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Todos los sábados, como un rito que cumplo con provecho y placer, acudo al mercado de la Winterfeldtplatz, próximo a la estación de metro de Nollendorf. Esas calles, en el barrio de Schöneberg, fueron las de mi primer piso en Berlín, allí viví un año, y de aquel tiempo me quedó, de hecho, la costumbre de frecuentarlo todos los sábados, al final de la mañana. Pero no voy sólo de paseo, a mirar, sino con el objetivo concreto de hacer la compra de buena parte de la semana.
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Todos los sábados, como un rito que cumplo con provecho y placer, acudo al mercado de la Winterfeldtplatz, próximo a la estación de metro de Nollendorf. Esas calles, en el barrio de Schöneberg, fueron las de mi primer piso en Berlín, allí viví un año, y de aquel tiempo me quedó, de hecho, la costumbre de frecuentarlo todos los sábados, al final de la mañana. Pero no voy sólo de paseo, a mirar, sino con el objetivo concreto de hacer la compra de buena parte de la semana.
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En unas calles cercanas a la plaza, entre Motzstr. y Fuggerstr., podría decirse, como de ningún otro lugar de la ciudad, que habita la comunidad gay, con sus bares y hoteles exclusivos, e incluso con un local de internet arco iris. Para los mitómanos diré que muy cerca, en la Winterfeldstrs., vivió el escritor británico Christopher Isherwood, autor de la novela Adiós a Berlín, llevada al cine con el título de Cabaret; la olvidada escritora judía Nelly Sachs, a pesar de su premio Nobel en 1966, y la poeta Elsa Lasker-Schüller, y no muy lejos, el desdichado autor Ödön von Horváth, a quien mató una rama de castaño junto al Teatro Marigny, en los Campos Eliseos, de París, cuando parecía que su perra suerte iba a cambiar por fin. En Nollendorfplatz, en un edificio art nouveau, estuvo el Teatro de Piscator, y a unos cien metros el mítico Eldorado, frecuentado por Marlene Dietrich y los expresionistas alemanes; no en vano, Kirchner pintó tanto la plaza, como el cabaret.
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En unas calles cercanas a la plaza, entre Motzstr. y Fuggerstr., podría decirse, como de ningún otro lugar de la ciudad, que habita la comunidad gay, con sus bares y hoteles exclusivos, e incluso con un local de internet arco iris. Para los mitómanos diré que muy cerca, en la Winterfeldstrs., vivió el escritor británico Christopher Isherwood, autor de la novela Adiós a Berlín, llevada al cine con el título de Cabaret; la olvidada escritora judía Nelly Sachs, a pesar de su premio Nobel en 1966, y la poeta Elsa Lasker-Schüller, y no muy lejos, el desdichado autor Ödön von Horváth, a quien mató una rama de castaño junto al Teatro Marigny, en los Campos Eliseos, de París, cuando parecía que su perra suerte iba a cambiar por fin. En Nollendorfplatz, en un edificio art nouveau, estuvo el Teatro de Piscator, y a unos cien metros el mítico Eldorado, frecuentado por Marlene Dietrich y los expresionistas alemanes; no en vano, Kirchner pintó tanto la plaza, como el cabaret.
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Pero hoy quería contarles otras cosas, hablarles de un mercado que los días que hace bueno se convierte en un laberinto de puestos, se abarrota de gente, e incluso se forman largas colas para conseguir un tiramisú o un plato de moussaka con arroz y sigara borek (un delgado rollito frito, relleno de queso blanco), mientras un peruano vocea su mercancía, que no es otra que ¡churros, churros!... Sospecho que estos comerciantes, unos alemanes, con aspecto de campesinos, y otros tantos turcos, que compiten al grito de ¡lecker, lecker! (¡rico, rico!), deben de tener algún dios que vele por su fortuna, porque en los casi tres años que me paseo por estos puestos al aire libre, ni una sola vez ha tenido que suspenderse la actividad por la nieve, el frío o la lluvia. Y en Berlín, eso, con su tiempo mudable y rabioso, ya es mucho decir.
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El mercado ocupa una plaza dura, presidida por el curioso edificio de Inken y Hinrich Baller, en el amplio espacio que deja libre la iglesia protestante de San Matías. Durante la semana, cuando hace buen tiempo, no es raro ver en ella a gente jugando al hockey sobre patines. El caso es que todos los sábados me planto allí con mi cesto de mimbre, donde voy atesorando las bituallas. Suelen ser casi siempre las mismas, y a menudo son más de las que había pensado. Sin embargo, varía la fruta, según la temporada. Así, en verano, no faltan nunca los frutos rojos: arándanos, moras, fresas y grosellas. Ahora, en cambio, en invierno, me hago con unas exquisitas peras (las llaman Gute Luise, Buena Luisa), manzanas chilenas, naranjas y mandarinas españolas, caquis, pomelos, platanos colombianos y granadas. Tras merodear un poco, acabo acudiendo siempre a los mismos puestos, a aquellos vendedores que me merecen más confianza por la buena relación entre la calidad y el precio. Este mercado no destaca por barato, pero la exquisitez de los productos es mayor de la que suele encontrarse en los supermercados, ya que los puestos están regentados por campesinos de las cercanías que vienen a vender los productos de su propia cosecha.
