“Surgir de las aguas”
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Uno de tantos ríos de montaña que bajaban nerviosos, agitados, en busca del cauce más tranquilo de un río mayor, formando toscas playas de cantos rodados y guijarros a su paso. Aquel era el mundo de las ranas y las truchas, y en las pozas habitaban los cangrejos. Ese torrente se convertía, a los ojos de los niños, en la cuenca de un continente tropical. De los sucesos de aquella primavera darían cuenta más tarde los libros de biología, pero antes lo hizo la prensa, con ese tono inexacto, premeditadamente épico, que tiene cualquier historia en manos de periodistas: una mañana de julio, a plena luz del día, surgieron de las aguas extraños animales que nadie había visto nunca. Se trataba de seres húmedos, desesperados, cuya piel de anfibio brillaba intolerablemente bajo los rayos del sol. No se tardó en comprobar que los animales eran ciegos, que no tenían piernas y que sobre la hierba se movían trabajosamente, dolorosamente, con dos brazos articulados. Surgían de las aguas en una lenta oleada y se perdían entre los matorrales, discurrían sobre la hierba, luchaban contra las zarzas y las ramas de la ribera. Su viaje no tenía objeto. En su aparatoso caminar realizaban un gesto, con los codos, con el muñón que aparentaba ser cabeza y recordaba espantosamente a un ser humano, un humano que ejecutara sus últimos estertores después de una larga agonía. Nadie sabe adónde querían ir, y nadie sabe de dónde procedían: la respuesta de que surgían del río era tan simple como cierta, pero era tan simple que no describía la verdad. Durante dos semanas se prolongó aquella floración absurda y desesperada. Los anfibios ciegos, mutilados, surgían de las aguas y acometían un laborioso viaje sobre la hierba, hasta que en unas pocas horas el sol de julio los secaba y después eran pasto de las moscas y los gusanos.
Era la vida, que pugnaba por vivir, si pudiera decirse. No hubo modo de proporcionar ninguna ayuda.
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Uno de tantos ríos de montaña que bajaban nerviosos, agitados, en busca del cauce más tranquilo de un río mayor, formando toscas playas de cantos rodados y guijarros a su paso. Aquel era el mundo de las ranas y las truchas, y en las pozas habitaban los cangrejos. Ese torrente se convertía, a los ojos de los niños, en la cuenca de un continente tropical. De los sucesos de aquella primavera darían cuenta más tarde los libros de biología, pero antes lo hizo la prensa, con ese tono inexacto, premeditadamente épico, que tiene cualquier historia en manos de periodistas: una mañana de julio, a plena luz del día, surgieron de las aguas extraños animales que nadie había visto nunca. Se trataba de seres húmedos, desesperados, cuya piel de anfibio brillaba intolerablemente bajo los rayos del sol. No se tardó en comprobar que los animales eran ciegos, que no tenían piernas y que sobre la hierba se movían trabajosamente, dolorosamente, con dos brazos articulados. Surgían de las aguas en una lenta oleada y se perdían entre los matorrales, discurrían sobre la hierba, luchaban contra las zarzas y las ramas de la ribera. Su viaje no tenía objeto. En su aparatoso caminar realizaban un gesto, con los codos, con el muñón que aparentaba ser cabeza y recordaba espantosamente a un ser humano, un humano que ejecutara sus últimos estertores después de una larga agonía. Nadie sabe adónde querían ir, y nadie sabe de dónde procedían: la respuesta de que surgían del río era tan simple como cierta, pero era tan simple que no describía la verdad. Durante dos semanas se prolongó aquella floración absurda y desesperada. Los anfibios ciegos, mutilados, surgían de las aguas y acometían un laborioso viaje sobre la hierba, hasta que en unas pocas horas el sol de julio los secaba y después eran pasto de las moscas y los gusanos.
Era la vida, que pugnaba por vivir, si pudiera decirse. No hubo modo de proporcionar ninguna ayuda.
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* Pedro Ugarte (Bilbao, 1963) es autor de cuatro novelas, Los cuerpos de las nadadoras (Premio Euskadi de Literatura), Una ciudad del norte, Pactos secretos y Casi inocentes (Premio Lengua de Trapo); y de varios libros de cuentos, entre ellos Guerras privadas (Premio NH de Libros de Relatos) y Mañana será otro día. Como autor de relatos muy breves, término que prefiere al de microrrelato, es autor de un solo libro, Noticia de tierras improbables (1992), que ha ido creciendo con el tiempo, hasta ser reeditado en Lengua de Trapo con el título de Materiales para una expedición (2003), convertido en uno de los libros más significativos del género en estos últimos años. El microrrelato que publicamos es inédito.
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* En la foto aparece Pedro Ugarte con Cristina Cerrada.
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2 comentarios:
Tras la belleza de las minuciosas descripciones del entorno, la igualmente minuciosa recreación de la inútil crueldad de la vida. Y un narrador omnisciente que no toma partido y se limita a dar cumplida noticia de un suceso. Así, el lector es libre de sacar sus propias conclusiones y tratar de establecer las inevitables similitudes, intrigado en descubrir hasta qué punto eran humanos los extraños animales. Un buen relato, en mi opinión. Supongo que la inexactitud atribuída a la prensa se refiere a que el suceso, que ha tenido lugar en la primavera, se hace transcurrir en un día de julio, o sea en pleno verano.
Sólo conocía de este autor su novela premiada Los cuerpos de las nadadoras, pero este breve relato me lo muestra de forma diferente. Una imagen poderosa es la que me queda después de leerlo.
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