Son seres del viento que se posan en la tierra, y que sobre ella necesitan bastón. Seres femeninos sin cara precisa y con largas cabelleras desproporcionadas de sirenas aéreas, que seguramente usan para volar, pero que aquí, en el suelo, deben pesarles como una desmesura.
No se sabe de dónde vienen, y tampoco si son brujas o hadas, aunque parecen más brujas que hadas por su edad (los bastones, las mechas blancas que salen bajo los gorros), y más hadas que brujas por las cabelleras de tul y llamas multicolores y por su compromiso con la luz del día y con las criaturas más doradas y verdes de la tierra.
Liban en las flores como colibríes, y apoyan sobre las hojas o los pétalos de carne sus patas levísimas de insectos.
No se sabe dónde tienen los ojos. Quizá todo su cuerpo casi impalpable es un solo ojo o muchos ojos, quizá tocan con ese cuerpo, con esos ojos, la superficie de todo lo viviente, y aun de lo muerto, para resucitarlo.
Corren riesgos.
Avanzan por cornisas peligrosas, en puntas de pie sobre desfiladeros de espinas. Llegan hasta el final de feroces espolones de hierro, suben a rampas de metal duro y helado, y cuando están a punto de caer, vuelan expandiendo sus cabelleras de ala de mariposa.
Se protegen con escudos, oblongos o redondos, pulidos como monedas de plata nueva que se reflejan en los espejos de invierno por donde nadan, erguidas y guerreras, a paso lento, sin necesidad de patinar.
Lo que tocan, lo encienden.
Lo que dejan, se enfría, pero queda una estela de calor perdurable en el lugar que pisaron con su pie sigiloso.
Una de ellas tiene un bastón curvo, que se tuerce como el cuello de una serpiente mientras escucha una música encantada.
Parece una góndola o una barca vikinga, se desplaza en el aire como si trazara un surco, y mientras navega canta como las maderas cuando crujen, hamacadas por el mar.
Una niña vio esa barca varada en las rocas de Finisterre, donde termina un mundo y empieza otro, donde los muertos viven porque permanecen, flotantes, en las nubes de espuma que dejan las rompientes.
Otros seres semejantes llegaron a buscar a la barca varada.
La niña no pudo darles nombre. No eran meigas, hechiceras y curadoras, no le parecieron bruxas, amigas del demonio, y tampoco fadas, de belleza irreal y diamantina.
Entonces las llamó “Las Siniguales”.
Intentó persuadirlas con promesas y halagos, y meterlas en uno de sus bolsillos, pero las Siniguales desaparecieron y volaron de su mano, con barca y todo, dejándole en la palma un calor tibio, como de estufa, y un olor a canela.
Nadie volvió a verlas en Finisterre
La niña, en cuanto pudo irse, se echó a rodar tras ellas por la tierra redonda. A pie y en aviones, en autos y en otras barcas, en patines y en motocicletas, hasta que se hizo vieja, y aun así continúa buscándolas dondequiera que estén.
* La escritora argentina María Rosa Lojo es también profesora universitaria, investigadora del Consejo Nacional y colaboradora en el suplemento literario de La Nación, de Buenos Aires. Su último libro, a ella le gusta denominarlo como de poesía/microficción, se titula Esperan la mañana verde (1998), pronto aparecerá traducido al inglés. En la actualidad trabaja en dos volúmenes, la Historia del cielo y el Libro de las siniguales, de donde procede el texto inédito que les damos a conocer.
* Foto de Gemma Pellicer.
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