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Lo primero que compro es el pescado fresco, porque suele agotarse antes, salmón (sin una mota de grasa, raro en España) o trucha, ambos de Noruega, aunque a veces me decanto por su versión ahumada; luego el pan, en Lindberg, y ya después, reservamos la carne, hecha al grill, alternando la compra de pavo, pato, pollo y codillo de cerdo, todo de buena calidad, mejor sabor y -en este caso- precio discreto. Lo curioso es que, entre los chiringuitos, a pesar de lo escaso del espacio, de las pequeñas aglomeraciones que a veces se forman y lo difícil que se hace transitar, no es infrecuente toparse con padres que pasean a sus hijos en carritos, inválidos que no pueden prescindir ya del bastón, o individuos que arrastran su bicicleta, lo que los visitantes toleran con paciencia. El mercado de Winterfeldtplatz es, también en este caso, un microcosmos de los tipos que componen la ciudad, y decir eso en Berlín, donde la tolerancia es infinita, y casi nada resulta chocante a nadie, es apostar por los personajes más pintorescos y extravagantes.
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Tanto la plaza como sus alrededores está plagada de restaurantes, a menudo llenos, donde los alemanes tienen la costumbre de desayunar casi al mediodía: café con leche, un zumo de naranja, pan (¡nada que ver con los insulsos panes españoles!), mermelada, mantequilla y ensalada, que es lo que ellos llaman das Frühstück. Otra posibilidad frecuente es el Brunch, que te permite desayunar/almorzar al módico precio de entre 7 y 10 euros, eligiendo entre un razonable buffet, compuesto por platos fríos y calientes.
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Se ha repetido hasta la saciedad que Berlín incluye ciudades muy distintas y que casi cada barrio tiene una vida propia diferenciada. Los visitantes, los turistas, no suelen reparar en este mercado, que tiene fama de ser el mejor surtido de los muchos que pueblan esta compleja y variopinta urbe. Me atrevería a afirmar, sin embargo, que no existe mejor manera de pasar las últimas horas de una mañana del sábado que recorriendo este peculiar espacio, donde también se vende ropa, cerámica, quesos de todo tipo, setas diversas, flores, mermeladas y tartas de fabricación casera, juguetes o accesorios de cocina. Aquí puede acabarse la jornada comiendo en alguno de los numerosos puestos que ofrecen alimentos, aunque haya que tomárselos de pie. A los alemanes no les importa, en absoluto. Así, no es raro ver gente sorbiendo una sopa de pescado, masticando bouletten (una especie de filete ruso), o comiéndose unos fideos chinos, un zumo de naranja, exprimido en el momento, una salchicha o un bocadillo de gambas (de escaso sabor, en este caso, dicho sea en honor a la verdad). Los más exigentes también tienen dónde elegir y pueden optar por un abrigo de buena piel, un jersey de auténtica alpaca, un pañuelo/bufanda de pelo de camello, una alhaja de bisutería o un Panamá, no menos auténtico.
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Para los que deseen comer sentados, fatigados tras el ir y venir entre los puestos del mercado, es muy aconsejable acercarse al April, en la vecina Winterfeldtstr., un templo para los amantes del actor Cary Grant, donde es preciso que prueben alguna de sus exquisitas ensaladas o el Wiener Schnitzel (filete empanado de ternera o cerdo), con patatas fritas y ensalada de guarnición. Les deseo un agradable paseo. Guten Appetit!
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* Las fotos son de Gemma Pellicer.
* Este artículo ha aparecido en la revista Mercurio, 108, febrero del 2009.
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9 comentarios:
Me ha gustado el paseo que me he dado a través de tus palabras, me has conducido magníficamente por ese mercado y por sus alrededores que deben de ser estupendos.
Las fotos increíbles, me quedo con las de los puestos de frutas y verduras (soy algo vegetariana), no me canso de mirarlas.
Besos
Gracias Fernando , gracias Gemmma.
Ciro
Bellísima descripción en la que la nostalgia se anticipa a la despedida.
Cuando viajo, procuro visitar siempre los mercados; creo que dicen mucho de los habitantes del lugar.
De los mercados alemanes, sólo conozco el de Bremen, que me has hecho recordar con este paseo.
Una vez estuve en Berlín, pero apenas tuve tiempo para nada. La próxima vez que vaya no olividaré pasar un sábado por el mercado, con tu entrada como guía.
Saludos.
Nutritiva prosa entre suculentas imágenes.
Lector satisfecho.
Abrazos.
Sergio Astorga
Gracias Fernando por acercarnos un Berlín cotidiano y distinto. Estuvimos hace dos navidades y nos sedujo su brillo, su arte, el respeto por la historia y los mercadillos navideños que visitamos con enorme placer.
Desde Zaragoza, un saludo.
Pedro.
Había leído y disfrutado tu artículo esta semana en las páginas de "Mercurio". Pero la combinación de tu descripción y estas imágenes, con la fantasmal iglesia al fondo... ¡Enhorabuena!
Siempre pienso que hay ciudades para ver, otras para vivir, algunas para quedarse y Berlín para volver.
Palabras. Imágenes. Atmósfera. De algún modo, Fernando, Gemma me habéis permitido estar allí diez años después.
Además, ahora os imagino respirando la Berlinale. En fin, igual nos la cuentas. Tal vez nos la fotografies.
Otro abrazo,
Natalia
En nuestra visita a Berlín pasamos una mañana entera en este mercado y nos lo pasamos muy bien. Tenemos algunas fotos aquí:
http://pedroreina.net/fotos/2016-07-30.0
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