De melancólicos o críticos,
complacientes y visionarios: Notas sobre la banalización de la cultura y el
desprestigio de las Humanidades
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Entre tanta atonía no está
mal que surja el debate, la contraposición de ideas, replantearnos el papel que
debe desempeñar la cultura y la educación en una sociedad cambiante cuyo
destino no acabamos de reconocer. Los cuatro ensayos que vamos a analizar se
ocupan, en mayor o menor grado, tal y como se anuncia en uno de sus títulos, de la
denominada civilización del espectáculo,
y más en concreto del estado actual de la Universidad y de la crisis de las
Humanidades. Tienen en común que se leen con gusto, pues la claridad expositiva
es su objetivo, y que comparten un tono crítico general, unas veces más
incisivo y otras más comprensivo. Asimismo podría decirse que la visión que
proyectan casi siempre guarda relación, como no podía ser de otra manera, con
el estatus intelectual y la condición social de sus autores. El de mayor edad es
Mario Vargas Llosa (1936), Premio Nobel de Literatura, narrador, ensayista y
crítico literario de indiscutible prestigio. Los más jóvenes, Jordi Gracia y
Javier Gomá Lanzón, comparten fecha de nacimiento, 1965, siendo el primero catedrático
de Universidad, historiador de la literatura y crítico literario, mientras que
el segundo es filósofo de formación, ensayista y director de la Fundación Juan
March. Jordi Llovet, por su parte, nació en 1947 y es catedrático de Teoría de
la Literatura y Literatura Comparada, prejubilado, al tiempo que colabora como
articulista en la ed. catalana del diario El
País. Casi treinta años, por tanto, separan a Vargas Llosa de Gracia y Gomá
Lanzón, mientras que Llovet, por edad, se encuentra más cerca de Vargas Llosa
que de los demás. No sé si es necesario aclarar que todo ello no justifica que
piensen de una u otra manera, pero sí me parece que puede ayudar a explicar
ciertas actitudes. Y al respecto puede verse lo que apunta Gomá Lanzón en su
artículo “Ganarse la vida”.
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El volumen de Jordi Llovet (Adiós a la Universidad. El eclipse de las
Humanidades, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011), quien se presenta como “hijo
de familia burguesa de Barcelona y nieto de masovers
[aparceros] ampurdaneses” (p. 87), reúne varios libros en uno, complementándose
entre sí. El título y el subtítulo muestran una parte sustancial del contenido.
Se trata de una despedida con doble
sentido, pues no solo anuncia el fin de la Universidad tal y como la hemos
conocido hasta la fecha, sino también la prejubilación del propio autor, quien
–por cierto- ha vuelto a las aulas para dar clase de Literatura Universal a los
estudiantes de primer curso. De lo que cuenta, me interesa, especialmente, la
historia de su formación intelectual, su periplo por Europa (Frankfurt, Tubinga,
París, Urbino), así como la reflexión sobre lo que debería ser hoy la
Universidad y, en concreto, el estudio de las Humanidades. Sus críticas, que en
esencia comparto, van dirigidas a los efectos negativos de la implantación del denominado
Plan de Bolonia (1998) en nuestras facultades, a sus criterios mercantilistas,
otro de los asaltos neoliberales que ha acabado desembocando en la crisis del
2008, a la dictadura de los nefastos pedagogos (p. 240), y a cómo todo ello ha
ido minando la enseñanza de la Filología, dado el sustancial rebajamiento del
nivel de exigencia, no solo en la licenciatura sino también en los máster, en
mi Universidad al menos, plagados de estudiantes licenciados en China sin los
mínimos conocimientos para optar a un título que los encaminará al doctorado. Sin
embargo, no se limita a mostrarse crítico con ese imperio de la burocracia que
se nos ha echado encima, sino que además presenta alternativas sensatas, haciendo
hincapié, por ejemplo, en la necesidad del dominio del lenguaje, en todas las ramas
del saber, aunque me temo que a estas alturas del desastre nadie le preste ya la
más mínima atención. De igual modo, aprecio el tono autocrítico, el humor y la
sensatez que rezuman sus páginas. Así, por ejemplo, no he podido dejar de
reírme con la burla de los títulos de las conferencias que se imparten en su
universidad (p. 245), disparate que podría competir con los comentarios que
Cadalso, en sus Cartas marruecas, le
dedicaba a los libros de su época. El reconocimiento a sus maestros (Antoni
Comas, José Manuel Blecua [vid. el
atinado retrato que le dedica, p. 209…], José María Valverde o Martín de
Riquer), tanto a su autoridad intelectual como a su entidad moral, me hace recordar
otro de los desastres que nos ha traído el dichoso Plan: la prematura jubilación
de profesores de la valía de Fernando Savater, José-Carlos Mainer o Santos Sanz
Villanueva.
