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LA  OTRA  CARA  DE  LA  MONEDA
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Escribir
 puede entrañar una suerte de ritual autorregulado cuando las palabras 
modelan ritmos y tonalidades propias en
un proceso que se despliega de forma fluida, continua, consistente, con 
una gracia singular que pareciera alimentarse a sí misma, o mediante  
una sostenida intensidad que sugiere absoluto control del lenguaje y de 
las ideas, aunque sean estos los que en realidad
vayan llevando de la mano a las secuencias del texto en los mejores 
momentos de su plasmación. 
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Lo
 contrario es cuando la creatividad avanza lentamente o a trancos porque
 la inspiración, dispersa o inexistente en un momento dado, hace 
decrecer la continuidad de la escritura o incluso,
a ratos, se estanca haciendo al autor perder la más elemental armonía 
interna y, como consecuencia, su sentido de dirección. En este punto, 
doy por sentado que eso que ha dado en llamarse “inspiración”
en verdad existe, por más que no resulte fácil examinar con absoluta 
verosimilitud su procedencia ni mucho menos la fiabilidad de sus 
constantes. 
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Así,
 en una suerte de acto de fe, simplemente sabemos que existe no sólo 
porque la sentimos actuar sino debido a que vemos sus resultados y, como
 un hecho intelectual o artísticamente
palpable, lo aceptamos. Es decir, independientemente de explicaciones 
sicologistas o sociológicamente orientadas, en los artistas –y todo 
auténtico escritor lo es— ocurre este fenómeno misterioso o enigmático 
de a menudo poder gozar de fuentes imprevisibles
de afortunada incentivación que les permiten expresarse mediante 
determinadas rachas o accesos inescrutables de ocurrencias creativas 
que, en casos extremos, pueden lindar incluso en la genialidad.
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De
 ambas circunstancias está hecha la manera en que la creación literaria 
articula su modo muy particular de expresarse, según el estilo y las 
necesidades muy particulares de cada escritor.
Hablo, por supuesto, de autores que no son novatos: de los que ya tienen
 cierta experiencia creando textos literarios. Escritores cuyo proceder 
les viene de un genuino talento que no se les oculta, y cuyas metas 
pueden o no estar claras desde el inicio pero
que siempre toman muy en serio su irrenunciable gusto por la escritura y
 un impostergable deseo de auscultar las entretelas del mundo y, sin 
duda, de indagarse a sí mismos. 
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Para
 este tipo de escritor, no hay oscuridad ni territorios vedados que 
valgan: todo lo cuestionan, lo transgreden, lo investigan, lo 
documentan, lo digieren y terminan transformando
en la materia prima de obras que podrían resultar memorables sabiéndolas
 articular de forma original, diferente, llámense novelas, cuentos, 
obras teatrales, poemas o ensayos. La experiencia más nimia, la más 
trivial, la más efímera o la más mundana o vulgar
puede saltar de su opacidad, de su aparente intrascendencia, para formar
 parte de un todo más integrado, más completo, menos invisible para el 
común de las gentes: para convertirse en vivencia encarnada, hálito 
vital que trasciende su anterior invisibilidad
coyuntural hasta crecerse haciéndose fuerte como parte significativa  de
 la vida.
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Pero
 resulta que también ocurren períodos, largos o cortos, a veces 
permanentes, en los que el escritor se topa con una estrujante 
esterilidad literaria que lo mantiene seco, inhóspito
consigo mismo y con la vida, de tal manera que le resulta imposible 
producir. En tales circunstancias, carente de creatividad, no hay manera
 de irrigar el páramo de esa sequía, y lo invade una frustrante 
sensación de desasosiego y a veces de rabia. Ocurre entonces
que o no escribe en absoluto, o lo que escribe es malo, torpe, 
repetitivo y peligrosamente inapetente, y lo sabe. Y como consecuencia 
nace una inclinación a la inercia o, peor todavía, un deseo abierto o 
solapado hacia la autodestrucción. 
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También
 sucede la variante de que quien escribe con cierta asiduidad, 
satisfecho o no de su producción literaria, siendo una persona 
responsable y por tanto muy exigente consigo mismo,
en algún momento se pregunta qué sentido tiene hacerlo. Se lo pregunta 
genuinamente, dudando del sentido profundo de escribir, llegando incluso
 no pocas veces a restarle valor, sentido. En tales casos, no es 
infrecuente que lo que produce le parezca de poco
o nulo valor. Y esa sensación de creciente incertidumbre puede llegar a 
convertirse en un auténtico fastidio existencial que frena toda 
creatividad y drena sus reservas espirituales hasta límites francamente 
castrantes.
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Se
 trata, pues, en un caso u otro, de la otra cara de la moneda; esa en 
que no sólo no hay fluidez literaria alguna como parte de un proceso 
nulo de creatividad en marcha, sino que la
escritura misma, al no producirse ya, termina muriendo en su cuna. O 
incluso antes, en el alma misma del creador, al no poder ser fecundada 
por su ya desfalleciente deseo de superación, por la pérdida total de su
 identidad de escritor. 
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Muchos
 son los creadores que, en tales circunstancias, se dan por vencidos, 
dejan por completo de escribir y, a veces, hasta pueden terminar 
suicidándose. Y es que en ellos vida y creación
literaria no pueden separarse: son una misma honda, sinuosa vivencia. 
Una vivencia tan entrañable y única e intransferible que, al anularse el
 entusiasmo y la fecundidad, ya no tiene razón de existir.
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Panamá, 22 de marzo de 2015
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* El cuadro es de Wifredo Lam.
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