LAS PUERTAS DEL INFIERNO
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Esta nueva novela de
Fernando Clemot, Polaris (Salto de
Página, 2015), podría definirse como una distopía, o cacotopía, aunque su
acción transcurra en el pasado, pues se trata de una narración sobre el control
del individuo basado en el miedo y en los experimentos con seres humanos, que
empezaron a practicarse durante la Primera Guerra Mundial. En suma, de una
novela, dicho de manera abstracta, sobre el mal.
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En un barco que navega entre
Noruega y Groenlandia, el Eridanus, de una misteriosa compañía llamada la
Central, el 4 de mayo de 1960 se produce la misteriosa muerte del enfermero
Mutter. Tres días después, Vatne y Dot, dos hombres enviados por la empresa
para esclarecer los hechos, someten a algunos tripulantes a severos interrrogatorios,
sobre todo al doctor Christian, el narrador protagonista de la historia, con
quien el fallecido trabajaba de ayudante. Así, tanto los hechos como las
reflexiones nos llegan tamizadas por la voz poco fiable del médico, un hombre
enfermo, melancólico, que se atiborra de barbitúricos, de Veronal, que no
miente a sabiendas, pero que sufre de ansiedad y náuseas con frecuencia, al que
le falla la memoria y parece vivir en un delirio casi perpetuo.
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El Eridanus parte de Bergen, en
Noruega, llega a Fugloy, al norte de las islas Feroe, de allí viaja a
Raufarhofn, en la costa de Islandia (“un lugar tristísimo“, p. 40), pero
entonces cambia de ruta y pone rumbo a la deshabitada isla de Jan Mayen,
situada entre el Atlántico y el mar de Groenlandia, donde debe hacer unas
prospecciones en aguas profundas que, al decir de los marinos, carecen de
sentido (p. 107). Lo sorprendente es que tras abandonar Islandia la conducta de
los marineros empieza a volverse violenta: se pelean o amenazan entre ellos,
torturan a un delfín e incluso Mutter agrede al doctor. No puede extrañarnos,
por tanto, que desde el comienzo del relato el narrador se queje de “esta
maldita travesía“ (p. 14) y más adelante de “estos mares de hielo y muerte“ (p.
100), a la vez que los lectores nos preguntamos qué es lo que está sucediendo.
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El exhaustivo interrogatorio a
que es sometido Christian propicia tanto la rememoración como las reflexiones,
pues se trata de aclarar lo sucedido la noche del 4 de mayo en el Eridanus,
mientras va desgranando importantes episodios sobre distintos momentos de su
pasado (“el recuerdo es un lobo con piel de cordero“, p. 71), que reaparecen en
varias ocasiones a lo largo de la trama, relacionándose unos con otros. Todo
ello nos lleva a conocer los conflictos que atormentan al doctor, que comienzan
en la infancia, se extienden a lo largo de toda su existencia y llegan hasta el
presente, con la Segunda Guerra Mundial y la postguerra de fondo. Y nos sirve a
los lectores para comprender la historia y la confusa personalidad del médico,
contratado por la Central para ayudarlos a conocer mejor a sus empleados. Se
trata, en esencia, de tres episodios significativos de su vida: los veranos de
la infancia pasados en Feset, en la granja de su tía Alice, junto a su padre,
también médico y miembro del NS noruego, la versión del Partido
nacionalsocialista alemán que gobernó durante la ocupación, y su hermano Paul,
gravemente enfermo; su participación en la batalla de Creta (1941), en el
asalto al aeródromo de Maleme, en calidad de médico del bando alemán; su primer
trabajo con la compañía en el Poel, realizando prospecciones en el Índico,
entre Madagascar y las Islas Reunión, en Tromelin; y, por último, el anterior
viaje que realizó con el Eridanus por el Mediterráneo, más los relatos que le
cuentan en ambos trayectos y que no dejan de obsesionarlo.
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Así, tenemos en acción un
barco que semeja “un cadáver flotante en descomposición“ (p. 8) mientras sigue
un rumbo incierto, donde las únicas leyes son las de la Central; un ente incorpóreo
que parece haber trazado de antemano la vida de todos ellos, la cual, mediante
cartas que van abriéndose a diario, emite órdenes (“las órdenes no se meditan
ni se discuten: se obedecen“, p. 49; pues, como si de Dios se tratara “la
Central escribe recto con renglones torcidos“, p. 35); luego, un médico que,
conforme progresa la trama, vamos viendo que no es quien en principio parecía
ser, tras ir conociendo su pasado y las secuelas que le dejó; y, por último, un
entorno de soledad en medio de un mar inmenso, en un viaje hacia el Ártico, a
la nada. Sin embargo, los sucesos se precipitan cuando el doctor y sus
ayudantes, Mutter y Agger, empiezan a realizar unas encuestas sobre los sueños
de los marineros por mandato de la Central, algo que no se aclara hasta la p.
74. De la misma forma que hasta el final del séptimo capítulo (p. 137), no se
nos proporciona el primer dato concreto sobre la tragedia a la que se viene
aludiendo, con la aparición de un cadáver, que pende del cabrestante principal.
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Podría decirse, por tanto, que
estamos ante una narración plagada de enigmas, algunos de los cuales, no todos,
acabarán desentrañándose, en la que el lector tiene que ir recomponiendo la
historia, con los pocos datos fiables que se le proporcionan. Así, no podrá dejar
de preguntarse qué es la Central; qué órdenes aparecen en las cartas que tanto
preocupan e indignan al doctor, mientras que a los demás les resultan
rutinarias; o qué contenía la carga que llevaba el Nuuk, destinada a la torre
de seguimiento de una base americana al sur de Thule. Pero también por qué
cambian de ruta en medio de la travesía. Qué ocurrió en Islandia para que, al
abandonarla, empezaran a surgir brotes de violencia. Qué sucedió la noche
crucial del 4 de mayo. O bien, si el doctor intentó matar a su hermano (p.
