Carnicer era para mí, por tanto, únicamente su obra en los diversos géneros que había cultivado como creador y ensayista: el primer libro de narrativa breve que compuso, Cuentos de ayer y de hoy (1961), obtuvo el casi mítico Premio Leopoldo Alas, cuya primera convocatoria ganó Mario Vargas Llosa con Los jefes; su original literatura de viajes, sobre todo Donde las Hurdes se llaman Cabrera (1964), convertido en reconocida referencia para todos aquellos que luego cultivaron el género, aunque el resto de libros de viajes, entre ellos, Nueva York. Nivel de vida, nivel de muerte (1970), también serían muy recomendables; su biografía y estudio Entre la ciencia y la magia. Mariano Cubí (1969), a la que llegué tras unos comentarios que le dedicó en clase mi sabio maestro José-Carlos Mainer. De sus dos volúmenes de memorias, sólo conozco el primero, Friso menor (1983), que leí en su momento con placer. A Carnicer le gustaba decir que en sus viajes hacía vidología, ciencia consistente en "acercarse a las personas y a su manera de estar en la vida".
Me decepcionó, en cambio, su novela También murió Manceñido (1972), quizá porque busqué en ella una historia en clave sobre los cursos realizados en la Universidad de Verano de Jaca. Lo cierto es que, lo recuerdo ahora de pronto por esos extraños mecanismos de la memoria, leí la novela en Roquetas de Mar, en casa de mi madre, durante el siempre caluroso agosto almeriense, tras encontrar el ejemplar a un precio simbólico en un supermercado para alemanes.
Durante bastantes años manejé asiduamente, todavía los conservo, algunos de sus útiles libros sobre el castellano. Así, por ejemplo, Sobre el lenguaje de hoy (1969), Nuevas reflexiones sobre el lenguaje (1972) y Desidia y otras lacras del lenguaje de hoy (1983). No debe extrañarnos, pues, aunque nada tenga que ver una cosa con la otra, que Andrés Trapiello, en la necrológica que le ha dedicado, lo considere "el escritor, de cuantos ha conocido uno, que mejor hablaba en castellano". Lo que, la verdad sea dicha, no supone precisamente un elogio menor, si proviene de alguien tan parco en complacencias; Ramón Gaya aparte, claro está.
Ramón Carnicer ha muerto a los 95, con un vida cumplida y muchos años dedicado a la enseñanza, habiendo sido -sin ir más lejos- profesor de Carlos Barral. No conozco los detalles, pero cuenta César Gavela que en un libro del 2007, que trataba sobre escritores leoneses, ni siquiera se le incluía, a él, que había nacido en Villafranca del Bierzo y había dedicado varios libros a su tierra. Además, solía mostrarse poco complaciente con el nacionalismo catalán, hasta el extremo de que, en una ocasión, tuvo el coraje de decirle a Jordi Pujol, eso sí, en catalán y en persona, que "la política lingüística que su Gobierno estaba imponiendo en Cataluña era exactamente la misma que le habían reprochado al franquismo". En estos tiempos de tanta flojera, que alguien se atreviera a recordarle en la cara al Molt Honorable que andaba desnudo merece, cuando menos, respeto.
Este nuestro es un país extraño. A veces, por motivos extraliterarios, se tiende a sobrevalorar la obra de un autor, contándonos su vida y empresas hasta la saciedad; mientras que en otros casos, a escritores con no pocos méritos, apenas si se les presta atención, incluso se les arrincona y margina. ¿Por qué lo sabemos todo de los primeros, mientras que de los segundos, ni siquiera nos queda el consuelo de disponer de su obra? Ramón Carnicer ha muerto y me temo que hace años que casi nadie se acuerda de sus libros.
1 comentario:
Debo confesar mi ignorancia, Fernando, sobre la obra de este autor. Pero tu texto me ha inoculado el deseo de zambullirme en su literatura.
Publicar un comentario