domingo, 9 de febrero de 2014

Jaime Salinas, editor

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Alfaguara celebra `50 años de buena literatura´ con la publicación contra viento y marea de un libro de conversaciones que se había dado por perdido: Jaime Salinas. El oficio de editor. Una conversación con Juan Cruz (Alfaguara, Madrid, 2013). Se recupera, además, el diseño de Enric Satué, sensible al tacto, que nunca debió reemplazarse. La historia menuda de este libro es como sigue: a finales de los años noventa, Mario Muchnik le encargó a Juan Cruz un libro de conversaciones con Jaime Salinas (1925-2011), quien se resistió todo lo que pudo, hasta ceder finalmente ante –me figuro- las dotes de persuasión del periodista. Así las cosas, cuando en 1998 lograron concluirlo, Salinas prefirió que no se publicara, pues estaba escribiendo el primer y único tomo de sus memorias, Travesías (2002). Por tanto, estas conversaciones podrían haber sido el embrión del segundo volumen, aunque aquí se pierda la escritura del editor y el relato ordenado de los hechos a favor de la incisiva presencia de Juan Cruz, cuyo papel de activador de la memoria de Salinas desempeña a la perfección.
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El caso es que nuestro hombre desembarcó en el mundo editorial en la Seix Barral de 1956, cuando contaba 31 años (en esa misma fecha conoció a Bersson, su amigo, a quien Gil de Biedma llamaba Han de Islandia); coordinó la colección Colliure, primer órgano de difusión de los poetas del 50, y trabajó luego en casas tan importantes como Alianza, se enorgullecía de haber publicado a Proust, Alfaguara, donde convirtió en superventas a Henry Miller, Günter Grass y Michael Ende, y Aguilar, hasta jubilarse a los 66 años, en 1991, optando por una cierta automarginación. Unos años antes, en 1982, por un sentimiento del deber, nos dice, aceptó el cargo de Director General del Libro y Bibliotecas, en el primer gobierno socialista. ¿Qué aportó Salinas, durante esos treinta y cinco años, al mundo de la edición española? En primer lugar, sus coherentes catálogos, pero sobre todo otras dos virtudes que no suelen ser frecuentes y a las que luego añadiré una tercera: el sentido común y la discreción. 
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Este libro puede leerse también como un vademécum de la edición literaria. Muestra cómo Salinas fue consciente de los rumbos que tomaría cuando quedara en manos de los señores del dinero y el factor económico se convirtiera en predominante, permaneciendo en un segundo plano la función cultural, intelectual, y condicionando en consecuencia la escritura de no pocos novelistas. Destaca, además, el retrato que nos deja, no siempre complaciente, de Carlos Barral; algunos trazos sobre la amistad que mantuvo con Juan Benet y García Hortelano, y su propio autorretrato (pp. 256 y 257). Recuerda asimismo lo que debería saber y tener en cuenta todo buen editor, ocupándose de los agentes literarios (“A Carmen Balcells”, afirma, la inventé yo, p. 83), los distribuidores, del papel que desempeña el almacén donde se guardan los fondos, junto con los anticipos, los traductores, el periodismo cultural y la crítica, que para él ni era crítica, ni tampoco literaria (p. 90).
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¿Fue Salinas un “socialista de la línea dura y ortodoxa”, un “liberal de izquierdas”, como lo define Juan Cruz? (pp. 17 y 26). Es probable que en los años en que le tocó vivir, primero en los Estados Unidos y luego en España e Islandia, manteniendo siempre una discreta presencia pública, una persona decente no pudiera ser otra cosa. Otras veces se declara agnóstico militante, anglosajón, partidario de que el Estado sea motor del cambio cultural y muy peleón (pp. 191, 225, 209 y 197). A través de la perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, Salinas aparece hoy como uno de los grandes editores literarios de las últimas décadas, junto a José Janés, el primer Vergés, Carlos Barral, J.M. Castellet, Esther Tusquets, Jorge Herralde, Beatriz de Moura, Jaume Vallcorba y Jacobo Siruela. ¿Qué tienen en común? Pues que supieron rodearse de buenos asesores y trabajar en equipo, sobre todo los responsables de Destino, Seix Barral, Lumen y Edicions 62. Y no olvidemos que Salinas y Castellet fueron  estrechos colaboradores de Carlos Barral.   
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Hay dos momentos especialmente singulares en la conversación: el primero, cuando ¡a mediados de los noventa! le espeta nada menos que a Juan Cruz: “¿Se ha visto algo tan tristemente cómico como la proliferación de los teléfonos móviles?”; y el segundo cuando surgen discrepancias entre ambos sobre el régimen de Fidel Castro (pp. 26 y 213-219). Si duda alguna, este es uno de esos pocos libros que debería ser lectura obligada para todos aquellos a quienes les interese la literatura, bien sean alevines de editores que ahora aprenden el oficio en un máster, bien lectores, pues disfrutarán no menos que aprenderán.
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* Esta reseña apareció publicada en el suplemento Babelia del diario El País, el 8 de febrero del 2014. En la foto aparecen Juan Cruz y Jaime Salinas.
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3 comentarios:

Isabel Mercadé dijo...

Qué buena y documentada e interesante reseña. Y cómo estoy de acuerdo con: "el diseño de Enric Satué, sensible al tacto, que nunca debió reemplazarse".
Saludos, Fernando.

Abelardo Linares dijo...

"Salinas aparece hoy como uno de los grandes editores literarios de las últimas décadas, junto a José Janés, el primer Vergés, Carlos Barral, J.M. Castellet, Esther Tusquets, Jorge Herralde, Beatriz de Moura, Jaume Vallcorba y Jacobo Siruela. ¿Qué tienen en común? Pues que supieron rodearse de buenos asesores y trabajar en equipo"
¡La clave: "rodearse de buenos asesores", qué curioso! Y qué pena que no haya habido, al parecer, "grandes editores literarios", aparte de los que trabajan en Cataluña, en los últimos 70 años.
Abelardo Linares

Fernando Valls dijo...

Abelardo, es muy probable que tengas razón y haya habido otros editores literarios de semejante valía, sean catalanes, madrileños o andaluces. Pero estaría bien que nos dijeras quiénes son, para que los tengamos en cuenta en otra ocasión. Saludos.