jueves, 29 de octubre de 2009

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, 1

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"La huerta de Job"
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Quien le reclamaba la mitad de la huerta era el Doctor Quijada, Doctor en Leyes como él, e Inquisidor de Valladolid, y entonces su amigo más cercano, el cirujano Contreras le aconsejaba que se plegase y no pensase en pleitear. Por muy buenas razones que tuviera, porque ¿acaso no le había confesado un día que había recibido en herencia esta huerta de una abuela o tatarabuela suya que ni él recordaba cómo se llamaba, pero sí que él padre de esa abuela o bisabuela se llamaba don Moysén. De manera que, con un abuelo así que no se podía nombrar, ¿cómo iba a andar sacando sus escrituras?
-Entre gentes de sangres limpias, como nosotros –decía el Doctor Quijada- debemos arreglar estas cuestiones lo mejor posible. Y no me quitaría yo en abonar algunos dineros a Vuesa Merced por mitad de esa huerta que siempre se tuvo por nuestra en la familia.
Y él contestó que no se apartaba de discutir lo que hubiera que discutir, pero no comprendía por qué el señor Inquisidor se había encaprichado de la mitad de su huerta y mucho menos comprendía por qué le recitaba siempre un parentesco estrecho en sus familias, y gracias al cual la mitad de la huerta correspondía a cada uno de ellos.
-También podemos discutir sobre nuestras familias. Hasta Job se puso a discutir con Dios y Dios con él –argumentó el Doctor Quijada
-Pero olvida Vuestra Señoría, señor Doctor, que Job se quejaba con amargura de que Dios quiera discutir con él, porque Dios era Dios y él Job, sólo polvo y ceniza.
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Y añadió:
-O todavía menos, “hebel” o humo o vapor de agua, como decía el Génesis.
Entonces el Doctor Quijada hizo un gran silencio, y luego, mostrando una gran sonrisa dijo:
-¿Así que sabéis que Job se quejaba de ese modo, y que la Biblia Hebrea llama “hebel” al hombre y al mundo? Es interesante, verdaderamente.
Tornó a callarse un gran tiempo, pero se iba adelgazando tanto el silencio, y tanto estuvieron los ojos del uno buscando y rehuyendo los del otro, que ese silencio se quebró y desdee la estancia se oía el gritar de los vencejos al final de una tarde calurosa, y luego también se oyó el ladrido de un perro; y el Doctor Quijada volvió a sonreír, mientras a él le temblaban las piernas. Y entonces, finalmente, en voz muy baja concluyó diciendo que, pensándolo bien le cedía a Su Señoría la huerta entera. Y el Doctor Quijada volvió a sonreír, y luego dijo:
-En realidad no me interesa vuestra huerta ni partida ni entera. Lo que nos interesaba a los señores Inquisidores era saber si erais y sois “de ellos”, pese a vuestro apellido postizo; y ya lo he comprobado. No quiero más de vos. Podéis iros.
Él quedó anonadado y apenas si pudo levantarse del asiento. Tardó mucho en llegar a su casa que era casi paredaña con la del señor Inquisidor, y allí se metió en la cama de la que no volvió a levantarse, y al cabo de unos meses murió. El señor Inquisidor fue a dar el pésame a la mujer y al hijo de su vecino, y al despedirse dijo:
-Si hubiéramos discutido el asunto, como Job y Dios discutieron todo se hubiera arreglado y él no tendría que haber muerto.
Pero ni Doña Sara, la viuda del difunto, ni su hijo Moysén, dijeron nada a esto, sino que ellos también le regalaban la huerta entera al señor Inquisidor, y esa misma noche se fueron de Sefarad con unos arrieros flamencos, aunque no sin haber sembrado secretamente de sal la tierra de la huerta, y haber envenenado el pozo. Y en cinco siglos aquel terreno no puede sembrarse ni aquel agua beberse, ni tampoco puede edificarse sobre él. Sólo hay un peral seco, pero que nadie se ha atrevido a cortar, y aquel pago se llama “la huerta de Job”, que no pertenece a nadie, y figura como un baldío.
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* José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930) es narrador (El mudejarillo, 1992, y los cuentos que componen El ajuar de mamá, Menoscuarto, Palencia, 2006), ensayista (Los cementerios civiles y la heterodoxia española, 1979; y El narrador y sus historias, 2003), poeta y autor de diarios (Los tres cuadernos rojos, 1985; Segundo abecedario, 1992; La luz de una candela, 1996; Los cuadernos de letra pequeña, 2003; y Advenimientos, 2006). Como periodista llegó a dirigir El Norte de Castilla, de Valladolid. Con su libro de cuentos El grano de maíz rojo (Anthropos, Barcelona, 1988) obtuvo el Premio de la Crítica. Sus microrrelatos están recogidos en El cogedor de acianos (Anthropos, 1993) y Un dedo en los labios (Espasa Calpe, Madrid, 1996). Entre los diversos premios que se le han concedido destacaría el de las Letras Españolas (1992) y el Cervantes (2002). Tanto este microrrelato como el que daré en la segunda entrega son inéditos.
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* El cuadro es de Durero, "Job y su mujer".
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por este regalo.
Sobrecogedor. !Cuántos huertos sembrados de sal por "saber" seguimos teniendo, no?! mjesús