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"Padrino"
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Lo recuerdo alto, en buena forma, presidiendo la cabecera de la mesa del restaurante. Tenía unas hermosas manos que parecían sostener la copa sin esfuerzo, como un cantante de music-hall. A sus espaldas, dos langostas flotaban en una luz de acuario. Hablaba un inglés arcaizante, de Nueva Inglaterra. Ambos nos esforzamos por hacernos entender; pero mi inglés es pésimo, y su español, como era de esperar, nulo. Sabía algunas palabras que pronunciaba con acento mexicano, aprendidas en un viaje a Puerto Vallarta: amigo, fiesta, mosquito, tequila, señorita, mañana. Sonreía a menudo, pero mantenía a su alrededor un invisible y evidente círculo de privacidad, como si se moviera rodeado por un flotador de caucho. Aunque se hacía querer, no daban ganas de tocarle. Tenía sentido del humor, algo raro en un solitario. Su hija me informó de que Edgar vivía en una casa cercada por secuoyas. Solía disparar a blancos móviles en un recorrido de caza. Eso le relajaba. Era un buen tirador, pero jamás comía carne; en su nevera sólo podías encontrar lechuga y tomates. Se había divorciado hacía quince años y su ex mujer vivía en la otra punta del país. A pesar de que en aquella cena casi todos fumábamos, él lo hacía a escondidas, con habilidad de carterista. En realidad, no parecía un fumador, aunque lo era. En qué ocupaba el tiempo el resto del año lo ignoro, sin embargo, no resultaba difícil imaginarle en su casa, viendo nevar, ocupado quizás en alguna pequeña inversión financiera; los sábados por la mañana dispararía a figuras de ciervos en un recorrido cinegético, y por la tarde se acercaría al supermercado para comprar lechuga, media docena de tomates y un cartón de Marlboro. Él alentó a su hija a venir a España como profesora de inglés. Aquí conoció a mi hermano, se casó, ahora esperaban un hijo. Ese fue el motivo de la última visita de Edgar. A los postres, le pregunté qué sentía ante la perspectiva de ser abuelo, pero no alcancé a entender su respuesta. Sonrió y luego restó importancia al hecho con una mirada tranquila, como si viera nevar desde el porche de su casa. Lo consideraba un hecho natural al que sólo cabía adaptarse: el río de Heráclito, el paso de las estaciones, la renovación de las cosechas... Algo así. Al salir del restaurante, señalé a mi hermano y a mi nuera: “Somos una familia” –dije, preso de sensiblería alcohólica. Un año después, mi ahijado, un niño cuyo aspecto no desmentía su porcentaje de genes anglosajones, soplaba sobre su primera tarta de cumpleaños. Cantamos Cumpleaños feliz y Happy birthday to you. Edgar nos miraba desde la mesa del recibidor, enmarcado en una fotografía. Hacía tres meses que se había pegado un tiro con una escopeta de caza en su casa rodeada de árboles milenarios. Habían tardado una semana en encontrar el cuerpo, así que cuando su ex mujer llamó desde San Diego para comunicar la noticia, Edgar ya llevaba muerto varios días. Los detalles escabrosos no eluden la escena de una casa en medio del bosque, invadida por los mapaches y las zarigüellas disputándose unas hojas de lechuga y unos tomates fermentados; quizás un cartón de Marlboro reblandecido por la humedad. No dejó ninguna nota de despedida. Eso me desconcertó un poco, pero luego pensé que era muy coherente, tanto como quitarse de en medio con la exactitud biológica de los ciclos naturales. Ahora Edgar gatea sobre la alfombra de la casa de mi hermano. Le quiero como a un hijo.
