miércoles, 14 de mayo de 2008

La perorata de Angélica Liddell o El año de Ricardo

¿Por qué se ha visto tan poco en Barcelona el heterodoxo teatro de Angélica Lidell? En el 2005 le fue concedido el Premio Ojo Crítico a toda su trayectoria; el pasado año el CDN programó Perro verde muerto en tintorería: los fuertes; y ahora acaba de obtener el II Premio Valle-Inclán, el mejor dotado del teatro español. La autora nació en Figueras (Gerona), en 1966, hija de militar, aunque ha acabado afincándose en Madrid. Y creo que no es inútil del todo recordar lo mucho que le ha costado obtener un cierto reconocimiento, salir del subsuelo.
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Quizá no sea la mejor manera de conocer su teatro -de tener que buscarle una tradición, creo que provendría de Artaud, Jean Genet y Passolini-, asistir a un ciclo titulado, con escasa fortuna, "Radicales Lliure 08". Por lo demás, la exigente crítica local tampoco se ha mostrado demasiado complaciente con ella, lo que está muy bien, me parece una actitud sana. El año de Ricardo, escrita, dirigida e interpretada por Angélica Lidell (el apellido proviene del de la niña en la que se inspiró Lewis Carroll para su Alicia), y escenificada por la compañía Atra Bilis Teatro, se presenta como una versión libérrima y actual del Ricardo III, de Shakespeare. Pero la autora no engaña a nadie, ya que en ningún momento se cita al autor inglés, ni se le utiliza para enganchar al espectador. Con esta pieza, estrenada en Valencia en el 2005, completa una trilogía titulada Actos de resistencia contra la muerte, compuesta también por Y los peces salieron a combatir contra los hombres y Como no se pudrió... Blancanieves, publicada por la editorial Artezblai en el 2007. .
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La perorata que el insaciable Ricardo le dirige a su mudo sirviente (Gumersindo Puche) resulta machacona y te deja, a veces, sin resuello; apenas si te permite dar un respiro. Pero de eso se trata, de "que el lenguaje esté a la altura de las pasiones humanas", como ha declarado la autora, de abrumar al espectador con una sátira feroz del poder, de su lógica y su palabrería constante, que no suele dejar espacio para la meditación, para poder rumiar un discurso que se nos queda dentro porque se reitera hasta la saciedad. El protagonista es un monstruo, exhibicionista, cínico y manipulador, otro Ubú, nueva reencarnación del mal, uno de esos poderosos que se valen de la legalidad para conculcar las leyes, interpretándolas en su provecho. Un individuo cuyas pulsiones corporales se convierten en motor de sus acciones. Pero también hay en esta farsa, y no me parece menos importante, una defensa de los débiles; de los niños utilizados en las guerras, por ejemplo. Al final, el tirano termina convirtiéndose en escritor, puesto que cualquiera puede serlo, si consigue que se le preste atención, y los medios -ya se sabe- están dispuestos a ocuparse de cualquier nueva etiqueta, por peregrina e insustancial que resulte. Así, el monólogo pretende ser un revulsivo contra el adocenamiento de la sociedad, contra la idea del teatro como un simple entretenimiento intrascendente.
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El único defecto del montaje es que no sabe acabarlo y lo prolonga innecesariamente. Sintetizándolo, el impacto y la intensidad de la experiencia hubiera sido mayor. La atípica interpretación de Angélica Lidell fue memorable, con sus diversos discursos y un generoso despliegue de gestos y voces. La actriz rezuma energía, ira y visceralidad, con lo que cuerpo y discurso, lengua y sudor, se aúnan en su desaforada expresividad para inquietar al espectador, sacándolo de su letargo, de la habitual complacencia con la que suele seguir la representación.
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El espacio escénico está demasiado recargado de objetos y símbolos, minúsculos a veces, que para la autora deben ser cristalinos, pero sospecho que no lo son para los espectadores, abrumados ante tantas imágenes. El jabalí, las fotos de los niños vietnamitas asesinados, la cama, los pies... Tuvo la mala suerte de que le tocara un público gili, ese que no paga porque forma parte del cogollito teatral, de los teatreros, el público más resabiado y conservador entre los posibles, los enteradillos, una variante de esos que antes se denominaba "espectadores pintados". En fin.
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Y no deja de ser sorprendente que uno de los que más hayan jaleado el teatro de esta autora ("Angélica Lidell es el teatro") sea el periodista Luis María Anson ("Que él diga eso de mí es el puro exotismo", ha replicado la escritora), quien, por lo visto, no debe de sentirse identificado con ninguno de los siniestros personajes a los que con tanta lucidez denosta esta singular dramaturga. Pero así están las cosas en esta pintoresca época en que nos ha tocado vivir.


2 comentarios:

Juan Yanes dijo...

¡Ojo, Fernando, que donde las dan las toman! Primera línea "Por sé se".
Gracias por lo de Me"r"cé, te juro que me costó un montón encontrarlo. Durante mucho tiempo la llamé Mercè Rododera. En fin, lo mío es patológico.
Sigo a diario tu blog. Me gusta lo que escribes y la libertad con la que opinas de las cosas. Me gusta la idea amplia que tienes de la microficción y la defensa que haces de este género. Un abrazo. JUAN

Fernando Valls dijo...

Gracias, Juan, por la advertencia y por las visitas.