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El libro de Jordi Gracia (El intelectual melancólico. Un panfleto,
Anagrama, Barcelona, 2011), quien se presenta en una entrevista de Tomás Val
como “un vitalista melancólico dispuesto a combatir sus peores propensiones” (Mercurio, 137, enero del 2012), se tacha
en el subtítulo de panfleto, manera
astuta de curarse en salud. En sus páginas, sin citarlos explícitamente, refuta
las opiniones de Llovet y Vargas Llosa, que veremos de inmediato, a los que califica
sin embozo de intelectuales melancólicos, nostálgicos de un pasado
mejor, y de resistentes a las innovaciones que nos ha traído el presente (“nada
nuevo vale la pena”, p. 63), al tiempo que los presenta carentes de ironía y de
escasa capacidad autocrítica. Sea como fuere, no puedo dejar de pensar que ese
intelectual melancólico, tal y como se retrata aquí, es un monstruo de
laboratorio forjado en Tarrasa, inexistente en realidad; al menos yo no conozco
a ninguno parecido, de factura tan maniquea. Así, por ejemplo, cuando Jordi
Gracia esboza en su libro un ambicioso y más que sensato programa para la
socialdemocracia (p. 82), estoy convencido de que sus impugnados lo firmarían sin
dudarlo.
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Sí existen, en cambio, al margen de Jordi Gracia y Llovet,
otros muchos, sean escritores, periodistas, profesores o abogados que, más que
una actitud melancólica o nostálgica, poseen una visión crítica del presente.
Por qué, entonces, denominar melancólico
a lo que constituye una actitud disidente. Acaso, en dilucidar ese matiz,
podría hallarse la diferencia entre el ensayo y la barra libre que parece tener
el panfleto. Si alguien malintencionado aplicara esa misma lógica panfletaria a las reflexiones
de Jordi Gracia, podríamos tacharlo de intelectual
complaciente, convirtiéndolo de un
plumazo en acrítico, acomodaticio e incluso cínico, de lo que nuestro hombre en
Barcelona nunca ha dado muestras; antes bien, justo de lo contrario. Por otra
parte, ¿qué necesidad había de contestar a unos ensayos con un panfleto?, ¿no
hubiera sido más adecuado moverse en el mismo género, barajando semejantes reglas
de juego? A este propósito, la dedicatoria que encabeza el libro resulta programática,
puesto que el volumen está dedicado a su mujer y a sus hijos, el más joven,
todavía muy pequeño, con toda la vida por delante, sus “antídotos contra la
melancolía”. Y, en efecto, a diferencia de Vargas Llosa y Llovet, quizá Jordi Gracia
no pueda permitirse el lujo de mostrarse melancólico, aun cuando nada debería impedirle
exhibir una vez más un talante crítico. En ese ejercicio de windsurf en que se convierte su
apasionada argumentación nos encontramos, pues, con momentos de calma chicha y
con olas gigantes que se rompen bramando… “Sí, pero no, apunta, ya que nuestra
época, a pesar de dar cabida a la convivencia de sabios y analfabetos con
carrera, de grandes obras artísticas y banalidades, como ha ocurrido siempre
por lo demás, sigue sin dejar de apreciar y conceder atención a las creaciones
más sutiles y complejas". Ante esa conclusión de Jordi Gracia, en un justo medio ilustrado, solo podemos mostrarnos
de acuerdo. Con todo, mientras leía El
intelectual melancólico no he podido dejar de pensar que, estando su autor de
acuerdo en esencia con Llovet, había escrito un panfleto con el fin de encontrar
las razones que necesitaba para convencerse de lo contrario.
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Su apasionada respuesta, compartamos o no su forma de argumentar,
creo que resulta útil, pues presenta en carne viva el grave problema que acucia
hoy a la Universidad española, aunque no parece que los responsables políticos
y académicos hayan hecho nada de momento para evitarlo, con los Departamentos
ocupados en su mayor parte por profesores veteranos que se formaron en la
atmósfera del antifranquismo, y cada vez menos investigadores jóvenes, algunos
de ellos –no todos, desde luego- requetebecados,
sin que falten tampoco los complacientes con los dictados boloñeses, quizá
porque no les quede más remedio. La crisis, sin embargo, esta es la parte más
positiva, nos ha obligado a todos, jóvenes y veteranos, a adoptar una actitud
más vigilante con un sistema siniestro que nos ata de pies y manos, y que ha
impedido a aquellos un acceso natural a
la docencia.