102), y a Mutter (p. 137), y de ser así, por qué lo hizo, ¿tal vez por piedad,
en el primer caso? De igual modo, ¿por qué hundieron los alemanes el tercer
barco, el Polaris, y qué valiosa mercancia transportaba (pp. 141 y 161)?
¿Existió realmente ese buque? ¿Qué relación mantiene el doctor con la Central?
¿Conocía, quizá, las órdenes de la compañía, fue de él la idea del experimento,
de escrutar en los sueños de los marineros? ¿Hasta cuándo compartió la
ideología nacioalsocialista de Vidkun Quisling? Y si, por ultimo, el lector
siente curiosidad indagará sobre la batalla de Creta, la historia de las islas
de Jan Mayen y Tromelin, o sobre el citado líder noruego nazi, personificación
del colaboracionista, del traidor.
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Se vale el autor también de
distintos símbolos. El primero y principal es el mismo viaje, rumbo al corazón
de otras tinieblas, que en esta ocasión no están en el África profunda, sino
camino del Polo Norte; el segundo sería la idea de las islas como grandes
barcos flotantes, como prisiones; la radio que les recuerda que siguen vivos;
y, por último, los mapas, los cuales le sirven al doctor para relacionar
distintos momentos de su vida (p. 70). Asimismo, podría decirse que la historia
se construye mediante contraposiciones: el barco frente a la tierra firme, a la
que tanto anhelan llegar los tripulantes; la “racionalidad absoluta“ de la
Central versus la irracionalidad o el
sentimentalismo que defiende el doctor (pp. 115 y 178); o el mundo antiguo de
este, creyente protestante y nacionalsocialista, frente al nuevo mundo que
defiende la Central, basado en la racionalidad, el control y el terror que
produce la energía atómica (p. 180).
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Llama la atención, sin embargo,
que en una novela cuya acción transcurre durante una travesía en barco, apenas
tenga protagonismo el mar. Quizá sea porque toda la historia se centra en el
médico, en sus miedos y angustias, en los recuerdos que lo obsesionan, pues uno
lo lleva a otro y el presente a su dramático pasado. No en vano, en el
desenlace, Harris lo describe como “un hombre perdido en una fe que no llega a
confortarlo [...], un hombre vacío, el más triste y aislado de sus malditos
peones“ (p. 173). Por tanto, podría pensarse que si Christian indaga acerca del
dolor, quizá se deba a que trata de apaciguar el que él mismo ha infringido o
padecido, y por eso le inquieta tanto la historia de los náufragos de Tromelin,
la muerte de Mutter, la cual le recuerda otra semejante que vio con espanto en
Creta, los sufrimientos de la guerra, las huellas y traumas que le dejaron,
cuyos horrores y consecuencias seguían todavía frescos en 1960. No en vano, se
refiere a esos años como “la edad de hierro en la que vivimos“ (p. 46), o como
“esta edad de ruina y plomo“ (p. 54). En el desenlace, que transcurre en la
isla de Jan Mayen, se reencuentra con el mismo cielo estrellado de Feset o de
Creta, y con los restos de un Junker de transporte JU-52, la clase de avión del
que tuvo que saltar en paracaídas sobre la isla griega. Y aunque no parece
quedarse allí a disgusto, algún lector se preguntará si logrará sobrevivir, si
conseguirá llegar a la estación americana. Otros elementos que adquieren
importancia a lo largo de la narración son la soledad, la memoria (la del
doctor se manifiesta parcial, quizá por traumática: “A menudo mi recuerdo
parece un cuarto revuelto al que no puedo poner orden“, p. 69), la culpa, el
dolor, la dificultad de convivir...
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Esta es la tercera novela del
autor, tras El golfo de los poetas (2009)
y El libro de las maravillas (2011),
quien también ha publicado dos volúmenes de cuentos: Estancos del Chiado (2009) y Safaris
inolvidables (2012). Polaris se
nutre de varios episodios del anterior libro de Clemot: la historia de María
Aparecida, el reencuentro con el capitán Jensen (en esta novela llamado Denis)
y la visita a su casa en “El muelle de Heysche“; y el viaje del Poel al Índico,
en el cuento titulado “Tromelin“. Pero lo que en aquel leíamos como cuentos,
aquí creo que funciona mejor como episodios de una novela.
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Además del periplo que emprende
el barco, se narra también el viaje interior del protagonista, el combate
mental que entabla con su propio pasado, que no deja de repicar en el presente.
Diría, por tanto, que estamos ante una novela existencial, cuya trama se
sustenta en la intriga, pero que compone una alegoría sobre el poder, y más en
concreto sobre la crueldad humana (“el lugar más solitario del mundo se llena
de muerte si desembarca el hombre“; “apenas hace falta la presencia del hombre
para que el horror llegue con él“, pp. 68 y 73), y por tanto sobre el perdón,
el castigo y la necesaria expiación. Y aunque la acción transcurra en el
pasado, creo que apela al presente y nos alerta sobre el futuro (“Nos dirigimos
hacia un mundo sin ideología –le espeta Vatne al doctor-, un mundo herramienta,
pequeños engranajes que forman parte de un engranaje mayor. Todo debe estar
sincronizado, ser previsible...“, p. 155), de ahí que nos atreviéramos a
calificarla de cacotopía o distopía.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista El Viejo Topo, núm. 333, octubre del 2015. pp. 78-80.
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