sábado, 10 de noviembre de 2012

`Tantas lágrimas...´, novela de Alfons Cervera

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El caso de Alfons Cervera resulta peculiar en la historia reciente de la narrativa española, pues sus libros, hasta donde yo sé, han tenido más aceptación en Francia, tanto del público lector normal, como del escolar, que en su propio país. E incluso su mejor estudioso y valedor es un profesor francés, Georges Tyras, quien le ha dedicado a su obra un estudio excelente. Se trata de un ejemplo semejante al de Rafael Chirbes, aunque el éxito de éste se haya producido, en cambio, en Alemania.  
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Esta nueva novela de Alfons Cervera (Tantas lágrimas han corrido desde entonces, Montesinos, Barcelona, 2012), cuyo título proviene de un verso de Edmond Jabès que se recuerda en el epílogo, trata de la emigración política y económica de ayer y de hoy, del desarraigo, pero sobre todo de cómo se construyen los recuerdos y se articula la memoria. La narración repasa algunos de los avatares de la historia de nuestro país, quiénes fuimos y somos, y por qué no deberíamos olvidarlo. 
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La acción trascurre a lo largo de 24 horas, el día del entierro de Teresa, la madre de Alfons, uno de los personajes aludidos en la novela, cuya muerte había contado el autor en Esas vidas, su anterior libro. Ese día los personajes se reencuentran en Los Yesares, un pueblo de Valencia, no menos real que inventado, el cual sufrió dos graves movimientos migratorios a la localidad francesa de Orange, cercana a Avignon. El primero, político, tras la guerra civil, y el segundo,  económico (para poder comer, según se repite en el relato), durante los años sesenta, si es que puede separarse lo político de lo económico.
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Así, la narración se nos presenta como si los hilos de distintos colores y carretes se hubieran mezclado, entrelazándose, y el lector tuviera que separarlos y reordenarlos para que de nuevo adquieran sentido, para poder entender la historia. La acción transcurre, por tanto, a caballo entre los recuerdos del pasado y el presente, en Los Yesares y Orange; la Agrícola y la casa de la difunta; el Café des Glaces (puede verse en la cubierta del libro) y la casa junto al Canal, en Orange, donde habitaba el narrador. Pero Cervera, en cierta forma, necesita inventarse la historia, la memoria, para desentrañar esa embrollada madeja que son las vivencias, compuesta por lo que sabemos a ciencia cierta, aquello que intuimos, y cuanto desconocemos e imaginamos, y todo ello para darle sentido a la existencia, para alcanzar las verdades verdaderas, como las denominó Juan Marsé.
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El relato se estructura en 47 breves capítulos y un epílogo compuesto solo por dos citas, que se añaden a las cinco que aparecen al inicio. Todas ellas apuntan al sentido último del relato. Los capítulos se caracterizan por su brevedad, los más largos apenas tienen tres páginas, mientras que el más breve se compone de un par de líneas; concisión exigida por la manera de contar la historia, pues esa voz que rompe con la concepción tradicional del tiempo y el espacio, mientras que el narrador se la va cediendo a otros personajes, resultaría insostenible a lo largo de más páginas, ni tampoco grata para el lector.
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La novela está narrada en primera persona por un emigrante español afincado en Francia, cuyos padres se ganaron la vida en la vendimia y trabajando en las fábricas del lugar. Lo curioso es que Cervera se valga de un guionista de documentales, y no de un novelista, para reflexionar sobre la escritura y el relato del pasado. Pero quizá dicha elección le proporcione una perspectiva distinta y más amplia. No en vano, aunque los lenguajes que manejen sean distintos, el tratamiento que ambos le dan a la realidad posee puntos en común y puede resultar complementario. Sea como fuere, el caso es que en esta novela podría decirse que el autor, ese Alfons que asoma al fondo del relato en unas pocas ocasiones, se desdobla en un guionista, quien tras emigrar de niño, se ha quedado en Francia para siempre. Pero ahora lo encontramos en su pueblo natal, junto a Marie-Pierre, su pareja, mientras va cediéndole la voz a otros muchos personajes, hasta convertir el relato en una novela coral en la que a veces se echa mano de un pasado estrictamente particular, mientras que en otras ocasiones se rememoran vivencias comunes, tales como la muerte de Teresa, que parece poner en marcha los recuerdos de todos ellos. Así, conocemos amores y muertes, algunos miedos y sueños frustrados, las depuraciones de la postguerra, ciertos episodios del maquis, los naturales matrimonios mixtos, además de la sensación de extrañamiento, de no pertenecer ya a ningún sitio, que suele tener el emigrante. Pero, sobre todo, adquieren protagonismo los encuentros en el café de Émile, en Orange, y la presencia de aquella misteriosa mujer, Antonella, que parece hecha con la materia de los sueños de celuloide, y a quien solo oímos hablar para defender a Mohamed de la falsa acusación de asesinato con que lo acosan los gendarmes.
