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"Sinfonía para un amor bizarro en dos movimientos"
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Ante la inminente riada que tendrá que destruir nuestra urbe, hemos alzado, en torno a los barrios más periféricos, una muralla con los bebés venidos al mundo desde que supimos las primeras noticias de la devastación que habríamos de sufrir.
Cada día, nuevas decenas de ladrillos de piel rosada elevan sus llantos y sus risas al cielo de plomo, amontonados con asimetría feudal en un serpenteo (a veces bullente, otras mudo) de manitas, brazos y pequeñas cabezas ralas.
Cada día, las madres neófitas de la ciudad se apostan frente al farallón y llenan con el tegumento de su culpa los intersticios de la muralla y del tiempo de espera, que se acorta a cada nueva explosión de llantos, sintiendo ellas en su dolor, por primera vez, la dicha de la maternidad sin artificios, sin entelequias insondables.
Cada día, madres antiguas y resecas como pellejo olvidan la naturaleza lactante de la muralla y gastan sus pupilas en admirar la incontestable belleza de la edificación, en imaginar el disfrute de las generaciones futuras con los restos, la arqueología de inocencias que perdurará precariamente tras el vómito de agua.
Y ya está aquí el castigo. Ya avanza contra el muro su hídrico Apocalipsis que (sabíamos, sabemos) nada podrá frenar. Ya nos disponemos a aceptar todas las madres, con alegría, lo que el cielo tiene dispuesto para nuestras horas, aliviadas por disfrutar al fin el sentido de nuestros heroicos intentos de resistencia.
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Todas las mujeres de la ciudad se han arrancado los ojos y nos los ofrendan, devotas, al cruzarnos con ellas en las calles, en el metro, a la entrada del cine, al llegar a casa después de un largo día de trabajo.
Nosotros, a cambio, agradecidos, hemos extraído con delicadeza de hojalatero nuestros dientes, nuestras pequeñas lápidas de esmalte desarraigadas desde la encía.
Y se los hemos ofrecido ensartados en hebras de nylon, y los hemos colgado de sus cuellos como diademas cariadas.
Y hemos descubierto desusadas formas de amor, escondidas en nosotros y nosotras como tímidos planetas apasionados, dichosas ellas por evitar la brutalidad espantosa de nuestras bocas desposeídas, excitados nosotros por embellecer sus cuellos con nuestra sonrisa ideal, nuestro sacrificio imperecedero de incisivos, colmillos, molares.
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"Sinfonía para un amor bizarro en dos movimientos"
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Ante la inminente riada que tendrá que destruir nuestra urbe, hemos alzado, en torno a los barrios más periféricos, una muralla con los bebés venidos al mundo desde que supimos las primeras noticias de la devastación que habríamos de sufrir.
Cada día, nuevas decenas de ladrillos de piel rosada elevan sus llantos y sus risas al cielo de plomo, amontonados con asimetría feudal en un serpenteo (a veces bullente, otras mudo) de manitas, brazos y pequeñas cabezas ralas.
Cada día, las madres neófitas de la ciudad se apostan frente al farallón y llenan con el tegumento de su culpa los intersticios de la muralla y del tiempo de espera, que se acorta a cada nueva explosión de llantos, sintiendo ellas en su dolor, por primera vez, la dicha de la maternidad sin artificios, sin entelequias insondables.
Cada día, madres antiguas y resecas como pellejo olvidan la naturaleza lactante de la muralla y gastan sus pupilas en admirar la incontestable belleza de la edificación, en imaginar el disfrute de las generaciones futuras con los restos, la arqueología de inocencias que perdurará precariamente tras el vómito de agua.
Y ya está aquí el castigo. Ya avanza contra el muro su hídrico Apocalipsis que (sabíamos, sabemos) nada podrá frenar. Ya nos disponemos a aceptar todas las madres, con alegría, lo que el cielo tiene dispuesto para nuestras horas, aliviadas por disfrutar al fin el sentido de nuestros heroicos intentos de resistencia.
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Todas las mujeres de la ciudad se han arrancado los ojos y nos los ofrendan, devotas, al cruzarnos con ellas en las calles, en el metro, a la entrada del cine, al llegar a casa después de un largo día de trabajo.
Nosotros, a cambio, agradecidos, hemos extraído con delicadeza de hojalatero nuestros dientes, nuestras pequeñas lápidas de esmalte desarraigadas desde la encía.
Y se los hemos ofrecido ensartados en hebras de nylon, y los hemos colgado de sus cuellos como diademas cariadas.
Y hemos descubierto desusadas formas de amor, escondidas en nosotros y nosotras como tímidos planetas apasionados, dichosas ellas por evitar la brutalidad espantosa de nuestras bocas desposeídas, excitados nosotros por embellecer sus cuellos con nuestra sonrisa ideal, nuestro sacrificio imperecedero de incisivos, colmillos, molares.
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* Miguel A. Zapata (Granada, 1974) es escritor y profesor de Geografía e Historia en la Comunidad de Madrid. Ha recibido diversos premios de narrativa breve y publicado tres libros, el primero de cuentos y los dos últimos de microrrelatos: Ternuras interrumpidas (fabulario casi naïf), Baúl de prodigios y Revelaciones y magias. Sus textos han sido incluidos en diversas antologías. También cultiva la crítica literaria en medios digitales, como Spejismos y Comentarios de Libros. Forma parte del Colegio Patafísico de Granada.
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10 comentarios:
Siempre grande y fantástico el Señor Miguel A. Zapata.
Un lujo de imaginación.
Y que voz tan particular, qué riqueza expresiva. A mí me gustó mucho Revelaciones y Magias. Ando a la caza de Baúl de prodigios y Ternuras interrumpidas.
Un saludo
Rosana A.
Amigo Zapata. Este texto no te lo conocía y me ha impresionado.
Nunca me canso de recomendar a Zapata entre los amigos. Su prodiosa imaginación, la manera de hilar esas imágenes que tiene con las palabras, la manera de agitar al lector.
¿Qué decir de él? ¿Qué decir del hermano patafísico con el que tengo el honor de compartir varias antologías?
Enhorabuena Miguel Ángel.
Abrazos,
Ginés
Inquietante, singular, y devastador.
Espero que estos textos sean sólo las puertas a un mundo que no haga más que crecer y crecer.
Magnífico Miguel Ángel, bella forma de mostrar la barbarie, la desposesión a la que se puede llegar y dar gracias por ello y sentirse feliz.
Te sigo.
Abrazos
Para mí Baúl de prodigios es uno de los libros imprescindibles de microrrelato.
Como siempre, sorprendentes y exquisitos, los textos de Zapata. Aunque no te van a dar el premio de fomento a la natalidad.
Miguel A. Cáliz
inquietante, provocativo, impresionante.
Insensato tributo maternal al tiempo por venir. Gran texto y muy acertada su publicación.
Miguel Angel es calidad, es riesgo y aventura, es literatura. Lo tenemos en una antología educativa enmaquetada y retrasada por avatares administrativos. Y el suyo es uno de los mejores cuentos.
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