jueves, 12 de junio de 2008

Elogio de la Feria del Libro de Madrid (y 2), por Jorge Herralde

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El joven Marías registraba en un papel cada firma con un palote y cuando llegaba a cinco tachaba el conjunto y empezaba otro. Al principio, esas proezas no siempre sucedían. Luego, a partir de Corazón tan blanco, el acelerón hizo imposible la minuciosa estadística. En cuanto al gran ensayista José Antonio Marina, tan suelto, sociable y exitoso, era y sigue siendo muy reacio a las firmas, lo que es un misterio colosal, como diría Josep Pla. Una vez en que conseguí que se acercara a firmar, se situó de espaldas al público, a lo Miles Davis, en sus conciertos, como fingiendo observar los pósters y libros de la caseta. Aunque si era requerido por los paseantes más expertos en cogotes, José Antonio firmaba muy cortésmente. En otra ocasión, estaba en la caseta hablando en catalán con Quim Monzó, y aunque mis pulsiones patrióticas no puedan ser más débiles, soy felizmente bilingüe, la encargada nos advirtió, muy amablemente, que cuando empezaran las firmas, habláramos en castellano: un rasgo de prudencia con algún coletazo del macizo de la raza.
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Las anécdotas, claro, son incontables. Seguiré con unas pocas, empezando por los viejos tiempos. En 1971 acababa de distribuirse un curioso librito, con el que debutó Vicente Verdú, llevaba el título de Si Ud. no hace regalos le asesinarán, que albergaba dibujos y leyendas con un registro más bien críptico. Pues bien, fue incautado por la policía en la propia Feria, quizás el secuestro más surrealista de toda la larga historia de la censura franquista. Imagino que el hecho de que el libro estuviera prologado por Manuel Vázquez Montalbán y publicado en Anagrama, de breve pero sólido pedigrí izquierdoso, debió de alarmar a la superioridad competente más que el propio libro. Como ejemplo de las páginas más subversivas (con todas las comillas posibles) puedo recordar el siguiente: en una página ponía La vida civil, con un ciprés en medio; en otra, No creen en nada, y en una esquina un tiesto y una flor; y en otra, con grandes mayúsculas, LA POLICÍA, junto a unos labios pintados. Como si los censores hubieran adoptado, para dicho secuestro, el slogan del mayo del 68: “La imaginación al poder”.
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Cuando edité las Cuatro tesis filosóficas, de Mao Tsetung, el primer libro suyo publicado legalmente en España, con su foto bien visible en la portada, me contaron que se acercó a nuestro stand un sujeto con el inequívoco bigotillo facha. Se paró atónito, cogió el libro en sus manos, como para cerciorarse de tal blasfemia, y lo estampó contra la pared de la caseta... ¡Hasta aquí podíamos llegar!, gestualizó.
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Otra anécdota que también me contaron: en España habíamos empezado a publicar a Thomas Bernhard tres editoriales: Alfaguara, Alianza y Anagrama, y gozaba, claro está, de un enorme prestigio. Lo habíamos invitado numerosas veces, pero sin ningún éxito. En aquella ocasión, el responsable de nuestra caseta vio a un sujeto que estaba mirando nuestros bien visibles libros de Bernhard y creyó reconocerle: “¿Es usted Thomas Bernhard?, le preguntó”. El individuo sonrió y se desvaneció como Orson Welles en El tercer hombre, aunque a plena luz del día. Y jamás regresó...
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No menos célebres eran las elaboradas estrategias de Antonio Gala, habitual gran triunfador, y de su secretario, para optimizar el flujo de las innumerables colas, como se diría en jerga nada literaria, así como la conocida relación amor-odio, o viceversa, que tenía Gala con las compradoras de sus libros (hay bibliografía). Y durante años fueron alarmantemente ostentosas las grandes colas frente a la caseta del ultra por antonomasia Blas Piñar (aparcado a menudo en la librería Rubiños). El discutible honor de sucederle podría atribuirse al radiopredicador multiprocesado. En ocasiones, recorría el paseo algo así como una alegre bandada de estilizadas aves zancudas, esbeltísimas, frágiles y gorjeantes, que recordaban a jóvenes veraneantes proustianas. Entre ellas, recuerdo en especial a Marisa Paredes, con una boquilla (real o inventada), a Soledad Puértolas y a Marisa Torrente, con su impenetrable flequillo y acompañada siempre por su hijo Marcos, algo soñoliento, con su aire a lo Tadzio, el personaje de Muerte en Venecia. Y como coreógrafo juguetón y algo pérfido, el añorado Michi Panero.
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Y fue importante el entusiasmo de la gente de la prensa apoyando el evento. Recuerdo, sobre todo, las divertidas crónicas de Maruja Torres y de Rosa Mora, o el do de pecho que Rafael Conte, el pope de la crítica, acostumbraba a reservar para esas fechas. Y surtía efecto: así lanzó Bella del Señor, un tomazo tan magnífico como a priori temible. Gracias de nuevo, Rafa. Desde hace muchos años, para Lali y para mí, el ritual es casi idéntico. Parábamos en el hotel Wellington, muy cerca del Retiro, y el primer sábado de la Feria iniciábamos el paseo, deteniéndonos en las casetas, saludando a tantos amigos firmantes y a tantos amigos libreros. Así, por ejemplo, varios incombustibles: Méndez en su selecta caseta; o Chus Visor, rodeado de sus poetas de guardia; o Mili Hernández en Berkana, que siempre me pregunta: “¿Y qué preparas para mí el próximo curso?”, mientras me mostraba lo bien expuestos que estaban nuestros libros de temática lesbiana y gay, de Sarah Waters, Patricia Highsmith, David Leavitt, Alan Hollinghurst, Truman Capote o William Burroughs.
