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Hace más de veinte años, cuando empecé a escribir los textos breves y ultrabreves que terminaron integrando mi libro La vida imposible, el género del microrrelato estaba bien definido, pero yo no lo sabía. Tal vez no lo sabía porque era joven, iniciaba mis lecturas y esas lecturas aún no me habían conducido a autores que hoy valoro especialmente; o tal vez, ante todo, no lo sabía porque aun cuando la micronarrativa ya estaba madura, su circulación era más secreta y no había alcanzado el reconocimiento ni la visibilidad que tiene desde mediados de los años noventa. Por supuesto que ya había leído la antología de Borges y Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios; también conocía a Virgilio Piñera y disfrutaba, claro está, de los textos más sucintos de Kafka o de Cortázar. Pronto cayeron en mis manos ciertas miniaturas de Dino Buzzati, más El imitador de voces (Thomas Bernhard), y en forma paulatina fui comprobando que la escuela de lo hiperbreve era mucho más concurrida y más diversa de lo que sospechaba.
......Hace más de veinte años, cuando empecé a escribir los textos breves y ultrabreves que terminaron integrando mi libro La vida imposible, el género del microrrelato estaba bien definido, pero yo no lo sabía. Tal vez no lo sabía porque era joven, iniciaba mis lecturas y esas lecturas aún no me habían conducido a autores que hoy valoro especialmente; o tal vez, ante todo, no lo sabía porque aun cuando la micronarrativa ya estaba madura, su circulación era más secreta y no había alcanzado el reconocimiento ni la visibilidad que tiene desde mediados de los años noventa. Por supuesto que ya había leído la antología de Borges y Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios; también conocía a Virgilio Piñera y disfrutaba, claro está, de los textos más sucintos de Kafka o de Cortázar. Pronto cayeron en mis manos ciertas miniaturas de Dino Buzzati, más El imitador de voces (Thomas Bernhard), y en forma paulatina fui comprobando que la escuela de lo hiperbreve era mucho más concurrida y más diversa de lo que sospechaba.
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No sé
si, como escritor, volveré a incursionar en el género del microrrelato con
idéntica constancia. Lo indudable, en todo caso, es que al mismo tiempo que me
volví un autor de microrrelatos (al menos por un libro) me convertí en un
ferviente y curioso lector de ellos. Curioso, digo, porque mi actividad de
escritura me indujo a investigar al respecto, cosa no tan extraña si se
considera que los narradores solemos trabajar así y, a diferencia de un
investigador universitario que escoge un tema a priori, solemos partir de una inquietud vinculada ante todo con
el hacer.
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Una
consecuencia de mi pasión por lo que hoy se llama micronarativa (relatos de
menos de 500 o, mejor aún, de menos de 300 palabras) han sido dos antologías
que fui construyendo, casi sin darme cuenta, durante más de una década: Los cuentos más breves del mundo (de Esopo a
Kafka) y, poco después, Historias
encontradas.
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Con la
primera de estas dos antologías (publicada por Páginas de Espuma) intenté
discernir y recorrer, con ejemplos de lo más variados, cuáles
son los múltiples ancestros que reconoce la corriente del microrrelato. Qué
ocurría con esa forma mucho antes del siglo XX, mucho antes de Kafka o de
Chejov.
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Una de las paradojas del microrrelato es que, así como muchos
lo tienen por el género más nuevo bajo el sol, sus fuentes y raíces son
sumamente añejas, ya que entre las formas que lo prefiguran abundan las que
pertenecen a la tradición oral o a la literatura en un estado casi primigenio:
fábulas, apólogos, leyendas, anécdotas, “casos” o incluso los chistes que
contaban los antiguos griegos. Me refiero al Filogelos, atribibuido a Hierocles y Filagrios:
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Un hombre viajaba
sentado en burro cuando pasó junto a un huerto. Al ver una rama de higuera que
pendía repleta de higos maduros, echó mano de ella. Pero el asno prosiguió su
camino y el hombre quedó colgado de la rama. Cuando el cuidador del huerto
preguntó qué hacía allí colgado, el hombre dijo: “Me he caído del burro.”
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Podrá
afirmarse, con razón, que siempre hubo relatos breves o hiperbreves. En todas
las culturas abundan los cuentos orales o folclóricos, fijados –memorizados—
mediante pocas palabras y, con frecuencia, dotados de un propósito moralizante.
