REESCRITURA, CRÍTICA Y APOCALIPSIS
La nueva novela de Marina Perezagua, Don Quijote de Manhattan (Testamento yankee), publicada en Barcelona, por Los libros del lince, 2016, resulta ser muy distinta de sus obras
anteriores, dos libros de cuentos y una novela, Yoro, con la que ha obtenido recientemente en México el Premio Sor
Juan Inés de la Cruz. Es distinta porque abandona el tono trágico predominante
para pasar a lo cómico y alegórico, aunque no por ello deje de mantener algunas
semejanzas con sus otros libros: la perspectiva internacional, la visión
crítica del mundo y, más en concreto, las alusiones a Hiroshima (p. 254), por
solo citar algunas de ellas.
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La narración se vale de tres componentes que resultan esenciales: sus dos protagonistas, don Quijote y Sancho; la lectura e interpretación que el primero hace de la Biblia, de la que se empapa el neocaballero andante guiándolo en su camino, tras identificarse con Jesucristo (pp. 51 y 213), y por último la ciudad de Nueva York, que en esta ocasión no se trata de la Manhattan cinematográfica o turística, sino de sus espacios menos glamourosos, pero también de Queens, el barrio donde reside la autora desde hace más de una década.
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La acción empieza el 17 de enero del 2016, cuando los dos célebres personajes de ficción aparecen en Manhattan, habiendo olvidado quiénes habían sido, aunque permanezca en ellos un vago recuerdo de su entidad y de sus antiguas peripecias. El caso es que ahora don Quijote, quien se considera un resucitado, pierde el juicio tras la lectura de la Biblia, con lo que caballero y escudero deciden recorrer la isla y sus alrededores poniendo en práctica las enseñanzas del libro sagrado que les regala una predicadora callejera, limpiando sus calles de agravios y sinrazones, socorriendo a los menesterosos tras haber sido Don Quijote molido a palos, para convertirse en adalid de todos los anhelos progresistas, queriendo arreglar –en suma- un mundo que quizá ya no tenga arreglo, tal y como señala el narrador (pp. 16, 20 y 24), aunque en el desenlace recobre la esperanza.
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La narración se vale de tres componentes que resultan esenciales: sus dos protagonistas, don Quijote y Sancho; la lectura e interpretación que el primero hace de la Biblia, de la que se empapa el neocaballero andante guiándolo en su camino, tras identificarse con Jesucristo (pp. 51 y 213), y por último la ciudad de Nueva York, que en esta ocasión no se trata de la Manhattan cinematográfica o turística, sino de sus espacios menos glamourosos, pero también de Queens, el barrio donde reside la autora desde hace más de una década.
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La acción empieza el 17 de enero del 2016, cuando los dos célebres personajes de ficción aparecen en Manhattan, habiendo olvidado quiénes habían sido, aunque permanezca en ellos un vago recuerdo de su entidad y de sus antiguas peripecias. El caso es que ahora don Quijote, quien se considera un resucitado, pierde el juicio tras la lectura de la Biblia, con lo que caballero y escudero deciden recorrer la isla y sus alrededores poniendo en práctica las enseñanzas del libro sagrado que les regala una predicadora callejera, limpiando sus calles de agravios y sinrazones, socorriendo a los menesterosos tras haber sido Don Quijote molido a palos, para convertirse en adalid de todos los anhelos progresistas, queriendo arreglar –en suma- un mundo que quizá ya no tenga arreglo, tal y como señala el narrador (pp. 16, 20 y 24), aunque en el desenlace recobre la esperanza.
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En esta ocasión, los gigantes ya no son molinos sino rascacielos; la añeja Barataria se ha transformado en Manhattan, y la pareja de protagonistas ha adoptado unos ropajes galácticos –se acerca Halloween- que les parecen más adecuados que los que llevaban, los de C-3PO y un ewok de La guerra de las galaxias, tal y como se reproduce en la cubierta del libro; mientras que la pastora Marcela es un rascacielos, la Freedom Tower, levantada en el lugar que ocupaban las Torres Gemelas, en el papel que en el libro desempeñaba Dulcinea (pp. 39, 67 y 71), centro del mundo del héroe justiciero. Así, Don Quijote aparece como alto, flaco y dorado, mientras que a Sancho lo encontramos bajo, orondo y peludo.
