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Como clausura de
las actividades del año ruso en Alemania actuó hace unos días en la Filarmónica
de Berlín la orquesta del Teatro Marinsky, de San Petersburgo, dirigida por
Valery Gergiev. Durante la primera parte interpretaron piezas de Wagner y
Shostakóvich, con la colaboración del bajo René Pape, que cantó un fragmento de
La valquiria, y el pianista Denis
Matsuev, respectivamente. En la segunda parte del concierto, en cambio, tocó
solo la orquesta, interpretando la “Patética” de Chaikovski. El teatro estaba
lleno y lo único negativo fue que tuvimos que soportar un par de discursos políticos, en
ruso y alemán, con sus correspondientes traducciones a la otra lengua. El
público, alemanes y japoneses aparte, estaba compuesto en su mayoría por rusos,
quienes me temo que siguen siendo poco apreciados por los alemanes, por
gritones, horteras y amigos de la ostentación (los tacones de las señoras son
tan llamativos como sus peinados), con todas las razonables excepciones que
queráis.
Pero no voy
hablar de los rusos en Berlín, ni tampoco de música, sino del director, de la sorprendente
puesta en escena de Valery Gergiev. Para empezar, se hace esperar siempre,
apura todo lo que puede el tiempo de salida al escenario, pero cuando acaba la
pieza y el público aplaude reparte generosamente los reconocimientos con los
solistas, el concertino y el conjunto de la orquesta.
A Gergiev hay que
verlo en la Filarmónica desde el sector H, teniéndolo de frente, aunque la
orquesta nos dé la espalda y la voz de los cantantes se aleje hacia el lado
contrario del teatro. Aquí, el escenario está situado en el centro de la sala,
como si se tratara de una pista de circo, y lo rodean los espectadores, que
parecen colgados de las paredes, de abajo arriba. Pero el espectáculo lo dio el
director que condujo la orquesta prescindiendo del atril y de la batuta, tal
como hizo en la segunda parte, poniendo en movimiento todo el cuerpo,
encogiendo los hombros y moviendo la cabeza, y hasta susurrando, indicando a
los músicos con los ojos lo que debían hacer y sobre todo acompasando las manos. La izquierda desempeñó un papel importante pero secundario, sobre todo comparada
con los gestos que desarrolló la mano derecha, con unos dedos que no permanecieron
un solo instante quietos, pues giraron, apuntaron, se agruparon y abrieron
volando como si de un pájaro se tratara, superando con creces las
posibilidades de la batuta. A pocos directores de orquesta hemos visto sacarle
tanto partido al cuerpo, a la gesticulación, y a menos aún cuyas indicaciones sigan
los músicos con tanta precisión como si adivinaran el sentido de cada gesto. Alguien
debería rodar un corto con los movimientos de este director a lo largo del un
concierto. Si tenéis oportunidad de verlo actuar, sobre todo con la Orquesta
del Marinsky, no os perdáis la actuación del extraordinario maestro Gergiev.
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