Acaba de morir en la capital de México
Juan Almela Castell. Tenía 80 años y había nacido en Madrid. Entre 1936 y 1942
vivió en Ginebra, pues su padre, hijo adoptivo de Pablo Iglesias, representó a la
República en el Bureau International du Travail. Ya en México, donde llega la
familia en 1942 a
bordo del Nyassa, estudia en el Instituto Luis Vives, una de las instituciones
educativas creadas por el exilio republicano español. Debido a las duras
circunstancias económicas del momento, tras estudiar Química, tuvo que ponerse
a trabajar y formarse como autodidacta, tanto en Ciencias como en Humanidades,
pues sintió un gran interés por la lingüística, los idiomas y la música.
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Se ganó la vida con la traducción para
prestigiosas casas editoriales, como FCE y Siglo XXI, vertiendo obras de Roman
Jakobson, Georges Dumézil o Lévi-Straus, aunque desde mediados de los noventa
fue miembro del Sistema Nacional de Creadores. Por lo que se refiere a su obra
de creación, ha destacado sobre todo como poeta, alentado en sus orígenes por
Octavio Paz, quien le facilitó la publicación de Adrede (1970), su primer libro, que además reseñó con elogio. Se
mantuvo siempre vinculado a empresas culturales del autor de Caudrivio, las revistas Plural y Vuelta. Además, cultivó el cuento (Alebrijes, 1992) y la literatura memorialística (Paños menores, 2002). Firmó sus obras de
ficción con el seudónimo de Gerardo Deniz, cuyo apellido en turco quiere decir mar. Con ellas ha obtenido dos de los
premios más prestigiosos que se conceden en México, el Xavier Villaurrutia, en
1991, por Amor y Oxidente, y el de
Poesía Aguascalientes 2008, por una recopilación de su obra, titulada Sobre la íes. Es mucho lo que lo
singulariza del resto de los exiliados republicanos, pues apenas participó en
sus iniciativas políticas y literarias, aunque habría que incluirlo en la
denominada segunda generación del exilio
o grupo de hispanomexicanos. Además,
junto a Tomás Segovia fue de los pocos poetas de origen español aceptados plenamente
en el sistema literario mexicano, tanto por los miembros de la generación del medio siglo, como por las voces autóctonas más jóvenes. Su original
poesía se sustenta en un lenguaje renovador y poco solemne, en la imaginación y
densidad de su escritura, que algunos consideraron difícil. Quizá para ellos
escribió Visitas guiadas (2000), donde muestra su “lista de ingredientes, y casi
nada más”.
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Nunca cultivó la condición de
exiliado, ni formó parte de grupos ni capillas, sino que más bien ironizó sobre
ello, sintiéndose un cosmopolita desarraigado, por ejemplo en los versos finales
de “Héroes”, poema de su libro Gatuperio
(1978). Y aunque le gustaba repetir que en toda su vida solo había pasado unos
cuarenta días fuera del D.F., que se había pateado de arriba abajo en numerosas
ocasiones, en 1992 pasó una temporada en España.
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En nuestro
país, quizá sea Eduardo Mateo Gambarte quien más se ha ocupado de su obra. La
editorial Ave del Paraíso, probablemente por mediación de José Miguel Ullán, editó
en Madrid su libro Fosa escéptica
(2002), pero también pueden conocerse sus versos en dos antologías asequibles,
al cuidado de Susana Rivera (Última voz
del exilio. El grupo poético hispano-mexicano, 1990) y Bernard Sicot (Ecos del exilio. 13 poetas hispanomexicanos,
2003). Tras publicar su poesía y un disco, Erdera
(2005), con la voz del autor, el FCE anuncia la edición de su prosa
completa.
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Genio
y figura, le dejó instrucciones a su hija, la actriz y directora de teatro Laura
Almela, de que a su muerte evitara homenajes póstumos, lo incinerara y colocara
sus cenizas en la chimenea del salón, para así poder seguir conversando
incansablemente... Aunque tarde, y sin restarle un ápice a su mexicanidad, me
gustaría reclamarlo también como escritor propio.
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* Esta necrológica ha aparecido publicada en el diario El País, el 24 de diciembre del 2014.
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