.....Lo recuerdo alto, en buena forma, presidiendo la cabecera de la mesa del restaurante. Tenía unas hermosas manos que parecían sostener la copa sin esfuerzo, como un cantante de music-hall. A sus espaldas, dos langostas flotaban en una luz de acuario. Hablaba un inglés arcaizante, de Nueva Inglaterra. Ambos nos esforzamos por hacernos entender; pero mi inglés es pésimo, y su español, como era de esperar, nulo. Sabía algunas palabras que pronunciaba con acento mexicano, aprendidas en un viaje a Puerto Vallarta: amigo, fiesta, mosquito, tequila, señorita, mañana. Sonreía a menudo, pero mantenía a su alrededor un invisible y evidente círculo de privacidad, como si se moviera rodeado por un flotador de caucho. Aunque se hacía querer, no daban ganas de tocarle. Tenía sentido del humor, algo raro en un solitario. Su hija me informó de que Edgar vivía en una casa cercada por secuoyas. Solía disparar a blancos móviles en un recorrido de caza. Eso le relajaba. Era un buen tirador, pero jamás comía carne; en su nevera sólo podías encontrar lechuga y tomates. Se había divorciado hacía quince años y su ex mujer vivía en la otra punta del país. A pesar de que en aquella cena casi todos fumábamos, él lo hacía a escondidas, con habilidad de carterista. En realidad, no parecía un fumador, aunque lo era. En qué ocupaba el tiempo el resto del año lo ignoro, sin embargo, no resultaba difícil imaginarle en su casa, viendo nevar, ocupado quizás en alguna pequeña inversión financiera; los sábados por la mañana dispararía a figuras de ciervos en un recorrido cinegético, y por la tarde se acercaría al supermercado para comprar lechuga, media docena de tomates y un cartón de Marlboro. Él alentó a su hija a venir a España como profesora de inglés. Aquí conoció a mi hermano, se casó, ahora esperaban un hijo. Ese fue el motivo de la última visita de Edgar. A los postres, le pregunté qué sentía ante la perspectiva de ser abuelo, pero no alcancé a entender su respuesta. Sonrió y luego restó importancia al hecho con una mirada tranquila, como si viera nevar desde el porche de su casa. Lo consideraba un hecho natural al que sólo cabía adaptarse: el río de Heráclito, el paso de las estaciones, la renovación de las cosechas... Algo así. Al salir del restaurante, señalé a mi hermano y a mi nuera: “Somos una familia” –dije, preso de sensiblería alcohólica. Un año después, mi ahijado, un niño cuyo aspecto no desmentía su porcentaje de genes anglosajones, soplaba sobre su primera tarta de cumpleaños. Cantamos Cumpleaños feliz y Happy birthday to you. Edgar nos miraba desde la mesa del recibidor, enmarcado en una fotografía. Hacía tres meses que se había pegado un tiro con una escopeta de caza en su casa rodeada de árboles milenarios. Habían tardado una semana en encontrar el cuerpo, así que cuando su ex mujer llamó desde San Diego para comunicar la noticia, Edgar ya llevaba muerto varios días. Los detalles escabrosos no eluden la escena de una casa en medio del bosque, invadida por los mapaches y las zarigüellas disputándose unas hojas de lechuga y unos tomates fermentados; quizás un cartón de Marlboro reblandecido por la humedad. No dejó ninguna nota de despedida. Eso me desconcertó un poco, pero luego pensé que era muy coherente, tanto como quitarse de en medio con la exactitud biológica de los ciclos naturales. Ahora Edgar gatea sobre la alfombra de la casa de mi hermano. Le quiero como a un hijo.
* Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es profesor en la Universidad Complutense, pero en otros tiempos fue batería en una banda de rock y trabajó como periodista de sucesos. En la actualidad mantiene una columna en el Diario de Navarra. Además, es autor de un libro de poemas (Como si al otro lado latiera), un par de volúmenes de microrrelatos (Noticias de la frontera, 1996, y Cuentos del jíbaro, Demipage, 2008), un libro de cuentos (Queridos desconocidos, 1999) y dos novelas (Cazadores, 2001, y La línea Plimsoll, Castalia, 2008, con la que ha obtenido el Premio Tiflos). Este microrrelato es inédito.
7 comentarios:
Fantástico relato, con un ritmo que va prefigurando el disparo con el que acaba.
Inédito y magnífico. Gracias por brindarlo,
Izaskun
Descubro en este cuento algunos simbolos que persigue la escritura de Armendáriz. La soledad y el deseo de mantenerse en ella, los hijos-hija, el supermercado y sin embargo la nevera vacía, las respuestas ambigüas, sin sentido para quien las recibe pero cargadas de razón y sinceridad para quien las da, una casa amplia y solitaria rodeada de árboles, el suicidio...
La voz que yo percibo es la sensibilidad desde la distancia. Parece que te acercas pero no puedes entrar, lo observas desde fuera, como si todo quedara expuesto en una urna de cristal. Todo queda lejos de tu alcance, en esa distancia que marca el narrador.
Saludos.
Para mí, el hecho de que el único apunte físico que el narrador se permite sobre el anciano personaje sea una fugaz mirada sobre sus bellas manos tiene su importancia. Me parece un signo inequívoco de respeto, de reverencia. El resto de la historia se detiene en la actitud del padrino, sus costumbres, su entorno, su destino. Es un retrato sin dobleces, cuyo final también se me antoja diseñado con precisión. Es al final cuando el protagonista expresa por primera vez sus sentimientos. Y cuando al referirse al niño dice “le quiero como a un hijo”, en mi opinión, da a entender que ello es así porque al abuelo le quería como a un padre.
Molón, molón.
Me recuerda (tangencialmente) a esa pedazo de novela que es "Las vírgenes suicidas". Sobre el suicidio es tan difícil escribir sin bordear peligrosas líneas tópicas...
Tarde o temprano, Juan tenía que subir a La Nave: es un grande de los micros.
Un microrrelato excelente, perfecto, como también lo son la mayoría de los incluidos en "Cuentos del jíbaro" de Armendáriz, uno de los mejores -y más homogéneos- libros de microrrelatos que he leído. Desde aquí lo recomiendo entusiástiamente.
Un saludo.
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