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A la vista de los dos libros, no me parece justo que Jordi
Gracia sea presentado como un moderno
integrado; mientras que Llovet, en cambio, se nos muestre como un veterano apocalíptico, según he leído ya
en alguna ocasión. Ambos ensayos constituyen llamadas de alerta, si bien de
signo contrario. A título personal, entiendo y comparto algunos de los matices
que aduce Jordi Gracia, pero me parece que puestos hoy a escribir panfletos, tal y como están las cosas, resultaría
más provechoso ver el vaso medio vacío, en mi opinión la mejor manera -ni alarmista,
ni melancólica, ni siquiera pesimista, sino crítica- de sacar de la degradación
y el sopor a la Universidad, a los estudios de Humanidades y, con ellos, a los
de Filología.
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Creo, por tanto, que no puede negarse la crisis por la
que atraviesa la Educación en todos sus niveles, la enseñanza de las
Humanidades, de la Filología; en suma, resultado de la crisis de la sociedad
que se fue gestando tras la Segunda Mundial. El nuevo siglo ha traído consigo grandes
cambios y me parece que todavía estamos perplejos ante alguno de ellos, sin
saber aún qué deberíamos aprovechar y qué resultaría más conveniente desechar.
Ese es el reto. El libro de Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la
democracia necesita de las humanidades, Katz, Buenos Aires y Madrid, 2010)
aparece lleno de lúcidas consideraciones a este propósito.
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Lo
hasta ahora expuesto se halla estrechamente relacionado con la banalización de
la cultura que denuncia Mario Vargas Llosa (La
civilización del espectáculo, Alfaguara, Madrid, 2012), es decir, con su
masificación, con la preeminencia de lo cuantitativo sobre lo cualitativo defendido
por quienes Claudio Magris denomina lumpemburguesía,
junto a la idea de que los productos culturales deben tener como fin, sobre
todo, el entretenimiento de lectores y espectadores. Lo sorprendente del caso es
que algunos de los periodistas que más han contribuido a esa vulgarización entre
nosotros no hayan mostrado ningún empacho en recibir alborozados el libro del
narrador peruano español. Pero esa debe de ser otra de las muchas paradojas que
nos ha traído la posmodernidad.
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El volumen de Vargas Llosa se compone de seis capítulos y
una reflexión final que se completa con diversos artículos del autor publicados
en el diario El País a partir de 1995,
por lo que puede afirmarse que la constatación de la crisis cultural es incluso
anterior a la económica. El libro, impregnado del liberalismo y de la
concepción de la sociedad abierta que
viene defendiendo su autor, siguiendo a Karl Popper, arranca con una sucinta historia
de la concepción de la cultura, deteniéndose en el influyente ensayo de T.S.
Eliot (Notes Towards the Definition of
Culture, 1948), al que le sucede la respuesta de Georges Steiner (In Bluebeard´s Castle. Some Notes Towards
the Redefinition of Culture, 1971) y los
trabajos de Guy Debord (La société du
spectacle, 1967), Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (La culture-monde. Réponse à une société désorientée, 2008) junto con
Frédéric Martel (Cultura Mainstream,
2010).
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En la línea de Jean-Francois Revel (Porquoi des philosophes?, 1957), Alan Sokal y Jean Bricmont (Imposturas intelectuales, 1998), fíjense
en los cuarenta años que separan sendos libros, Gertrude Himmelfarb (On Looking Into the Abyss, 1994) o de
ensayistas del mundo hispánico tales como el argentino Juan José Sebreli (El olvido de la razón, 2006) aunque no lo
cite, o el más joven Carlos Granés Maya (El
puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, 2011), a quien Vargas Llosa viene
apadrinando, impugna una compleja tradición cultural que en el arte y en la
música arranca con Duchamp o John Cage y desemboca en el Mayo del 68 (“revolución
de niños bien”, la denomina), cuando se cuestiona y derroca el principio de
autoridad (en la familia, la enseñanza, la cultura, etc.), y en el pensamiento
de la escuela estructuralista y en sus continuadores, con Lacan, Paul de Man, Foucault,
Derrida y Barthes a la cabeza, para conectar –en cambio- con otras ideas críticas,
tanto culturales como literarias, que pasan por clásicos como Edmund Wilson (To
the Finland Station: A Study in the Writing and Acting of History, 1940), Lionel
Trilling (The Liberal Imagination, 1950) y Marshall McLuhan (The Gutenberg Galaxy: The Making of
Typographic Man, 1962; Understanding
Media: The Extensions of Man, 1964; y en colaboración con Quentin Fiore, The Medium is the Massage, 1967). Lo
preocupante al respecto es que no haya encontrado otras referencias más
recientes, como pudieran ser los estudios de Harold Bloom o Marcel
Reich-Ranicki; a cuyos nombres podríamos añadir, sin desdoro alguno, como
excelente ensayista literario, el del propio Vargas Llosa. Al hilo de estos
razonamientos debería tomarse nota de algunas sucintas definiciones que nos
proporciona de conceptos, no siempre claros, como alta cultura, best-sellers
o frivolidad (pp. 43, 47 y 51)
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No puedo detenerme ahora en apreciaciones,
unas ciertas y otras más bien apocalípticas, cuando no meramente subjetivas y
personales; así la afirmación de que la cultura, tal y como la habíamos
entendido hasta hace poco, está a punto de desaparecer (p. 13); o que la
palabra, deteriorada, haya quedado subordinada a la imagen o a la música (p.