No niego que las fábulas son una de las constantes de la
hiperbrevedad (basta leer la obra de Augusto Monterroso), pero otras líneas
precursoras del microrrelato pueden hallarse en los ejemplarios medievales (las
narraciones usadas por los predicadores religiosos para concitar la atención de
su auditorio o para ilustrar mejor sus ideas), en apotegmas o proverbios que
lindan con lo narrativo, en la llamada “paradoxografía” (los “fenómenos
anormales”) y en las misceláneas que no excluyen las recopilaciones de casos
curiosos (desde Valerio Máximo hasta John Aubrey, por ejemplo, sin olvidar a
los enciclopedistas chinos), en los diarios o fragmentos que desde la óptica de la
minificción son leídos como miniaturas acabadas (es decir, no tanto como la
promesa de un texto a escribir en el futuro, sino como un texto ya escrito), o
en el reino del poema en prosa, con antecedentes en Persia o en los epigramas
griegos y de firme explosión en Occidente a partir de Baudelaire.
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En la lista de mis autores favoritos de microficción
no deben faltar Arreola ni Marco Denevi, Jacques Sternberg ni Pierre
Bettencourt, Ana María Shua ni José María
Merino… Pero la lista sería interminable. Y estoy seguro de que caería en
olvidos imperdonables.
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Una de las cosas que más me fascinan del
microrrelato es el pacto de lectura que entabla con el lector. Esto se
advierte, por ejemplo, en el habitual recurso de la reescritura, donde (ya
desde los tiempos en que Kafka escribió su versión del Quijote desde la
perpectiva de Sancho Panza) autor y lector se apoyan en un saber compartido.
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Aunque es normal que todo lector complete un texto, en el micrrrelato esto ocurre en forma más radical. Es lógico: al llevarse a su paroxismo la condensación, la tensión, la intensidad o la elipsis, el lector debe poner bastante de sí en el terreno de la significación, allí donde se supone que el texto dice más de lo que dice. Inmerso en una novela o en un cuento extenso uno puede, desde luego, darse el lujo de distraerse durante la lectura de una descripción o una digresión. Pero algo así sería impensable, claro está, en un texto de pocas líneas, donde cada palabra –en teoría– vale oro.
.......Aunque es normal que todo lector complete un texto, en el micrrrelato esto ocurre en forma más radical. Es lógico: al llevarse a su paroxismo la condensación, la tensión, la intensidad o la elipsis, el lector debe poner bastante de sí en el terreno de la significación, allí donde se supone que el texto dice más de lo que dice. Inmerso en una novela o en un cuento extenso uno puede, desde luego, darse el lujo de distraerse durante la lectura de una descripción o una digresión. Pero algo así sería impensable, claro está, en un texto de pocas líneas, donde cada palabra –en teoría– vale oro.
* En las fotos aparecen Dino Buzzati, Thomas Bernhard, Jacques Sternberg y Kafka.
6 comentarios:
Sé que me repito y lo lamento. Pero todas estas microlecturas, sin excepción, son lecciones magistrales. No sólo por la erudición y la abundante bibliografía que ponen en nuestras manos, no sólo por abrir tantas puertas y descubrir tantos senderos de investigación, sino por la especial sensibilidad, por la concentración en el tema de referencia y por la innata modestia de cada autor que confiesa abiertamente sus gustos y sus inquietudes.
Reitero mi enhorabuena por esta fecunda iniciativa.
En la línea de lo que apunta Pedro, esta serie resulta de lo más interesante, y ojalá algún día pueda recopilarse en papel, sería un documento espléndido.
De Eduardo, presto mucha atención a lo que nos dice acerca de los orígenes del microrrelato. Esto me hace pensar que si revisamos textos de autores que en su día pudieron considerarse como arte menor, rarezas o piezas excéntricas, quizá hoy, a la luz de todas las teorías y estudios que se barajan acerca del género, pueden rescatarse y clasificarse en su lugar correspondiente, otorgándoles el valor que en realidad tienen.
Abrazos.
Poco más que decir (¿y por qué escribo entonces?) a lo ya expresado. Sólo confirmar lo que Eduardo dice para acallar muchas opiniones que denigran a un género que existe desde que el hombre se dio cuenta del poder de la palabra (¡abracadabra!). Que ellos no lo supieran sólo expresa una manera de ver la literatura anclada en unos cánones que, en esta posposmodernidad, ya están rotos.
Una vez más, gracias por la iniciativa, Fernando
Gracias, Eduardo, por compartir tus lecturas.
Y a ti, Fernando, como siempre.
Abrazos
Sigo su blog con mucho interés. Le agradezco toda la información sobre este género que publica. Sin embargo, tal vez me equivoque pero no le he visto comentar a una de mis microrrelatistas favoritas Luisa Valenzuela.
Todo se andará, Elf, si ella quiere. Pero sí tienes en el blog micros de Luisa Valenzuela y una reseña de la antología de sus microrrelatos que hizo muy bien Francisca Noguerol.
¿Hay autores de microrrelatos en Puerto Rico?
Saludos.
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