martes, 8 de enero de 2008

Los 75 años de Juan Marsé

Tal y como están los tiempos, 75 años no son nada, aunque oír estas pamplinas debe joderle bastante a un Marsé que siempre se ha mostrado poco partidario de zarandajas... Pero lo que, en suma, me importa destacar ahora es que a Marsé le debemos una de las mejores novelas españolas del siglo XX. Y en esa valoración, incluyo también a los grandes narradores hispanoamericanos. Me refiero, claro está, a Si te dicen que caí, que aunque se publicó por primera vez en 1973, en México, ya que la censura la prohibió en España, debería leerse en la versión definitiva corregida por el autor en 1989, publicada por Seix Barral. Del resto de su obra narrativa, prefiero Últimas tardes con Teresa (1966), con el equívoco que se produce entre la joven dorada que le da título a la novela y el arribista tosco e iluso que es el Pijoaparte (siento no contarme entre los admiradores de este personaje...); Un día volveré (1982), la historia del regreso de Jan Julivert Mon, un pistolero derrotado que desea rehacer su vida; El embrujo de Shanghai (1993), una historia de traiciones y desengaños, y Rabos de lagartija (2000), con la inolvidable pelirroja y el toma y daca constante entre el joven David y el empalagoso inspector Galván.




Pero Marsé ha escrito también un extraordinario libro de cuentos, Teniente bravo (1987). La pieza que le da título, inspirada en algunos avatares del autor durante su Servicio Militar en Ceuta, debería figurar en todas las antologías dedicadas al género, como un ejemplo perfecto de humor y patetismo; y una novela corta memorable, por la que siento especial debilidad, Ronda del Guinardó (1984), en la que cuenta la peculiar confrontación que se produce entre la joven Rosita y un derrotado inspector de policía. Y me gustaría recordar también Señoras y señores (1975 y 1977, 1988), libro de retratos, trazados a partir de una foto del personaje, analizando sus rasgos físicos, con algunos tan inolvidables y certeros como los que les dedicó a Jordi Pujol y Josep Maria Flotats.

Marsé es un estupendo contador de historias y un excelente narrador oral. A quienes hemos tenido el privilegio de oírlo, nos queda la esperanza de que algo de lo que nos cuenta quede recogido en alguna de sus narraciones. Pero lo que más aprecio en él, en la distancia corta de la conversación privada, es su naturalidad, la sinceridad con que suele referirse a amigos tan queridos como Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral o Manolo Vázquez Montalbán, comentando virtudes y defectos, sin que por ello se empañe el aprecio y el cariño mostrados.

No es aventurado sospechar que lo que más le gusta a Marsé es el cine, no en vano sus novelas están trufadas de referencias cinematográficas y de personajes que deambulan por los cines de barrio, como el Roxy, del que se ocupó en un cuento. Para él, el cine fue -ante todo- un entretenimiento, al que le ha dedicado varios libros, quizá menos conocidos, como Momentos inolvidables del cine (2004). En cambio, las versiones de sus novelas llevadas hasta ahora a la pantalla no han sido afortunadas, ni siquiera la presencia de Flora Martínez ha logrado salvarlas.

Además, la Barcelona de postguerra de este contador de aventis, entre inventada y cierta, ha logrado convertirse en la ciudad auténtica, con sus mendigos, prostitutas, trinxas tiñosos y pistoleros anarquistas, perdedores, en suma. Quizá por aquello que decía Antonio Machado y que él ha recordado en alguna ocasión, de que "también la verdad se inventa". Si bien la crítica española, europea e hispoanoamericana le ha ido concediendo importantes galardones, entre ellos el Premio Juan Rulfo, el Ariosteion y el Premio Unión Latina, ya va siendo hora de que los jurados del Premio de las Letras Españolas, del Príncipe de Asturias y del Cervantes tengan en cuenta la indiscutible calidad de su obra, aunque no haya nacido en León, ni sea tampoco lectura habitual del -en estas cuestiones- malaconsejado presidente del Gobierno.

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