22); junto a su defensa de la mayor complejidad de la literatura con respecto al
cine (p. 216); la pérdida del pudor y la banalización de las relaciones
sexuales; o la idea de que en la religión sea donde, en mayor medida, se recoge
la espiritualidad (idea que comparte con el Peter Sloterdijk de Has de cambiar de vida); pues me
interesa más la constatación de la incertidumbre, del malestar en la cultura,
que ya en 1930, tras otra grave crisis económica, captaron tanto Freud como Ortega
y Gasset, en El malestar en la cultura
y La rebelión de las masas; de la
gran confusión en la que vivimos, y en especial, de la falta de criterio para
distinguir lo que es mera diversión de otras obras complejas y ambiciosas.
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Si la pretensión del libro de Vargas Llosa estribaba, en
suma, en “dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se
entendía […] por cultura” (p. 13), el objetivo está cumplido. Quizá sea cierto
que las horas hayan perdido su reloj,
según reza la cita de Vicente Huidobro que encabeza el libro, pero no lo es
menos que, incluso para quienes podemos estar en esencia de acuerdo con Vargas
Llosa, la idea que teníamos de la cultura se ha visto modificada. Más en
concreto, y sin por ello dejar de defender la excelencia, han ido surgiendo
otros mecanismos, desde la facilidad para estudiar o viajar, hasta el mayor
acceso al conocimiento que ponen a disposición del que quiera las grandes obras
de la literatura universal. Por poner un solo ejemplo, ¿acaso podían soñar los
lectores del El Bierzo que en el viejo castillo templario de Ponferrada iba a
estar a disposición del público lector una de las mejores colecciones del mundo
de facsímiles, de libros iluminados, el legado de Antonio Ovalle García? Es
evidente que no. Bueno, pues ello es producto de los avances de las técnicas de
reproducción e impresión, y en este contexto cabe recordarlo.
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Por otro lado, los autores de los tres libros que estamos
comentando dialogan entre sí y comparten un
mismo tono provocativo; no en vano, Llovet reseña el libro de Vargas
Llosa con elogios, sin dejar de ponerle por ello alguna pega (“El espectáculo
devorador”, El País, 28 de abril del
2012). Asimismo, los libros de ambos tienen en común un enfoque desesperanzado,
la crítica de la relativización de los valores y la defensa de las élites
intelectuales; mientras que Jordi Gracia, por su parte, tras compartir, matizar
o criticar abiertamente algunas de sus ideas, vuelve a responderles en un
artículo algo más ponderado (“Los espejismos del Apocalipsis”, El País, 6 de junio del 2012). No menos sorprendente
resulta que pese a estar de acuerdo en esencia, Llovet achaque parte de los
males que padecemos al neoliberalismo, mientras que Vargas Llosa se erige en uno
de sus más conspicuos valedores, pues a la sorprendente defensa que hizo en su
momento de la política de Margaret Thatcher (renovada en "La partida de la Dama", El País, 21 de abril del 2013), se suma ahora la ya completamente inverosímil de Esperanza Aguirre.
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Lo que más aprecio, por último,
del libro de Javier Gomá Lanzón (Todo a
mil. 33 microensayos de filosofía mundana, Galaxia Gutenberg/Círculo de
Lectores, Barcelona, 2012), quien se proclama “hijo gozoso de mi tiempo” (p.
