martes, 17 de abril de 2012

EMILIA OLIVA

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Habitación de hotel
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Él la había sentido, aquella noche, en la habitación de hotel, perderse en el intersticio de los labios, en el beso. La había visto desvanecerse, como la bruma tras el amanecer, entre sus brazos y supo que no la amaba. Pero no le habló de ello. Nunca le habló de ello. Cuando cerró la puerta de la habitación de hotel, los inquilinos del otro lado también la cruzaron. La acompañarían todo el tiempo del trayecto en tren y en el camino de regreso a casa. Después seguirían visitándola con cualquier pretexto, de por vida.
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Bastaba un resto de diálogo pillado al azar, al adelantar a dos transeúntes; un gesto de arrepentimiento de ir a decir algo en cualquier rostro, que pasaba de largo, sin decir nada; una negación sepultada bajo un montón de excusas, y el mecanismo se activaba. A veces, el silbido de un tren que no pasaba; el imposible canto de un grajo o una chova en el bullicio del gentío; el testarudo silencio de la lechuza, enfrente, al anochecer, en el alero; el cartero pasando de largo en tiempos superpuestos por el recuerdo, los imantaban. Surgían en tumulto, de todas partes, desde todos los ángulos, indistintos e idénticos, y desfilaban en cortejo desordenado, casi fúnebre. Eran periodos de insomnio, difícilmente controlados por tranquilizantes y barbitúricos.
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Viajó. Escribió. Pintó. Hizo yoga y meditación. Toda terapia resultó inútil. Ni agujas, ni homeopatías; ni fármacos, ni psicoanálisis; ni vidente ni curandero habían podido determinar las causas del fenómeno de extrañamiento que activaba un tercer ojo invisible capaz de superponer infinitos rostros, indefinidamente familiares, o de desplegar los balbuceos de la materia desde el inicio de los tiempos, en instantes precisos. Los rostros se desplegaban en estructuras vegetales, desarrollaban membranas, escamas, crestas, vello y asistían impasibles, sin convocatoria precisa ni cita previa, a todo acto íntimo. Venían envueltos en el sabor de la magdalena impregnada de té, en el desayuno; en el olor de acacia y jazmín al caer la tarde; en el tacto frío de la sábana de hilo; en el pan recién cocido; en el aguacate, la samba, la cochinilla, los versos… Era, en esos periodos, cuando cualquier actividad cotidiana constituía un inminente peligro. El polvo en suspensión de las limpiezas, atravesado de un rayo de sol, se abría en un universo de astros, planetas, agujeros negros en movimientos vertiginosos o pausados, con extraña armonía. Una violencia de esferas girando que siempre le dejaba un poso amargo de exclusión y sin sentido en el fondo del pensamiento. Barrer el tamo de debajo de la cama, desencadenaba, en el revoloteo de células muertas y ácaros, una amplificación del silencio, una tormenta de crujidos y resquebrajamientos, de carcasas rodantes en innumerables metamorfosis. La naftalina del armario, como ola violenta que arrastra a la deriva todo lo que alcanza, la llevaba de las flores de azahar y de almendro a la cabecera de los muertos; de los membrillos encerrados en repisas de alacenas al olor de lombriz y musgo escondido en bóvedas de aljibe sin tiempo.  Correr o descorrer las cortinas, abrir las ventanas, estirar la sábanas desencadenaba un bullir de gestos, a rastras, a cuatro patas, en vuelo rasante, en posición sedente, en inmersión infinita que la forzaban a afianzarse contra el cristal o el muro, las pupilas inmensamente abiertas, sin aire que respirar, sorda, ciega a cualquier otro estímulo, como ida en otro mundo. Acechaban por todas partes, hasta en sus labios. Los besos venían acompañados de mil besos y formas de besar compendiadas en ese gesto concreto de besarlo a él. Los besos, desde aquella noche en la habitación de hotel, constituían una amalgama de todos los besos posibles, sintetizados, simultáneos en ese instante de sentir los labios de él contra los suyos, la respiración sofocada, el paladar y el olfato rastreando los mil y un sabores que iban y venían, se desvanecían. Nunca se lo había dicho. En él besaba a todos los amantes, los que fueron, los que vendrían. Y esto la enfermaba.
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* Emilia Oliva (Cáceres, 1957) es Licenciada en Filología Románica, poeta y editora en la revista En sentido figurado. Ha publicado además de microrrelatos y crítica de arte, los libros de poesía (re)fracciones, Premio de Poesía Ciudad de Zaragoza, Los ecos y la sombras. Música para un instante antes de morir (Alcancía, 2006) y Quien habita el olvido, Premio León Felipe (Celya, 2011). Acaba de abrir su blog Torsiones.
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* Claudio Duarte (Cáceres, 1984) es Licenciado en Bellas Artes por la Facultad de BBAA de Salamanca. Ha realizado pintura mural de gran formato, ilustraciones para la revista En sentido figurado y esculturas para la empresa Rocas Theming Factory. Sus dibujos, pinturas y esculturas pueden adquirirse en la Galería Klaus Kramer de Arte Actual (Altea, Alicante).
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8 comentarios:

Pedro Herrero dijo...

Yo veo como obligada la referencia a "Habitación de hotel" de Edward Hopper (cuya exposición antológica en el Thyssen de Madrid, este verano, no me pienso perder -dicho sea de paso). No ya por el título sino por la tremenda carga de soledad que arrastra el personaje de la historia, dentro y fuera de esa habitación, dentro y fuera de la evocación amorosa, dentro y fuera de sí misma y sus avatares.

También creo ver reflejados los "Tropismos" de Nathalie Sarraute, convenientemente amplificados o desarrollados sin perder un ápice de intensidad. La misma voz, el mismo aliento íntimo, la misma cadencia, la misma serenidad. No sé determinar si los poetas dejan de ser poetas cuando escriben prosa. Puede que sea una cuestión banal. Pero creo que incluso en el formato estricto del microrrelato, Emilia sigue pautando imágenes como lo hace en sus versos.

Ya he visto su nueva bitácora. La recomiendo por honesta y ambiciosa. Y le mando un fuerte abrazo.

Anónimo dijo...

Emilia, un placer encontrarte de nuevo en la nave.
Pilar

Arroyo dijo...

Genial este relato tan poético y cadencioso que he leído jadeante, con la respiración entrecortada, asimilando imagen por imagen.

¡Saludos!

Gemma dijo...

El relato se construye y deconstruye para mostrar el haz y el envés de dos soledades simétricas. Me ha gustado mucho, enhorabuena.

Anónimo dijo...

Un gusto leerte de nuevo, Emilia, muy interesante el reflejo de la psique de ambos personajes. Un abrazo

reme dijo...

Fantástica y sorprendente, con la palabra justa, exacta, cada cosa por su nombre.... Es es mi Emilia. Te echo de menos.

Emilia Oliva dijo...

Querido Pedro: parece que hubieras estado espiando por detrás, no sé si cuando escribía el relato, o cuanto he leido. Ni yo misma podía sospechar que ahora venía la señorita Sarraute a salir en mis textos, pero vaya que sí la leí, casi a punto de tesis anduvo la cosa. Pero el relato salió así de un tirón, en otro insomnio, sin más mérito.
Gracias Arroyo por esa lectura entregada, a merced del texto, que tanto me place cuando hay textos que me embaucan. Saber que lo he provocado... uf!
Querida Gemma, gracias por ese comentario preciso y precioso.
Gracias Ana, queridísima colaboradora, por tu lectura.
Querida Reme, ya falta menos para que empecemos a trajinar de nuevo proyectos.

miriam dijo...

Gracias por incluirme Emilia.