Si,
por un lado, esta insólita reaparición en Nueva York, habiendo adquirido la
facultad de entender el inglés, nos recuerda las peripecias de alguna de las
novelas más jocosas de Eduardo Mendoza (las situaciones sorprendentes y
absurdas; los nombres ridículos de los personajes: la señora Kara Coles o Kara Couls,
p. 77; al servicio de una visión crítica del mundo); por otro, es difícil no recordar,
al respecto, la obra de Els Joglars, En
un lugar de Manhattan, estrenada en el 2005.
La novela se compone de 38 breves capítulos que incluyen numerosos episodios en los que no escasean ni los remedos de la Biblia (la confusión de lenguas; la resurrección de los muertos; las plagas de langostas, de chinches y piojerdos o cerdos de ocho patas; y la entrada de Jesucristo en Jerusalén o la expulsión de los mercaderes del templo, pp. 42, 88, 93 y 297), ni tampoco los de la obra cumbre de Cervantes (la historia del joven cautivo, encarcelado por hacer el bien, por justiciero, pp. 57-71; un Sancho que se trabuca con las palabras, p. 112, como luego harán algunos personajes de Balzac y de Juan Marsé), ni tampoco los sueños apocalípticos. Podría decirse que siendo una narración típicamente posmoderna, si tal marbete significa todavía algo, contiene a su vez componentes de la novela clásica y moderna, de la narrativa alegórica (p. 251) con ribetes apocalípticos, valiéndose para ello de imágenes que podrían relacionarse con las de Federico García Lorca o William Blake, en la historia de Simón, el refugiado eslavo (p. 168). El relato posee, además, un importante componente metaliterario: la defensa de la imaginación (“la imaginación es el útero de todo cuanto nos rodea”, pp. 147 y 252), y, por el contrario, la crítica de la denominada autoficción; la ruptura del tiempo lineal, para utilizar el sincrónico, pues -como se nos recuerda- en Manhattan el tiempo es otro (pp. 71, 73, 74, 165 y 242); o la preocupación por el ocaso de la palabra escrita (p. 242). El relato está plagado también de elementos fantásticos, conviviendo con naturalidad en sus páginas lo culto y lo popular: el remedo de una escena de La dolce vita (p. 141), y las historias de Asterix (p. 277).
Marina Perezagua se apropia y reescribe El Quijote con pericia, pues partiendo del gran libro compone otro con ribetes semejantes y a la vez muy distinto, cuya acción transcurre ahora en una nueva Babel donde las lenguas se hibridan y confunden, no siempre para bien, “en un mundo de locos, [en el que] el cuerdo es el más loco y todos los locos son cuerdos” (p. 264). El remedo y la parodia no tienen otro fin que denunciar, una vez más, las dificultades para sobrevivir en una megalópolis deshumanizada, la falsedad –en suma- del sueño americano (p. 58...), la histeria de sus habitantes, y eso que todavía estaban en la era anterior a Donald Trump, desde el momento en que los jóvenes inquietos no solo son explotados en sus precarios trabajos o carecen de seguros médicos, sino que sus propios compañeros se muestran a menudo insolidarios. A veces, tiene uno la impresión de que Marina Perezagua le traspasa a Don Quijote sus propias obsesiones sobre el ecologismo, la comida macrobiótica o el animalismo. Así, Marina Perezagua, con “el corazón encendido”, algo de Juana de Arco y mucho de quijotesca, parte de lo conocido para ir alejándose hasta llegar a un territorio ignoto, mientras nos relata “esta graciosa y triste y alegre historia”, tal y como la define en el capítulo inicial, “esta verdadera historia”, pues de estas formas y de otras más la llega a denominar (pp. 13, 73, 84 y 149). El empeño es, sin duda, ambicioso, y el resultado me parece satisfactorio, pues se trata de una novela inteligente y bien resuelta, a ratos divertida e ingeniosa, y siempre crítica con la realidad y con algunas perversas costumbres. Ahora solo queda que los lectores, críticos literarios incluidos, sepan apreciarla y puedan disfrutar paladeándola.
* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista española Buensalvaje, núm. 9, enero y febrero del 2017, p. 6.
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