107), es la frescura con que se desenvuelve en unos textos caracterizados por
la condensación y la brevedad (mil palabras), por la claridad expositiva y por los
retos que se plantea mediante la
reflexión sobre diversos temas, entre clásicos y poco ortodoxos. De este modo, encara
siempre de forma sistemática cuestiones peliagudas, proporcionándonos a menudo respuestas
verosímiles; o bien concluye el microensayo dejando una pregunta en el aire, en
el fondo otra manera de incitarnos a que sigamos reflexionando por nuestra
cuenta. Tampoco descuida la forma; obsérvense los títulos, principios y
finales, y el lenguaje que utiliza: así, el tono mundano, levemente zumbón (les
recomiendo “El dudoso porvenir del sexo placentero”) pero no por ello menos riguroso,
resulta el más adecuado para el público lector al que se dirige, el de los
diarios El País y La Nación de Buenos Aires. E incluso
algunos se plantean el sentido y el porqué del uso de ciertas expresiones. Con
respecto al terreno de lo literario, apunta que no existen genios desconocidos;
se pregunta en qué consiste la vocación literaria; reflexiona sobre la
oralidad; se atreve a mostrarnos El
Quijote desde otras perspectivas; y en otros dos artículos: “Responsabilidad en el arte” y “El tema de la
novela futura”, se plantea cómo debiera ser la novela del presente, abogando
por la vuelta de lo que denomina “novelas de educación”, o “novela problemática
de socialización”, como creo que podrían ser las recientes La hija del Este, de Clara Usón, o En la orilla, de Rafael Chirbes. Con el resto de los autores
comparte, además, varios temas relacionados especialmente con la globalización
y el multiculturalismo (véase el excelente artículo “Me declaro culpable”); el
estado actual de la cultura (“una calamidad”, p. 105), la “degeneración
generalizada” de los medios de comunicación y el papel que desempeña la denominada
cultura de masas, que no duda en tachar
de “vulgaridad triunfante” (p. 106); pero también con las exigencias de la
educación; la importancia de la novedad y de la singularidad; la pérdida de la
privacidad; o las reflexiones sobre en qué consiste ser culto o ser sabio, y lo
difícil que supone ser contemporáneo.
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La polémica, sobre todo a raíz de la publicación del
libro de Vargas Llosa, ha cosechado nuevos actores, pues a ella se han sumado,
de manera más o menos explícita, Jorge Volpi, quizás el más integrado de todos, a veces incluso hasta
la papanatería visionaria; quien ha sido director del Canal 22 de la televisión
pública mexicana, y que entiende esta nueva época “como la oportunidad de
definir nuevas relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de
la banalidad […], el reconocimiento de una libertad que por vertiginosa,
inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa
siempre luchó” (“El último de los
mohicanos”, El País, 27 de abril del
2012; y antes, “Réquiem por el papel”, El
País, 15 de octubre del 2011, respondido por Vicente Molina Fox en “El
siglo XXV: una hipótesis de lectura”, El
País, 3 de diciembre del 2011). Gomá Lanzón nos recuerda en su libro, sirviendo
a nuestro propósito, que en El misántropo,
de Molière, el personaje llamado Filinto pide a los hombres un poco de “virtud
sociable”, frente a los inconvenientes excesos de sinceridad por parte de
Alcestes. Sea como fuere, el caso es que tampoco el primer artículo de Volpi fue
bien recibido, pues obtuvo una dura réplica del escritor César Antonio Molina (“Mohicanos
y bárbaros en el gueto”, El País, 29
de mayo del 2012). David Trueba (“Espectacultura” y “Cultura dos”, El País, 3 y 4 de mayo del 2012), a su
vez, discrepa de Vargas Llosa en lo esencial de su argumentación y le reprocha,
con razones bien fundadas, no haberse dado cuenta de que no ha sido la masa quien ha banalizado la cultura,
sino algunos de los protagonistas del mundo cultural, como destacados empresarios
de medios y otros negocios adyacentes, acaso los representantes más conspicuos
del capitalismo neoliberal.
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A veces, leyendo este
conjunto de trabajos, sean libros o artículos,
he tenido la sensación de que los argumentos estaban forzados, pues de
todo cuanto apunta el contrincante prefieren quedarse solo con lo que interesa a
sus propósitos, sin atender a puntualizaciones, matices o términos medios. Tras
esta maraña nos queda la impresión de que los contendientes se dividen en dos
grupos, a saber: los nostálgicos o melancólicos, y los optimistas, abiertos a las
novedades. Creo que si leemos los textos con detenimiento, los argumentos de
unos y otros resultan mucho más complejos, de ahí que me parezca injusto
encasillarlos de tan burda manera. Los títulos de sus trabajos se revelan sin
duda muy aleccionadores, pues nos permiten observar desde qué pretendida
posición de superioridad se dirigen a los lectores, de modo que a veces no solo
se descalifique al adversario o se prevea el futuro, sino que se autorretraten
como sujetos comprensivos y abiertos de mente.
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Los integrados más feroces parecen sentir la imperiosa necesidad
de evocar un mundo que aún no ha llegado y nos conminan a acelerar su ruina
(fuera derechos de autor, disuélvase la autoría, desaparezcan las librerías,
los distribuidores y el libro de papel), a fin de que se convierta cuanto antes
en realidad, y puedan de una vez escribir -¿cómo llamarlas, piezas?- en las que convivan las letras,
la imagen y el sonido, luz y color, destinados a libros electrónicos que todo
el mundo leerá cuando el fútbol haya dejado de interesar al pueblo soberano, la
gente no pierda el tiempo en los bares y todos seamos más ricos, un poco más
guapos y eternamente jóvenes. La pregunta debería ser entonces: ¿por qué no se ha
hecho hasta ahora? Yo, por mi parte, espero con infinita curiosidad esa nueva obra total de cualquier ambicioso artista,
dispuesto a lanzar las campanas al vuelo, cogido de la mano del viejo Wagner,
quien habrá regresado del mismísimo Walhalla para celebrarlo conmigo.