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Una foto que nos recuerda de forma recurrente, como un leit motiv; las canciones de una vida; fragmentos de historias; recortes de periódico y cartas son los materiales con los que el narrador reconstruye un mundo de gentes sencillas, auténticos protagonistas de la historia, aunque sea la que no suele aparecer en los libros, para decirnos que los años pasan pero que los fenómenos sociales se repiten, pues el lugar que un día ocuparon los emigrantes españoles, griegos o portugueses, lo ocupan hoy árabes y africanos, quienes llevan a cabo el trabajo que no desean realizar los habitantes de la zona. Todos son, al fin y a la postre, uno y el mismo, pues reciben semejante maltrato de quienes deberían acogerlos con respeto. Pero lo que más avergüenza recordar, ya se hace en la novela, es que Orange, un enclave de emigración, ha acabado siendo gobernada por la extrema derecha.
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Es probable que todo cuanto relata Alfons Cervera sea sabido por algunos lectores, aunque muchos más lo ignoren, lo hayan olvidado, o les dé exactamente igual; por eso –insistía André Gide- determinadas cosas deben seguir repitiéndose una y otra vez. Me refiero a ideas como que la guerra civil la perdimos todos, cuando es más cierto que hubo algunos que la ganaron y le sacaron un gran provecho a la Victoria (pp. 25 y 53).
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Y aunque esta novela esté compuesta con materiales semejantes a los que durante los años sesenta utilizaba la denominada literatura social, o comprometida, en esta ocasión el relato aparece articulado de una manera más compleja, menos tosca, trufada de citas literarias, sin moralina, pero con las voces y testimonios de los que perdieron la guerra, la militar y la económica. De modo que, si algo ha entendido bien el autor, es que el ayer es siempre, y por tanto también es hoy, pues los desarraigos resultan equivalentes, y como sabemos con mayor claridad que nunca, la ficción representa el último recurso de la memoria.
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De igual modo aparece perfectamente diluida en la trama de la novela una sensata reflexión metaliteraria acerca de cómo, en parte, necesitamos fabular los recuerdos, de la misma forma en que los personajes seguramente se inventaron a aquella Antonella que escribía cartas al fondo del Café des Glaces (pp. 47, 95, 117, 129); inventar la verdad. Pero, además, en un momento u otro de la narración se alude a Faulkner, Onetti, Trakl, Camus, Manuel Talens y Jean Claude Izzo, en calidad de compañeros de viaje literario. El autor es consciente de que sus personajes son “testigos de un tiempo roto en mil pedazos cuya reconstrucción es imposible”, por lo que cree también que si se escribe es, ante todo, “para remendar los agujeros de un tiempo hecho con los jirones de otros tiempos” (p. 103). Sea como fuere, estamos ante una buena novela que aporta dosis de lucidez en estos confusos tiempos en que nos ha tocado vivir. Pero lo importante, una vez más, es que Alfons Cervera cumple con aquella clásica idea de Aristóteles según la cual la historia sin poesía queda inerte, de la misma forma que la poesía sin historia resulta no menos insulsa.        
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* En la foto aparece Alfons Cervera con Georges Tyras, su traductor al francés y probablemente quien mejor conoce su obra.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista El Viejo Topo, (298, noviembre del 2012, pp. 75 y 76), con el título "`La memoria consiste en caminar a ciegas por el tiempo´".
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2 comentarios:

Recomenzar dijo...

Me ha encantado tu blog vale la pena leerte
un barazo

Gonzalo Gómez Montoro dijo...

Hola Fernando,

Después de visitar tu blog durante un par de años sin dejar comentarios, vuelvo a hacerlo para comentarte algo sobre la novela de Alfons Cervera.

Me interesa especialmente esta novela, pues yo también soy un emigrante español, joven y reciente, al país galo. Curiosamente, vivo más o menos cerca de Orange, y allá por donde voy encuentro restos muy interesantes de la emigración española en Francia, tan olvidada por nuestra literatura. Intentaré hacerme con la novela por aquí. Muchas gracias por la recomendación.

Un saludo cordial,
Gonzalo