martes, 17 de marzo de 2009

ÁLEX CHICO

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-------"Urquinaona, 1980"
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Qué quedará de mí
en este lugar,
cuando apenas se sujeten
los últimos bancos del parque.
Me miro ahora a lo lejos
y reconozco a un ser solitario,
rodeado de los pocos árboles
que delimitan esta plaza.
Qué quedará de mí
y qué quedará de estas formas inciertas
que acompañan al viajero -en su estancia siempre breve.
¿Seguirán aquí,
tiempo después?
Cuando la luz sea trasparente
y esta sombra de mayo
se convierta en la ruina que ahora soy.

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-------"El agua en el desierto"
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Una tarde, súbitamente,
descubres como un día puede restar
lo que queda de tiempo.
Observas, una tarde, la forma
circular de un lago,
y mientras se sumerge una piedra
compruebas tus pocas fuerzas
para aumentar el círculo.
Te conformas con interpretar
las últimas ondas,
el paisaje cercado,
la superficie verdosa que vuelve a su centro.
Miras el lago y no esperas que el agua
también brote en el desierto.

Huyes del poema como quien escapa de la vida
y mientras lo haces cada paso es un paso menos.
La certidumbre de encontrar lo que buscas
ya no es un reclamo para seguir hacia delante.

Sabes ya el proceso natural de las cosas:
el agua,
el hielo,
los arroyos,
las nubes,
los grifos curvados,
la manguera que dirige, como tú,
su boca al cielo,
y sientes que cada comienzo
va perdiendo tu nombre.
Ese paso de los años que se inicia
en un día. Quizás sólo en una tarde.
Una señal tan tenue como tu mirada.
Algo que te enseña, en definitiva,
a despedirte de todos los lagos
y del resto de tardes que aún no conoces.

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-------"Salamanca. Punto final"
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Aún es pronto, me digo,
para hablar de la muerte.
Y, sin embargo, el tono dorado
de esta plaza señala la escasa certidumbre
de las cosas.
Su inexistente voluntad de perdurar
en nosotros.
Aún es pronto y no obstante
me cuesta admitir que todo es nuevamente posible.
Apenas una simple certeza:
la de no ser capaz de reconocerse en lo vivido.

Miro lo que fui, aquí,
y el pasado tiene el mismo color
de los edificios,
la piel ocre de lo que se vivió alguna vez
y ya no puede regresar con la intensidad
de entonces.
Como ese esplendor en el que confié
y del que, ahora, nada queda.
Ni siquiera el saludo tardío
de los que me acompañaron en los soportales.

Observo este lugar y sé que fui él mismo,
fui su camino y su deriva,
fui sus autores: Hierro, Arlt, Valente,
todos los que vinieron por primera vez
a señalarme los límites del mundo.
También el límite de la ciudad.
Fui aquellas reproducciones que en Las Conchas
salían conmigo
y se desplegaban sobre alguna mesa,
en algún café de la zona.
En el Alcaraván, por ejemplo,
donde admiré a Magritte o a Hopper.
Ahora sé que todos escaparon a tiempo,
mucho antes que yo.
Su huida, una rápida y silenciosa cadencia
hacia delante.

Intuyo que ha pasado mucho tiempo, porque es ahora
cuando miro a la ciudad sin nostalgia.
Ahora que la observo ausente, con el temor
de reconocerla un territorio extraño.
El mismo temor que siento
al abandonar una calle del centro
y el mismo que producen sus paseos circulares.
Llegar a un lugar que juzgaba a mucha distancia
y encontrarlo de nuevo me infiere un temor a lo cercano.
Mi camino, desde entonces, se ajusta
a esa premisa: todo paseo tiene su propia frontera.
(El terreno se angosta y me deja solo
nuevamente).

Ya no vivo aquí y, si lo hiciera, nada sería
distinto en apariencia. Como esas casas
que conservan su fachada y guardan en su interior
los escombros de otras casas colindantes.
La maleza, los hierbajos, los despojos de toda una ciudad
en su función de naturaleza muerta.
Observo dentro y veo que mi vida
aquí fue igual: una suma de restos.
Paseos en los márgenes de Canalejas;
conversaciones en algún banco de Alamedilla;
encuentros fugaces sobre las escaleras de Anaya;
la vista imposible de un puerto,
intuido desde cualquier punto de la plaza del Oeste;
la militancia oscura y solitaria detrás de la Casa Lis,
buscando un reflejo que nunca llegó a sus ventanales;
las aguas detenidas del Tormes;
el frío nocturno al regresar de Plasencia.

Por eso, me digo ahora,
sería justo comenzar a hablar de la muerte.
Ha pasado el tiempo y ya va siendo hora
de nombrar las cosas en su medida exacta.
No fue el destino lo que me trajo aquí,
ni siquiera el azar el que me trae de vuelta.
Es, cuesta decirlo, la escasa memoria
de unos años que no consigo olvidar.
Porque nadie es capaz de olvidar la suma de muertes
por las que trascurre su vida.

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* Álex Chico (Plasencia, Cáceres, 1980) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y obtuvo el Diploma de Estudios Avanzados de Literatura en la Universidad de Granada. En la actualidad es profesor de Lengua y Literatura en Barcelona. Ha publicado el libro de poemas La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, 2008), y las plaquettes Nuevo alzado de la ruina (Veboblues ediciones, 2005) y Las esquinas del mar (Vitolas del Anaïs, 2004). Es autor de la novela Telón de fondo y del ensayo Antes del simulacro. Cine y literatura en el primer tercio del siglo XX. Mantiene, además, el blog Isla de Elca. Estos poemas inéditos forman parte del libro Tiempo después.
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* La acuarela es de Lola Valls.
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4 comentarios:

ANTONIO SERRANO CUETO dijo...

Descubro en tu blog a este poeta joven, y me gusta. A partir de ahora estaré más pendiente de sus pasos. Un abrazo.

Olga Bernad dijo...

Genial, Alex.
Gracias.

Anónimo dijo...

De contenido no está mal pero por el ritmo que tiene, me pregunto si no estaría mejor si escribiera directamente poemas en prosa.

albalpha dijo...

El agua en el desierto

Ese paso de los años que se inicia
en un día. Quizás sólo en una tarde.

Salamanca. Punto final

Intuyo que ha pasado mucho tiempo, porque es ahora
cuando miro a la ciudad sin nostalgia.
Ahora que la observo ausente, con el temor
de reconocerla un territorio extraño.

Estos versos son parte de lo que más me ha gustado. Lo pasaré a visitar para conocer más.

Besos

Alba