REGRESO A MONTEVIDEO POR UNA NOCHE
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Querido Álvaro:
Anoche regresé a Montevideo y estuve probando la moto Triumph Thunderbird, 500 cc. modelo 1954, que has puesto en venta.
La recuerdo, cuando la estrenaste: Anoche regresé a Montevideo y estuve probando la moto Triumph Thunderbird, 500 cc. modelo 1954, que has puesto en venta.
impecable con su imponente faro de luces, su cuenta kilómetros integrado y sus tubos de escape cromados.
Adolescentes,
te rodeábamos con esa admiración que apenas disimula la envidia.
A veces nos llevabas a dar una vuelta por la rambla. Sentíamos la brisa de la costa en la cara y nos parecía por un momento que ese “pájaro de trueno” era un poco nuestro.
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Anoche,
—cuando regresé después de tantos años—,
me admiró descubrir que la has mantenido impecable, tal como la cuidabas entonces cuando lustrabas su motor, limpiabas los guardabarros y, uno a uno, los radios de sus ruedas.
Charlábamos a tu lado, mientras con un pincel y un poco de gasolina, sacabas todo rastro de aceite o polvo.
Eran aquellas tardes de ocio y buena amistad.
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Sin embargo, anoche te sentí un poco nervioso, pálido y enflaquecido, sin aquella calma “pastosa” que te diferenciaba de todos nosotros, siempre agitados y excesivos en nuestros gestos y expresiones. Me dio la impresión que querías vender con cierta urgencia la moto que tanto admiré a mis diecisiete años.
De pie en el garaje de tu casa en Pocitos
—no lejos del viejo MG descapotable que compraste unos años después y que cubres ahora con una lona que no permite ver y sólo recordar su baja silueta—
me dijiste con voz amable, pero tono imperativo: “Te la dejo en cuatrocientos dólares”.
¿Qué pasa Álvaro? ¿Por qué vendes tan barata la moto que todos soñamos tener o conducir, aunque fuera una sola vez? Dímelo.
¿No éramos amigos, no fuimos cómplices de tantas aventuras, no crecimos juntos en aquel barrio, Malvín, de atmósfera tan envidiable: todos compinches, la “barra” brava, “timberos” de noches en blanco, de caminatas errantes o echados por las mañanas en la arena en un círculo de bromas y “púas” intercambiadas con ingenio y rapidez?
Es evidente que mi inesperada visita nocturna no te ha sorprendido aunque, tal vez, temes que sospeche la razón secreta por la que quieres vender la moto de tu juventud, después de tantos años de haberla cuidado y protegido del inevitable desgaste de las cosas.
Me escribiste un día
—y no hace mucho—
que todavía solías pasear con ella por los escenarios de nuestra adolescencia: esas calles
—Pilcomayo, Aconcagua, Arrayán e Itú, como se llamaban entonces, Orinoco, Amazonas, Río de la Plata, Rimac—
en las que dábamos infinitas vueltas a la manzana a la hora de la siesta, yo con una modesta Guzzi de 48 cc y tu cabalgando tu rugiente Thunderbird 500 cc.
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Volvías
—me escribías—
a esa rambla, desahogo natural de todos los pesares ciudadanos, pulmón abierto a un río que no tiene en Montevideo más que una orilla.
Volvías
a nuestro barrio a la velocidad razonable que impone una vieja Triumph de 1954, pero con el impecable ronronear de sus dos cilindros de cuatro tiempos.
Respirabas en esas escapadas
—me contaste—
no solo la brisa, sino la atmósfera de otro tiempo, mucho antes que estallara la diáspora del 73 que nos aventó a todos por el mundo, el aire de la inconsciencia con que vivimos los años cincuenta.
Esa alegría de pescar a la “encandilada” en las noches sin luna de verano y freír en la playa, en improvisada fogata, el resultado de habernos paseado los tres
—Eduardo, tú y yo, amigos inseparables—
a lo largo de la orilla.
Tú, con el farol a mantilla, delante, iluminando, “encandilando” la mojarra y algún pejerrey; Eduardo con la manga y la red, pescándolos con la habilidad que le reconocíamos todos; yo, detrás, con un balde donde se recogían los peces agonizantes.
Recorríamos la playa Honda (nuestra playa
de siempre) una y otra vez, hasta tener suficiente para sentarnos en la arena,
junto al viejo bote abandonado si hacía viento, y freír entre bromas y charlas
intrascendentes la “pescadilla” que aligeraba un vino tinto afrutillado comprado a granel.
A ese rincón de
la playa
—me escribiste—
volvías
nostálgico, pero cansado,
y detenías por un
momento la moto para intentar en vano respirar el pasado.
Te decías asomado
a su orilla que yo vivo ahora muy lejos y Eduardo nos dejó para siempre hará
unos años.
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Me gusta tu moto,
Álvaro.
En realidad
—lo sabes—
me ha gustado
siempre.
Más de cincuenta
años después quisiera comprártela.
Tal vez, sólo por
eso, he regresado esta noche a Montevideo, aunque sea en el breve espacio de un
sueño.
Siento que me has
llamado desde lejos para decirme que vendes tu moto y aquí estoy en un sueño
que, como muchos sueños, parece durar una eternidad, aunque en realidad sean
sólo unos instantes de felicidad los que procuran.
Cuando me he
despertado en mi cama de Oliete
—esta calurosa madrugada del mes de
agosto de 2013—
ya conducía, como
nunca antes pude hacerlo, tu Triumph por la rambla, desde Pocitos,
donde vives
ahora,
hacia Malvín,
donde vivíamos entonces: acelerando iba descontando los años, remontando el
tiempo perdido y al hacerlo, batiéndome el viento la cara, me sentía recuperar
aquel olvidado entusiasmo, y si hubiera podido llegar a la playa Honda sin
despertarme, habríamos vuelto a reír los tres
—Eduardo
milagrosamente resucitado—
junto al bote
abandonado de nuestra juventud.
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* Este poema forma parte de Capitulaciones del silencio y otras memorias, de Fernando Aínsa, libro publicado por Ediciones Olifante, de Zaragoza, en el 2015...
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