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LA URNA
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Al llegar a casa, ella se sienta en
su vieja mecedora, y se balancea suavemente. Los cuadros están todos
descolgados, las paredes extrañamente desnudas, todos los cajones abiertos,
como si alguien los hubiera estado registrando. A la cocina no quiere ni
asomarse, pero puede ver, por la puerta abierta, los cubiertos esparcidos, los
cajones desordenados, y el viejo mantel rojo abierto sobre el suelo.
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Acaba de incinerar a su esposo.
Veinte años bajo el mismo techo. Sólo un hijo. Y muchos recuerdos que ahora
parecen querer salir todos a la vez. La ceremonia ha sido breve, concisa.
Poemas de Keats y música de The Doors de fondo. Mientras recuerda la cronología
de lo acaecido, piensa en cada palabra, cada abrazo, la emoción flotando como
un viejo duende que atenaza la voz. Trata de relajarse, pese al desorden
reinante, pese a lo acontecido en su ausencia. El balanceo es rítmico, suave,
mientras los ojos parecen querer cerrarse. Al final de la ceremonia algunos
quieren acompañarla a casa, pero ella no deja que eso ocurra. Prefiere estar
sola, con sus pensamientos, sus temores, sus ilusiones. Y con la urna de
cenizas. Solos de nuevo.
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Ella, por primera vez, esboza una
ligera sonrisa. En el contestador hay un par de mensajes, el piloto rojo
parpadea. Decide pulsar el botón. Escucha indiferente el primero de ellos. El
segundo es de una voz que amplía su sonrisa: ¿Nos vemos esta noche, donde
siempre, a las nueve? Igual estás demasiado cansada, lo entendería
perfectamente.
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Ha dejado de mecerse. Se levanta y
sube a su habitación. Abre el armario y saca vestidos que apenas se ha puesto.
Prendas alegres, de colores vivos, llamativos. Elige uno. Se quita las prendas
negras que cubren su cuerpo, y en su desnudez, frente al espejo, comprueba que
aún se siente viva, joven. Elige un vestido de color fucsia y blanco y selo
pone, hasta que queda ceñido, ajustado a cada curva. Se calza unos zapatos de
tacón no muy alto. Mientras termina de acicalarse le entra una duda: la urna
con las cenizas. No quiere dejarla sola, aunque tampoco puede llevársela. Sin
pensarlo dos veces, en un acto repentino, coge la urna, se la lleva hasta el
cuarto de baño y, tras darle un último beso, la vacía en la bañera. Echa un
poco de agua hasta que toda la ceniza desaparece, desagüe abajo.
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Últimos retoques, y se lanza a la
calle. En el primer local que entra, pide una copa. Y entonces no puede dejar
de oír un extraño ruido que crece pero que solo ella parece escuchar. Un sonido
por las tuberías y bajantes del local, un movimiento inusual, como si alguien
tratara de liberarse de los tubos de pvc, como si quisiera, de nuevo,
revolverlo todo, hacer daño.
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* Este microrrelato forma parte del libro Teoría de lo imperfecto, de Antonio Luis Ginés, que acaba de aparecer publicado en la editorial La Isla de Siltolá, 2015. El volumen inaugura una nueva colección dedicada a las formas narrativas breves.
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3 comentarios:
Un libro absolutamente recomendable... Doy fe...
Un saludo
Muy bueno
Qué bueno este relato, sí.
Un abrazo
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