martes, 21 de julio de 2015

`Estaciones de paso´, 1, de Ricardo Alamo

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Dice Lobo Antunes que la literatura no se enseña pero se aprende. Tal vez. Para casi todas las cuestiones importantes de la vida podría aplicarse esta sentencia. O no. Que un escritor pondere algo viene a ser tanto como que otro escritor le enmiende la plana afirmando lo contrario. Así lo pensaba Augusto Monterroso cuando dejó escrito que  "los escritores no siempre se alegran mucho de ver elogiados a sus colegas. Lo contrario suele ser lo común". Lucha por la existencia, lucha por ganar las páginas de los libros de historia de la literatura. O por figurar en un lugar destacado en los salones de la sociedad literaria. En esto último, los verdaderamente grandes fueron los moralistas franceses del dieciocho. Ahí estaban Joubert ("un gran número de libros hace perder el gusto de leerlos y mata el placer"), La Rochefoucauld ("a menudo perdonamos a quienes nos aburren, pero no podemos perdonar a quienes nosotros aburrimos"), Voltaire ("sólo los idiotas no se contradicen tres o cuatro veces al día").
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En resumen, nada del todo rotundo podemos aprender de algo que en realidad no pude enseñarse. Pensar lo contrario sería pasar por ingenuo. ¿O es que a estas alturas hay alguien convencido de que leyendo se aprende a vivir? "La literatura y la vida guardan a veces la misma relación que el interruptor y la vida; es decir, que oprimes la vida y se enciende la literatura" (Juan José Millás).
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¿Por qué se lee entonces? O mejor aún, ¿por qué se escribe? En puridad deberían ser los propios escritores quienes nos contestasen con absoluta rotundidad, pero ya sabemos que la gama de respuestas es infinita. Tolstoi decía que su objetivo era la gloria literaria; Roberto Bolaño afirmaba que escribía para no gustar; y Cervantes aseguraba que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. Los motivos de la escritura son, pues, inescrutables, como los de la vida. De manera que escribir, leer, seguirá siendo un misterio más por descifrar, como vivir. Hay quien, como Juan Bonilla, apunta una posibilidad más a la hora de intentar entender las razones de escribir. Tal vez de todas las que he leído es la más desconcertante y a la vez la más literaria, porque según él los libros no se escriben para ser leídos sino para que ellos nos lean a nosotros, y, mientras los leemos, los libros nos escriben y nos convierten en personajes suyos, alimentando nuestra biografía, porque un libro importante no se conforma con ser una lectura sino que logra alzarse a la condición de suceso biográfico y entra, así, a formar parte de nosotros mismos como un episodio más de nuestra existencia. Leer sería, entonces, una comunión entre la ficción y la realidad. Y entrar en las páginas de un libro equivaldría a entrar en los rincones desconocidos de uno mismo.
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"Cualquier relato, el menor relato, modifica la vida" (Arcadi Espada). He aquí, en fin, el mejor modo de reivindicar la lectura. Si no sabemos para qué se escribe, al menos nos queda el consuelo de esperar contentarnos con leer para dejar de ser quienes creemos que somos y ser, paradójicamente, pura literatura. Abramos, pues, las páginas de un buen libro para que sea él quien nos lea. Quizá nos acabe diciendo lo que nosotros mismos nos decimos a diario. O quizá no. Todo es posible.
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El cansancio –físico y mental- es ese estado de sitio que irrumpe de pronto, un amanecer cualquiera, para acabar con los excesos y las disipaciones a que sometemos al cuerpo con el tabaco, la ausencia de ejercicio físico y algunas dosis de vida burguesa. El cansancio es un estado de sitio que como todos los estados de sitio sólo pretende durar el tiempo necesario –provisional- para restaurar la condición perdida del cuerpo. Una vez logrado su propósito –apartarnos del tabaco, la rutina y la dejadez- desaparece. El cuerpo entonces puede hacerse otra vez republicano, que es la forma primera para volverse anárquico, que a su vez es la forma indirecta para hacerlo autoritario, ordenado, golpista…
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* Estaciones de paso, de Ricardo Álamo, ha aparecido en la colección Los libros del estraperlo, de la Editorial Crecida, de Ayamonte (Huelva).
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3 comentarios:

Aitor Suárez dijo...

Se lee porque se encuentra placer en la lectura (a menos que te obliguen a ello). Literatura es, pues, todo lo que se lee con placer.

A fin de cuentas, es por lo mismo que se va al cine o se realiza cualquier otra actividad cultural o artística. Porque se encuentra placer en ello.

También es cierto que lo que para unos es placentero, para otros puede ser indiferente o incluso enojoso. Cuestión de gustos. Ya dice el refrán que "a algunos apetece lo que otros aborrecen".

Esto último explica que haya tantas clases de literatura, o de géneros y estilos literarios: obras intimistas, descriptivas, poéticas o líricas, narrativas, ensayistas, etc.

Fernando Valls dijo...

Aitor, me temo que te has equivocado de entrada, pero...
Hombre, literatura no es todo lo que se lee con placer, porque yo suelo leer con placer las entrevistas, algunas noticias, reportajes, libros de Historia, biografías, anuncios e incluso ensayos sobre literatura, y no creo que sean literatura, la verdad.
Saludos y gracias por tus intervenciones, aunque no siempre estemos de acuerdo.

Ricardo Álamo dijo...

Creo que Nabokov, por boca de Humbert Humbert, en Lolita,recela de la función esteticista de cierta clase de lecturas, de esas que no van más allá de la recreación en lo banal. Hay libros que no son fáciles de leer, que nos dan bocados por unas u otras razones (estilo, lenguaje, estructura, etc.), libros que están planteados como un combate en el que el lector sale malherido y,sin embargo, son libros necesarios porque -igual que en la vida- no todo es placer...