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Los nuevos tiempos han traído
consigo novedades útiles de las que venimos aprovechándonos, y otras que no
deberíamos aceptar sin cuestionarlas al menos. En este siglo y en el tramo final
del anterior se han producido grandes cambios (sociales, económicos y
culturales), aunque no siempre hayan resultado ventajosos. La tendencia de la
mayoría parece consistir en aceptar todo lo nuevo por el solo hecho de serlo, en
no cuestionar ninguna novedad, lo que al fin y a la postre no es más que una
actitud tontorronamente complaciente. Hoy por hoy, no hay mayor conformismo que
esa alegría con que venimos jaleando todos los inventos que salen al mercado:
la aparición del llamado libro electrónico no es más que otro de los últimos.
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En la actualidad, tras la crisis del 2008, el disparatado
Plan de Bolonia no puede realizarse tal y como se pensó y justificó, pues
carecemos de los recursos necesarios para llevar a la práctica lo que se nos
vendía, y no obstante seguimos padeciendo su inconsistencia y banalidad sin que
de momento se haya puesto remedio. De donde las Humanidades, “las ciencias que
permiten al ciudadano conocerse y explicarse”, según Francisco Calvo Serraller (“Paloma”,
El País, 7 de enero del 2012), llevan
hoy la vida de un boxeador en camino de acabar sonado.
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Si estamos de acuerdo en que el sistema educativo, la
Universidad, la cual debería ser una prioridad para cualquier gobierno, debe
formar ciudadanos y no útiles productores, que tengan conocimientos pero
también una actitud reflexiva y crítica ante los sucesos sociales, es evidente
que la red escolar, desde el parvulario a los máster y el doctorado, hace
tiempo que no funciona en España como debiera. Mientras que la confección de la
política educativa, de los planes de estudios, siga en manos de los pedagogos, la
enseñanza seguirá empeorando, como ha venido haciéndolo en las tres últimas
décadas. En esto también le doy la razón a Llovet. Por ello hay que leer estos
libros y meditar sobre cuanto dicen, porque aluden al presente y al futuro de
nuestro país, de la educación de los ciudadanos; al papel que debiera
desempeñar la cultura en una sociedad democrática, libre, hasta donde
razonablemente nos dejen serlo. Creo que ni la educación ni la cultura puede
ser solo rápida, entretenida y provocadora, para que nuestros alumnos, lectores
y espectadores no ¿se aburran?, pues también precisa que sea –ya se considere esta
idea de derechas o de izquierdas, a mí me parece más bien lo segundo- lenta,
exigente y compleja, capaz de adquirirse con paciencia, dedicación y esfuerzo,
un enfoque este tal vez más aburrido al principio, aunque en absoluto si le
ponen interés y atención –véase, al respecto, otro artículo de Gomá Lanzón,
“Prestar atención”- suficientes a fin de que resulte al cabo atractiva y
apasionante. Esa es mi propia experiencia.
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* Este artículo ha aparecido publicado en la revista Ínsula, núm. 798, junio del 2013, pp. 2-6.
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10 comentarios:
Un gran artículo, de los que debería haber más sobre la banalización de la cultura. Creo que es el papel de los intelectuales, aclarar caminos, desbrozar, evitar senderos sin salida. Sin ánimo de polemizar porque no tengo este nivel, me he acordado, según leía el artículo, de un libro de Alessandro Baricco, titulado Los nuevos bárbaros, una recopilación de artículos que escribió precisamente para intentar aclarar lo que estaba pasando. No he leído los que mencionas, Fernando, pero si puedes encontrarlo (es de hace algunos años) creo que podría interesarte. Solo pongo un ejemplo que ilustraba su tesis, que no desvelo: Beethoven fue defenestrado por la crítica del momento cuando estrenó la Novena Sinfonía precisamente por banal, porque mercantilizaba la música y la hacía asequible al gran público. No tengo aquí el libro para copiarlo, pero decía algo así como música para modistillas y señoras con sombreros. Y hablaban de él como un musicastro, que se presenta a los conciertos con una chaqueta verde de terciopelo (anatema) y sin peluca, con una melena propia que dejaba caer sobre sus hombros... Hoy, esa sinfonía, banal, se ha convertido en el himno de Europa.
