lunes, 23 de febrero de 2009

ERNESTO CALABUIG

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----------------"Malsueño"
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¿Es él, verdad? ¿De verdad es él? Se le parece. Pero, ¿en qué anda metido que no se reconoce? Se contempla cansado, agitado, al límite. ¿Y a qué tanto viajar por “asuntos de trabajo”? ¿Era de verdad inevitable este modo de vida, este minúsculo destino nada heroico de “editor-redactor” que le emparenta con los vendedores, con los tratantes de objetos o ideas, con los mercachifles, con los antiguos viajantes? ¡Si al menos tuviera la grandeza humana del Willy Loman de Miller! ¿No se quejaba él, en el pasado, de los trabajos sedentarios, rutinarios, frente a un ordenador, alegando “no van conmigo”? Ahora, sin embargo, no le envenena una vida pasiva, sino su reverso: este no parar, esta agitación e incertidumbre de no saber dónde estará la semana que viene, los “rincones de España”, la mera idea de “rincones de España”, las reuniones que, casi por inercia, se convocan una o dos veces por semana, esas en las que no se decide realmente nunca casi nada porque todo se ha decidido en otros lugares, lugares más altos, elevados, cumbres ejecutivas habitadas por otras personas que a menudo ni trata, que no ve, como suele decirse, “ni por asomo”. Asoman sí, de cuando en cuando, en la coincidencia fugaz de un trayecto en ascensor, a veces responden al “Buenos días”, pero no miran, ni ven. No saben el color de la moqueta bajo sus pies, sus preocupaciones sólo lindan con esferas, aunque desconocen qué sea eso de la música de las esferas. No saberlo tampoco les inquieta. Alguna vez se presentan de golpe y dan el golpe. Entonces hay marcialidad en ellos: toman las riendas de un proyecto “descarriado” fulminando al jefe de circunstancias por “gastoso” y lento, por ineficaz, y lo peor: ¡humanista! Ineficacia absoluta de las mencionadas reuniones de los subalternos como él, cuyo juego baldío es el fingimiento de una mayor seguridad de la que realmente tienen, banderilleros de plata obligados a lucirse por turnos, requebrando, carraspeando con tono engolado antes de lanzar absurdos a la concurrencia: “trataré de explicarlo telegráficamente”, o peor, el recurso a la temible “tormenta de ideas” (tan a menudo “agua de borrajas”), la angustia del hallazgo, la pesca al vuelo de una ingeniosidad que se recuerde, que justifique el sueldo, que, por Dios, ¡por Dios!, trascienda, alcance, tintinee… en las esferas.
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¿Es él? ¿De verdad es esto él? ¿Es él el de la frente sudorosa, el que no encuentra un pañuelo que seguro tenía? El autocar avanza solitario por esta carretera de señales incomprensibles, nunca vistas, se eterniza, da bandazos, frena encima de las curvas y él piensa que en el fondo sigue siendo el mismo que fue: las mismas inseguridades de sus “veinte”, sólo que un poco barnizadas, trucadas por la madurez que se le supone. Por otro lado, suele caer bien. ¿Y por qué sigue empeñándose en estos largos y pesados viajes en tren o en autocar? Un hombre “como es debido” viajaría -digamos- en un Audi.
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Debe haberse dormido largo tiempo. Hay una costa salvaje a la izquierda de los pasajeros de cabeza ladeada, un mar azul, alto, sin bordes de espuma, un mar nunca visto que sube sobre las rocas y las pinta de una pasta azul añil al retirarse, como un tinte. ¿Qué clase de mar es este mar que no parece el que los hombres conocen? ¿Qué clase de mar es este mar que no parece el que vio y aprendió desde niño?... –repite sin cesar, alambicando las frases, montando unas sobre otras, silabeando, moviendo los labios, pretendiendo una letanía tranquilizadora, que calme sus nervios y lo ponga a salvo-. Nunca se bañó en un mar semejante, espeso. Quiere pensar que se trata de un mal sueño que él “malsueña”. Pero se apaga, se apaga la convicción como una prueba que se desecha. Le da miedo fijarse en el rostro de sus compañeros de viaje. Hay algo terrible que está, o parece ya, lanzado. Se angustia pensando que en casa le esperan, que el retraso tal vez ya no sea de horas, sino de días o meses y hasta años. Además, dentro de poco va ser padre. No. Ya lo fue, qué cosas dice, ¿es que no recuerda? ¿Y su memoria? Sus hijos tienen ocho y seis. Recuérdalos con sus coloridos uniformes escolares, recuerda a tu mujer, con su sonrisa y los pies tan suaves, que se aproximan a los tuyos, que se entrelazan bajo las sábanas en mitad de la noche, recuerda las fotografías queridas en el compartimento de tu billetera. “Perdone –se decide a preguntar al hombre del asiento de delante- ¿pero no era este el autocar de regreso a Madrid?” El hombre se vuelve, surcos en la cara, lleva una gorra de pana y jersey grueso. No va a engañarle. Se erige en un juez. Conversaciones ya no caben. Futuro no hay. Responde sólo: “Esto es Pripoll. Lo siento. No puedes ya volver. Pensé que lo sabías, como todos nosotros. De aquí ya nada sale hacia donde tú vas”.
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* Ernesto Calabuig (Madrid, 1966) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Trabajó para El País-Aguilar y fue editor-redactor de Filosofía en Santillana, donde participó en un proyecto de bachillerato interactivo. Ha colaborado con sus reseñas, artículos y traducciones del alemán en publicaciones como Quimera, Revista de Occidente o Nueva Revista. En la actualidad desempeña su tarea de crítico literario en El Cultural de El Mundo, especializado en literatura hispanoamericana. Acaba de publicar su primera colección de relatos Un mortal sin pirueta en la editorial Menoscuarto.
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* El cuadro es de Tarsila do Amaral.
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3 comentarios:

Anónimo dijo...

A pesar del título, creo que lo sustancioso de este relato es dar absoluta credibilidad al viaje del protagonista, viaje de difíciles coordenadas en todos los sentidos. Lo atractivo es pensar que no se trata de un sueño, y a ello colabora el hecho de que el propio narrador formula esas preguntas que parecen aislar a este viajante ante su suerte. Interesante referencia a la obra de Miller, que viene a suplir la ausencia de descripción física del personaje. Sí que se describe al hombre del asiento de delante, con unos rasgos tan elocuentes como sus palabras. Buen relato, en mi opinión.

ANTONIO SERRANO CUETO dijo...

Es bueno, sobre todo el estilo atropellado, que refleja muy bien la confusión y estrés del personaje. El autobús como símbolo de una vida sin vuelta atrás.

María dijo...

Suscribo que "lo sustancioso es dar absoluta credibilidad al viaje". Evidentemente eso lo hace, como poco, inquietante ¿quizá porque todos los "humanistas" nos vemos un poco en ese autobús? Nos queda el ingenuo deseo, la esperanza y el consuelo de que sólo sea un mal sueño ¿no?