El Pulgarcito de la narrativa
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Mis
primeras nociones del cuento brevísimo provienen de la lectura –a fines de los
60- de la compilación Cuentos breves y
extraordinarios, de Borges y Bioy Casares. Luego fui descubriendo otras
gemas, como las Historias de cronopios y
famas, de Cortázar, el Fabulario, de Eduardo Gudiño Kieffer, el prodigioso ingenio de Marco Denevi, la síntesis extrema y
el agudo humor de Monterroso.
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Contraída
la adicción por la narrativa breve y sus alrededores, vendrán con el tiempo
nuevos descubrimientos, pero he aquí que ocurrió el Golpe Militar de 1973,
cuando todavía no termino la secundaria. Un brusco cierre de un capítulo de
nuestra historia y el comienzo de otro, oscuro y sangriento.
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En el
apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa
Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un ademán suyo para que una jauría de
sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores
rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear
nuestros textos con la lucha libertaria. Como nuestros predecesores, al fin entendimos
que bastaba con escribir: abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo,
sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones.
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Comencé a
escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad, cuando lograba apropiarme
de un asiento en las “micros”, la palabra que los chilenos utilizamos para referirnos a
los buses de transporte urbano. Garabateando entre saltos por los baches del
pavimento o los horribles frenazos, comprimido hasta la asfixia, así produje
mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios de ellos, intuí que
estaba ante una clase especial de textos. Los bauticé micro-cuentos, o sea,
cuentos escritos en una micro. Es gracioso confesar que no advertí de inmediato
el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo
microscópico.
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Este redescubrimiento
más personal de la brevedad tuvo bastante trascendencia, porque me condujo a
publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos en una revista
literaria semiclandestina de la Facultad donde estudiaba. Después vinieron
otros microcuentos. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con
listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con
esperanza: a buen entendedor pocas palabras.
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La brevedad
permitía múltiples interpretaciones: la ambigüedad, la sugerencia y la
imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo, nadie podía acusarme de subversión. Poco
tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en los primeros encuentros
y expresiones artísticas de la disidencia. Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un moderado
espacio junto a una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se
asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que
alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les
espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron
quedarse para escuchar otro.
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Habiendo
dado varios trancos por este camino, vine a encontrarme con muchos autores que
cultivaron la brevedad de diversas formas. Por ejemplo, Ambrose Bierce y su
brillante, ácido e inolvidable Diccionario
del Diablo, o un libro que me cautivó desde el título: El club de los parricidas.
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Otros
fulgores desmedidos y egregios: Juan José Arreola. Sorpresas cargadas de ingenio
y humor como las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Cuentos de la China
milenaria y el Antiguo Egipto. Las intuiciones geniales de poetas gigantes como
Rubén Darío y Vicente Huidobro.
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Nada nuevo
bajo el sol, ya se ve, había una larga tradición. Solo que de pronto la vimos
en perspectiva. El microrrelato sale del tocador. Se construyen teorías a
medida, se organizan seminarios y lecturas, hasta se convocan congresos
internacionales.
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Entre los
microrrelatistas imprescindibles de Hispanoamérica –lecturas que no deben ser
omitidas de modo alguno- aparte de los mencionados encontramos a René Avilés
Fabila (México), Luis Britto García y Gabriel Jiménez Emán (Venezuela),
Guillermo Bustamante Zamudio (Colombia), el peruano Fernando Iwasaki, y una
gran escuadra de autores argentinos encabezados por las magníficas Luisa
Valenzuela y Ana María Shua, Raúl Brasca, Orlando Romano, Juan Romagnoli,
Fabián Vique e Ildiko Nassr.
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En Chile
hay una breve tradición que se inicia con Huidobro, prosigue con Alfonso Alcalde,
y logra un apogeo en los ochenta –a partir del trabajo de autores de
generaciones muy diversas- pero con
especial gravitación de la Generación del 80. Destacan la producción de
Virginia Vidal, Andrés Gallardo, Susana Sánchez, Juan Armando Epple y Poli Délano, junto con la de ochenteros
como Lilian Elphick, Pía Barros, Carlos Iturra, Pedro Guillermo Jara, Gabriela
Aguilera. Hay que anotar autores como Isabel Mellado y Max Valdés.
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Como aquel
personaje que se asombra por el hecho de hablar en prosa, fui dándome cuenta
muy lentamente de este oficio de microrrelatista que me habitó desde los
inicios en la escritura. Mucho me alentó la amistad con otros autores que
cultivaban el género; luego los encuentros y los congresos donde es posible
encontrarse con investigadores, profesores, editores y lectores.
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Justamente
fueron los lectores quienes me animaron en 1999, en el Chaco argentino, en uno de esos magníficos foros que organiza
Mempo Giardinelli y su Fundación, a publicar mi primer libro de microcuentos.
Me preguntaba dónde podían encontrar esos textos brevísimos que leí una tarde
memorable ante un atento público de ¡tres mil personas! Increíble.
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El
microrrelato es un camino que se trae sus sorpresas. Es un terreno
experimental, desafiante, en permanente cambio. Algo muy atractivo para quien
gusta salirse de norma. Una forma de rebelión creativa que nunca termina. No
planeo salirme del sendero. Todo lo contrario. Lo paso muy bien, recordando el
valor de cada palabra, ejerciendo intensamente la economía de lenguaje y
buscando la máxima expresividad para un lector activo.
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* Diego Muñoz
Valenzuela (Constitución, Chile, 1956) ha publicado los volúmenes de cuentos Nada ha
terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos,
Déjalo ser y De monstruos y bellezas; y las novelas Todo
el amor en sus ojos, Flores para un cyborg (Eda, Málaga, 2008) y
Las criaturas del cyborg. Ha sido incluido en diversas antologías, como
Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos
del Vigía, Granada, 2010). Sus cuentos han sido traducidos al croata, francés,
italiano, inglés y mapudungun. Y ha obtenido el Premio Consejo Nacional del
Libro en 1994 y 1996. Más detalles en:
http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/.
http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/.
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* En las fotos, de arriba abajo, aparecen Vicente Huidobro, Eduardo Gudiño Kieffer, Juan José Arreola, Adolfo Bioy Casares y Diego Muñoz Valenzuela.
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1 comentario:
Muy enriquecedor leer acerca de los comienzos del querido Diego en las lides del microrrelato. Me identifico (como le pasará a muchos escritores de brevedades) con lo que cuenta, y es imperdible su anécdota de escribir micros en "las micros". Abrazos para Diego y Fernando.
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