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Durante unos años parecía que la Feria corría el peligro de morir de éxito. Y me refiero al éxito masivo, el éxito basura, tipo Marbella, Benidorm, o incluso el riesgo que corre el propio Día del Libro en Barcelona. El ejemplo más peligroso quizá fuera la proliferación de casetas, muchas de ellas alquiladas por grandes editoriales que, así, se sumaban a las suyas propias, con lo que la oferta se repetía y el paseo era cada vez menos atractivo. Por no hablar de las numerosas de los vendedores de obras a crédito, los temibles placistas.
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También existían las listas de los más vendidos, cada vez más discutibles y discutidas, y la mayoría de los autores refunfuñaban: ellos no corrían ni querían correr ninguna carrera. Un año, la fiabilidad de las listas era tan escasa que un grupo de justicieros enarboló otra alternativa, lo que armó una gran polvareda que tuvo un final feliz: se acabaron las dichosas listas. Y no resulta fácil olvidar la proliferación, en medio del paseo, de las entrañables churrerías con un aceite de olor homicida que entonces impregnaba toda la Feria.
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Hace unos pocos años, como es sabido, se produjo un relevo. Se reordenó y redujo el número de casetas, se eliminaron las -digamos- fraudulentas, se hizo un sorteo transparente y sin penalizaciones. Así, a los editores que no éramos de Madrid, durante unos años, nos enviaron a una especie de brazo perpendicular al paseo, “el brazo que discurre”, según anunciaba la radiofonía de la Feria en un inesperado rapto filosófico; o bien, durante algún tiempo, al final de todo, casi entre la maleza. En resumen, una Feria, tal como me dijo en su día Antonio Albarrán, primer director del relevo, pensada sobre todo para los visitantes, no para los libreros y editores. Con el nuevo equipo –y habría que mencionar también a las presidentas Purita Prieto y Pilar Gallego, así como al actual director Teodoro Sacristán y a su inseparable Nani Valverde- se multiplicaron los actos culturales, los coloquios, las invitaciones internacionales, sin perder el alegre espíritu de kermesse que siempre tuvo. Podría decirse que se produjo una inoculación ilustrada que, sin perder las esencias populares, y quizás aprovechando el reciente bicentenario del 2 de mayo, conservaba el influjo de los cultos afrancesados.
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Para dichos actos se instalaron carpas. Y una muy especial dedicada a Carmiña, a Carmen Martín Gaite, que durante muchos años fue la indiscutible y feliz Reina de la Feria, como puede serlo ahora Almudena Grandes. Yo conocía a Carmiña desde hacía tiempo, pero la empecé a tratar como animal de Feria, in situ, cuando publicó su primer libro en Anagrama: Usos amorosos de la postguerra española, que ganó nuestro premio de ensayo, y se instaló como bestseller y luego longseller, hasta hoy. (Por cierto, lo cuento para la pequeña historia, fue precisamente en una fiesta en casa de Miguel y Mari Paz, donde nos contó a Lali, Adelaida García Morales, a Víctor Erice y a mí, que se encontraba en la fase final de la redacción de ese libro, con el que estaba entusiasmada, y que pensaba presentarlo a nuestro premio de ensayo, que ganó de calle...). Luego siguieron sus cuatro novelas, Nubosidad variable, La Reina de las Nieves, Lo raro es vivir e Irse de casa, cada una de ellas un éxito formidable, al igual que Caperucita en Manhattan, que publicó Jacobo Siruela. Carmiña planificaba con cuidado cada publicación, para que estuvieran a punto poco antes de la Feria: la novedad al dente.
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Ver a Carmiña en la Feria era todo un espectáculo, un espectáculo de mañana y tarde durante muchos años. Con su cabellera blanquísima y un vestuario como casual pero planificado al milímetro, con una colección de boinas, collares, broches y sortijas de lo más chulo, se instalaba en la caseta y esperaba a los incontables y variadísimos admiradores. Dosificando la cola, con un gran sentido del más óptimo timing, seguido de la conversación con todos los lectores, preguntando en algunos casos si era el primer libro suyo que compraban, la firma con la hermosa caligrafía y los bonitos dibujos, un bonus track para la feliz clientela. Tan auténtica como teatral y viceversa, Carmiña brindaba toda una performance, una exhibición de alta escuela. Por ello, el que la junta de la Feria le haya dedicado una carpa es un gesto de reconocimiento admirable.
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Y para terminar, quiero decir que me siento muy honrado y feliz en este acto, y que celebro que la Feria haya llegado a su 75 aniversario en tan buena forma, y que en él hayan sido invitados tantos escritores latinoamericanos, cada vez más presentes en nuestro país después de un periodo de cierta desatención. Enhorabuena y por muchos libros.
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* Los cuadros son de J.A.M. Whistler, El viejo puente de Battersee, 1865; Ferdinand Hodler, Dents-du-Midi, 1912; y Vilhelm Hammershoi.
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4 comentarios:

Miguel Ángel Muñoz dijo...

Se agradece que hayas puesto a disposición de los lectores este texto inédito. Me sumo a las felicitaciones de la anterior entrada por la vitalidad de este blog.
El elogio de Herralde, una vez acabado de leer, produce cierta nostalgia...

Anónimo dijo...

"los temibles placistas"... jajajajaja. Esto lo tiene que leer mi padre... jajajajaja.

Haré de abogado del diablo: no he visto gente más curtida en el mundo editorial que el placista: Impertérrito; siempre de punta en blanco (aunque el traje sea humilde y lo repita más veces de las que uno advierte); indolente a las vicisitudes ambientales (las climatológicas en el Retiro han sido comentadas sobradamente); invariablemente amable, pero con la hoja de pedidos en una mano y el boligrafo de firma americana en la otra; pensando "este cliente nos salva la Feria", sin importar que se tirase una hora con él, hasta última hora, dinámico, valiente y muy servicial.

También conocí a algún pirata del gremio (¿en cuál no hay alguno?) y era jovial y algo vividor, siempre con sus anécdotas, metiendo el puro en el coñac para darle sabor no sé si al coñac o al puro... Algunos malogrados, otros casi en la ruina, muy pocos ya reciclados en otro sector porque, si hay algo que caracteriza a un perfil de vendedor de enciclopedias es que, después de unos años, es capaz de venderle una Biblia al demonio. Muchos ahora se dedican a la venta de colchones, cubertería y grabados. Eso es así porque los viejos tiempos ya no volverán: nadie compra hoy en día enciclopedias en papel ni hay dinero para grandes obras de consulta o colecciones de arte.

Creo con Fernando que el sitio es excelente, pero lo es para el que va de visita. El que lleva una caseta con libros sufre los rigores del calor o la molesta lluvia, sabe que los libros se le van a estropear de tantos días expuestos al medio (polvo, polillas, el sol amarillenta los libros y el calor los arruga), los horarios son de jornada asiática y, ocasionalmente, se han producido robos. También sabe lo que es ver que se acerca la gente a tocar los libros comiendo patatas fritas o un helado medio derretido: las huellas de otros, las manchas de grasa, etc. no suelen gustar a los compradores... Pero, bueno, ahí está la Feria y está bien que siga.

¿Seguirán pidiendo los niños pegatinas en las casetas? Sólo Dios sabe que hay que estar hecho de otra pasta para soportar con estoicismo (también con cierta alegría, claro) la avalancha de niños que les espera a los señores de Galaxia-Gutenberg y Siruela este sábado con la visita de la escritora alemana Cornelia Funke...

Un saludo,
Rafael.

Fernando Valls dijo...

Ojo, Rafael, que el texto es de Herralde, no mío.

Anónimo dijo...

Tienes razón, Fernando. No me di cuenta. Disculpa. En cualquier caso, supongo que todos suscribiríamos las opiniones del señor Herralde y, bueno, pues ahí lo dejo.

Por cierto, Fernando, ¿existe algo parecido a la Feria del Libro madrileña en Barcelona? En caso de que exista, ¿sabes cuándo se celebra? ¿Qué opinión te merece?

Un saludo y gracias por la observación.

Rafael.