Besos y gracias tu artículo.
Hola Fernando. He leído con auténtica fruición tu artículo, en el que haces gala de una capacidad de síntesis extraordinaria; donde muestras el grosor del debate en torno a la cultura y el grosor de tus propios conocimientos sobre el asunto; donde fijas tus posiciones a la par de exponer con claridad puntos de vista contrapuesto, yuxtapuestos, complementarios. Un artículo sin duda espléndido como guión de lecturas.
Permíteme únicamente matizar una de las afirmaciones, sin duda marginal en el conjunto de problemas que planteas. Me refiero a ese latiguillo del que te haces eco: “dictadura de los nefastos pedagogos”. Y al final del artículo: “Mientras que la confección de la política educativa, de los planes de estudios, siga en manos de los pedagogos, la enseñanza seguirá empeorando, como ha venido haciéndolo en las tres últimas décadas”. Te podría remitir a algunos textos donde se rebaten los argumentos que están detrás de estas afirmaciones, pero no quiero convertir este comentario en un artículo académico. Sí me gustaría decirte algunas cosas que puedan servir para seguir hablando. ¿Por qué se mete a “todos” los pedagogos en un mismo saco, como si fuéramos una cofradía, o un grupo político organizado, una secta? Esto es algo que me intriga mucho, entre otras cosas porque ni siquiera existen los colegios profesionales de pedagogos, ni sindicatos de pedagogos. Internamente es un grupo en el que existen unas batallas ideológicas fuertísimas. Hay pedagogos de derechas y pedagogos de izquierda, misóginos, confesionales, marxistas, tecnócratas, críticos, neoliberales... Hay pedagogos del Opus Dei y pedagogos ácratas, unos serán más nefastos que otros, en fin supongo que como cualquier otro gremio. En muy pocas ocasiones han actuado colectivamente como gremio… ¿Qué “poder” tienen los pedagogos en la confección de políticas educativas, de planes de estudio, etc., en este país? ¿De dónde sale el poder oscuro que se le otorga a estos tipos siniestros, quién se lo ha dado, dónde se ubica, cuáles son los nombres y apellidos de estos sujetos siniestros, qué mecanismos utilizan para tener tamaña capacidad de influir? Todo son fantasías. Los pedagogos parecen estar jugando el papel de chivos expiatorios de los males de nuestro sistema educativo, desde el tiempo de Concepción Arenal a hoy, siglo y medio después. Y, sin embargo, ¿cuál es la realidad? La realidad es que no tienen poder. Cero, nada, no tienen, ni han tenido ningún poder. Siempre ha sido un colectivo marginal dentro y fuera de la universidad en la triste historia educativa de nuestro país. Yo mantengo la hipótesis de que la demonización de los pedagogos en la universidad, ha subido de tono con la implantación de la reforma de Bolonia y por razones estrictamente gremiales, porque el master de secundaria se ubica en la facultades de educación y no en las facultades de Historia, Geografía, Filosofía, etc… ¿Qué pibe va a hacer el master de secundaria y después otro master en su facultad? Este es uno de los elementos que está detrás de esa condena, bastante irracional, de los pedagogos. Cuando la LOGSE, ocurrió el mismo fenómeno… pero no fueron precisamente los pedagogos los que confeccionaron o asesoraron esa ley y las políticas que la sustentaron y desarrollaron. Bastaría, simplemente, repasar la nómina de altos cargos y de asesores del MEC durante ese largo periodo. Nunca la enseñanza, en este país, ha estado en manos de los pedagogos, eso es totalmente incierto.
Fernando, no te incordio más. Sigo leyendo de tu blog que me mantiene al día y del que aprendo constantemente cosas, aunque no te deje comentarios, sino que pase de puntillas. Un saludo.
JUAN YANES
Gracias, Carmen y Juan, por vuestros comentarios.
Carmen, no conozco el libro de Baricco, pero el problema que tenemos ahora me parece que es el contrario, pues le prestamos demasiada atención a libros anodinos, y no parece que nos hayamos saltado a ningún Beethoven. Creo que al último gran escritor que no se le hizo justicia en vida fue a Max Aub, cuya obra conocemos ahora mucho mejor y ocupa el lugar que le corresponde en la historia literaria, como tú sabes tan bien como yo.
Juan, generalizar no es justo, en efecto, y no me cabe duda alguna de que habrá pedagogos sensatos, pero los planes de estudios que padecemos desde hace tres décadas, con el Plan Bolonia como remate final, se los debemos a esos otros a los que yo me refería, aunque claro está que con el beneplácito de los políticos de turno, que han sido de casi todos los colores. En mi Universidad, por ejemplo, todos los desastres se les han ocurrido a ellos, pero si en el apoyo del equipo rectoral no hubieran logrado hacer tanto daño.
