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Alfaguara celebra `50 años de buena
literatura´ con la publicación contra viento y marea de un libro de conversaciones
que se había dado por perdido: Jaime Salinas. El oficio de editor. Una conversación con Juan Cruz (Alfaguara, Madrid, 2013). Se recupera, además, el diseño de Enric Satué,
sensible al tacto, que nunca debió reemplazarse. La historia menuda de este
libro es como sigue: a finales de los años noventa, Mario Muchnik le encargó a
Juan Cruz un libro de conversaciones con Jaime Salinas (1925-2011), quien se
resistió todo lo que pudo, hasta ceder finalmente ante –me figuro- las dotes de
persuasión del periodista. Así las cosas, cuando en 1998 lograron concluirlo,
Salinas prefirió que no se publicara, pues estaba escribiendo el primer y único
tomo de sus memorias, Travesías (2002).
Por tanto, estas conversaciones podrían haber sido el embrión del segundo volumen,
aunque aquí se pierda la escritura del editor y el relato ordenado de los
hechos a favor de la incisiva presencia de Juan Cruz, cuyo papel de activador
de la memoria de Salinas desempeña a la perfección.
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El caso es que nuestro hombre
desembarcó en el mundo editorial en la Seix Barral de 1956, cuando contaba 31
años (en esa misma fecha conoció a Bersson, su amigo, a quien Gil de Biedma
llamaba Han de Islandia); coordinó la colección Colliure, primer órgano de
difusión de los poetas del 50, y trabajó luego en casas tan importantes como
Alianza, se enorgullecía de haber publicado a Proust, Alfaguara, donde convirtió
en superventas a Henry Miller, Günter Grass y Michael Ende, y Aguilar, hasta
jubilarse a los 66 años, en 1991, optando por una cierta automarginación. Unos
años antes, en 1982, por un sentimiento del deber, nos dice, aceptó el cargo de
Director General del Libro y Bibliotecas, en el primer gobierno socialista.
¿Qué aportó Salinas, durante esos treinta y cinco años, al mundo de la edición
española? En primer lugar, sus coherentes catálogos, pero sobre todo otras dos virtudes
que no suelen ser frecuentes y a las que luego añadiré una tercera: el sentido
común y la discreción.
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Este libro puede leerse también como
un vademécum de la edición literaria. Muestra cómo Salinas fue consciente de los
rumbos que tomaría cuando quedara en manos de los señores del dinero y el
factor económico se convirtiera en predominante, permaneciendo en un segundo
plano la función cultural, intelectual, y condicionando en consecuencia la
escritura de no pocos novelistas. Destaca, además, el retrato que nos deja, no
siempre complaciente, de Carlos Barral; algunos trazos sobre la amistad que
mantuvo con Juan Benet y García Hortelano, y su propio autorretrato (pp. 256 y
257). Recuerda asimismo lo que debería saber y tener en cuenta todo buen
editor, ocupándose de los agentes literarios (“A Carmen Balcells”, afirma, la
inventé yo, p. 83), los distribuidores, del papel que desempeña el almacén
donde se guardan los fondos, junto con los anticipos, los traductores, el
periodismo cultural y la crítica, que para él ni era crítica, ni tampoco literaria
(p. 90).
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¿Fue Salinas un “socialista de la
línea dura y ortodoxa”, un “liberal de izquierdas”, como lo define Juan Cruz? (pp.
17 y 26). Es probable que en los años en que le tocó vivir, primero en los
Estados Unidos y luego en España e Islandia, manteniendo siempre una discreta
presencia pública, una persona decente no pudiera ser otra cosa. Otras veces se
declara agnóstico militante, anglosajón, partidario de que el Estado sea motor
del cambio cultural y muy peleón (pp. 191, 225, 209 y 197). A través de la
perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, Salinas aparece hoy como uno
de los grandes editores literarios de las últimas décadas, junto a José Janés,
el primer Vergés, Carlos Barral, J.M. Castellet, Esther Tusquets, Jorge
Herralde, Beatriz de Moura, Jaume Vallcorba y Jacobo Siruela. ¿Qué tienen en
común? Pues que supieron rodearse de buenos asesores y trabajar en equipo,
sobre todo los responsables de Destino, Seix Barral, Lumen y Edicions 62. Y no
olvidemos que Salinas y Castellet fueron
estrechos colaboradores de Carlos Barral.
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Hay dos momentos especialmente
singulares en la conversación: el primero, cuando ¡a mediados de los noventa!
le espeta nada menos que a Juan Cruz: “¿Se ha visto algo tan tristemente cómico
como la proliferación de los teléfonos móviles?”; y el segundo cuando surgen discrepancias
entre ambos sobre el régimen de Fidel Castro (pp. 26 y 213-219). Si duda
alguna, este es uno de esos pocos libros que debería ser lectura obligada para todos
aquellos a quienes les interese la literatura, bien sean alevines de editores
que ahora aprenden el oficio en un máster, bien lectores, pues disfrutarán no
menos que aprenderán.
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* Esta reseña apareció publicada en el suplemento Babelia del diario El País, el 8 de febrero del 2014. En la foto aparecen Juan Cruz y Jaime Salinas.
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