martes, 24 de julio de 2012

Microlecturas, 8: Diego Muñoz Valenzuela

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El Pulgarcito de la narrativa
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Mis primeras nociones del cuento brevísimo provienen de la lectura –a fines de los 60- de la compilación Cuentos breves y extraordinarios, de Borges y Bioy Casares. Luego fui descubriendo otras gemas, como las Historias de cronopios y famas, de Cortázar, el Fabulario, de Eduardo Gudiño Kieffer, el prodigioso ingenio de Marco Denevi, la síntesis extrema y el agudo humor de Monterroso.
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Contraída la adicción por la narrativa breve y sus alrededores, vendrán con el tiempo nuevos descubrimientos, pero he aquí que ocurrió el Golpe Militar de 1973, cuando todavía no termino la secundaria. Un brusco cierre de un capítulo de nuestra historia y el comienzo de otro, oscuro y sangriento.
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En el apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un ademán suyo para que una jauría de sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear nuestros textos con la lucha libertaria. Como nuestros predecesores, al fin entendimos que bastaba con escribir: abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo, sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones.
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Comencé a escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad, cuando lograba apropiarme de un asiento en las “micros”, la palabra  que los chilenos utilizamos para referirnos a los buses de transporte urbano. Garabateando entre saltos por los baches del pavimento o los horribles frenazos, comprimido hasta la asfixia, así produje mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios de ellos, intuí que estaba ante una clase especial de textos. Los bauticé micro-cuentos, o sea, cuentos escritos en una micro. Es gracioso confesar que no advertí de inmediato el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo microscópico.
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Este redescubrimiento más personal de la brevedad tuvo bastante trascendencia, porque me condujo a publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos en una revista literaria semiclandestina de la Facultad donde estudiaba. Después vinieron otros microcuentos. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con esperanza: a buen entendedor pocas palabras.
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La brevedad permitía múltiples interpretaciones: la ambigüedad, la sugerencia y la imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo, nadie podía acusarme de subversión. Poco tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en los primeros encuentros y expresiones artísticas de la disidencia. Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un moderado espacio junto a una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron quedarse para escuchar otro.
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Habiendo dado varios trancos por este camino, vine a encontrarme con muchos autores que cultivaron la brevedad de diversas formas. Por ejemplo, Ambrose Bierce y su brillante, ácido e inolvidable Diccionario del Diablo, o un libro que me cautivó desde el título: El club de los parricidas.
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Otros fulgores desmedidos y egregios: Juan José Arreola. Sorpresas cargadas de ingenio y humor como las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Cuentos de la China milenaria y el Antiguo Egipto. Las intuiciones geniales de poetas gigantes como Rubén Darío y Vicente Huidobro.
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Nada nuevo bajo el sol, ya se ve, había una larga tradición. Solo que de pronto la vimos en perspectiva. El microrrelato sale del tocador. Se construyen teorías a medida, se organizan seminarios y lecturas, hasta se convocan congresos internacionales.
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Entre los microrrelatistas imprescindibles de Hispanoamérica –lecturas que no deben ser omitidas de modo alguno- aparte de los mencionados encontramos a René Avilés Fabila (México), Luis Britto García y Gabriel Jiménez Emán (Venezuela), Guillermo Bustamante Zamudio (Colombia), el peruano Fernando Iwasaki, y una gran escuadra de autores argentinos encabezados por las magníficas Luisa Valenzuela y Ana María Shua, Raúl Brasca, Orlando Romano, Juan Romagnoli, Fabián Vique e Ildiko Nassr.
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En Chile hay una breve tradición que se inicia con Huidobro, prosigue con Alfonso Alcalde, y logra un apogeo en los ochenta –a partir del trabajo de autores de generaciones muy diversas- pero con especial gravitación de la Generación del 80. Destacan la producción de Virginia Vidal, Andrés Gallardo, Susana Sánchez, Juan Armando Epple y Poli Délano, junto con la de ochenteros como Lilian Elphick, Pía Barros, Carlos Iturra, Pedro Guillermo Jara, Gabriela Aguilera. Hay que anotar autores como Isabel Mellado y Max Valdés.
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Como aquel personaje que se asombra por el hecho de hablar en prosa, fui dándome cuenta muy lentamente de este oficio de microrrelatista que me habitó desde los inicios en la escritura. Mucho me alentó la amistad con otros autores que cultivaban el género; luego los encuentros y los congresos donde es posible encontrarse con investigadores, profesores, editores y lectores.
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Justamente fueron los lectores quienes me animaron en 1999, en el Chaco argentino, en uno de esos magníficos foros que organiza Mempo Giardinelli y su Fundación, a publicar mi primer libro de microcuentos. Me preguntaba dónde podían encontrar esos textos brevísimos que leí una tarde memorable ante un atento público de ¡tres mil personas! Increíble.
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El microrrelato es un camino que se trae sus sorpresas. Es un terreno experimental, desafiante, en permanente cambio. Algo muy atractivo para quien gusta salirse de norma. Una forma de rebelión creativa que nunca termina. No planeo salirme del sendero. Todo lo contrario. Lo paso muy bien, recordando el valor de cada palabra, ejerciendo intensamente la economía de lenguaje y buscando la máxima expresividad para un lector activo.
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Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956) ha publicado los volúmenes de cuentos Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, Déjalo ser y De monstruos y bellezas; y las novelas Todo el amor en sus ojos, Flores para un cyborg (Eda, Málaga, 2008) y Las criaturas del cyborg. Ha sido incluido en diversas antologías, como Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, Granada, 2010). Sus cuentos han sido traducidos al croata, francés, italiano, inglés y mapudungun. Y ha obtenido el Premio Consejo Nacional del Libro en 1994 y 1996. Más detalles en:
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ttp://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/
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* En las fotos, de arriba abajo, aparecen Vicente Huidobro, Eduardo Gudiño Kieffer, Juan José Arreola, Adolfo Bioy Casares y Diego Muñoz Valenzuela.
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1 comentario:

Juan Romagnoli dijo...

Muy enriquecedor leer acerca de los comienzos del querido Diego en las lides del microrrelato. Me identifico (como le pasará a muchos escritores de brevedades) con lo que cuenta, y es imperdible su anécdota de escribir micros en "las micros". Abrazos para Diego y Fernando.