Abrazos a los dos.
No, no parece que nos hayamos saltado a ningún Beethoven, pero vete tú a saber. Pongo solo un ejemplo, aparte de Max Aub, que ya sabes la devoción conjunta que profesamos. Voy a algo más actual: Chirbes. Desde su primera novela ha intentado abrir un camino, una crítica a lo que estaba pasando en este país, una literatura profunda que quería acercarse precisamente a Aub o a Galdós, y nadie le ha hecho caso hasta que... la realidad se ha acercado a su literatura, por decirlo de algún modo metafórico. A lo que voy: yo soy de las que piensa que, pese a los planes educativos, las dos generaciones siguientes a las mías están mejor preparadas de lo que lo estuvo la mía, sesgada por unos planes de educación fascistas en la que una estudiante de Historia contemporánea, mi caso, solo tenía una asignatura de ese contenido en el último año de carrera. ¿Qué es mejor? El debate es interesantísimo y si puse el ejemplo de Beethoven o Chirbes, o Aub es para mostrar que SIEMPRE ha existido esa controversia. Claro que cuando la educación era elitista esa élite estaba muy bien preparada, pero, ¿y los demás? Con respecto a los pedagogos no tengo nada que decir, sí, en cambio, en las políticas culturales de este país de las que tuve arte y parte activa, tengo que reconocer que aprendí a mirar de manera aviesa a los sociólogos.(Con perdón porque hay de todo). En todas partes cuecen habas. Besos polemizadores.
Querido Fernando:
Cuando por fin puedo dedicar un poco de tiempo a la lectura, recalo en tu blog y zas! enganchadita hasta el último hilo. Aunque con certeza no podré abarcar la lectura de las obras que citas, mi agradecimiento por ellas y sobre todo por ese final sobre las concepciones de izquierdas y de derechas sobre algunos principios de la educación. Las aguas andan tan revueltas que no sabemos ya si suben o bajan, ese punto de claridad en tu blog, me reconforta especialmente este verano. Me copio la cita y me la llevo al Rincón del escribidor, para que inaugure septiembre.
http://rincondelescribidor.blogspot.com.es/2013/07/de-izquierdas-y-derechas.html
Un millón de gracias
Carmen, me parece que a Chirbes le ha llegado el reconocimiento definitivo con sus mejores novelas, las dos últimas, aunque siempre fue un narrador tenido en cuenta, desde sus primeros libros. Y respecto a la preparación de las últimas generaciones, solo puedo hablar con conocimiento de causa de los estudiantes de Filología, de Humanidades, y mi impresión es que en estos últimos años el nivel de conocimientos e interés por el estudio ha bajado muchísimo. Me parece que hay valores de los que se ha apropiado la derecha (la exigencia, el esfuerzo, el gusto por el trabajo bien hecho...) y deberían ser obvios, y de izquierdas, para entendernos en estas simplificaciones.
Gracias, Carmen y Emilia, por vuestros comentarios.
Muchas gracias por ese análisis sereno e inteligente, Fernando. Yo, como muchos, supongo, oscilo a días entre los apocalíptico y lo integrado sin saber muy bien con qué conclusión quedarme. En cualquier caso, no creo que lo que está sucediendo con la universidad en general, y con las Humanidades en particular pueda desligarse de la confusa situación social. Estoy del todo de acuerdo con tus últimas frases del comentario de arriba, pero quisiera añadir que viene de muy lejos. Yo terminé mi carrera de filología en los 80 y todavía recuerdo el horror y el escalofrío que me recorrió cuando, en una asignatura llamada "literatura del siglo XX", los estudiantes, merced a los nuevos aires "democráticos" de la Uni ¡se quejaron de la excesiva, según ellos, lista de lecturas obligatorios! y querían estudiar filología y tal vez algunos sean escritores y todo...
Quizá, para los que no somos intelectuales, el término "alta cultura" que tanto dio por acuñar, haya hecho mucho daño, marcándonos demasiado respeto, demasiada distancia. Puede que eso haya influido también a que la "masa" se haya acercado menos o con demasiado recelo a la cultura, que debiera ser una, aunque múltiple en su unidad.
Isabel, el deseo de leer de los estudiantes no solo no ha mejorado sino empeorado, con excepciones, claro.
Miguel Ángel, a mí no me gusta el término alta cultura. En el caso de los libros, cada uno debe elegir los que le apetece leer, aquellos con los que disfruta. Pero no estaría mal que con el paso del tiempo, cuando uno se aficiona a leer, disfrutara con libros más complejos.
Gracias a ambos por vuestros comentarios.
Enhorabuena por tan sugerente blog. Me lo recomendó un amigo y... seguiré rondando,
una forta abraçada, amic
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