todo volumen, salen de los distintos locales comerciales, y la ciudad se inunda de los olores de los infinitos y modestísimos puestos ambulantes que expenden comida, desde pinchos morunos a arepas (pan de maíz en forma circular asado a la parrilla) o empanadillas de diversas procedencias: colombianas, chilenas y argentinas. Bogotá debe de ser, sin duda, una de las ciudades más ruidosas e inhóspitas del mundo entero (Continuará).

* Las fotos son de Gemma Pellicer.

6 comentarios:

carmen peire dijo...

Una descripción que podría encajar en cualquier ciudad latinoamericana. En concreto, me evoca a Caracas, donde nací, no sólo por la descripción de la parte moderna y cosmolita, también por el barrio colonial de la Candelaria, idéntico nombre en Caracas, la Plaza de Bolívar (en Caracas Avenida). Color, ruido, música, bullicio...Adjetivos y situaciones extensibles a Río, Bahía, México D.F... ¿Ciudades inhóspitas? No sé, amigo Fernando, yo diría ciudades éspecíficamente latinoamericanas...
Besos y gracias por evocarme a la infancia.

Esteban Dublín dijo...

Y eso, estimado Fernando, que te faltó conocer la tercera Bogotá, esa marginada que ni siquiera los censos dan a conocer. De los siete que nombras, faltan cuatro millones más, repartidos entre Ciudad Bolívar, Ciudad Kennedy, El Tintal y otros barrios, conocidos como 'invasión'. Ruidoso es poco adjetivo para lo que se escucha en esta ciudad e inhóspita es mucho menos, comparado con los truhanes que se disputan el primer lugar entre taxistas, busetetos y ladrones.

En todo caso, bienvenido de vuelta cuando quieras.

Miguel A. Zapata dijo...

Espero que Cartagena de Indias haya sido un remanso. Lo bueno es que Berlín, al regresar, será un Parnaso über alles.

Fernando Valls dijo...

Miguel Ángel, a Cartagena de Indias espero dedicarle otra entrada. Saludos.

Anónimo dijo...

Y a pesar de la última frase, qué ganas entran de ir...
Saludos y envidia,

Susana Camps

Juan Romagnoli dijo...

Muy buena descripción, Fernando; compartimos el congreso y puedo dar fe de lo que cuentas (excelentes las fotos de Gemma). Luego, pasé unos días en San Andrés y es otra cosa, claro: el paraíso caribeño. Abrazo.