El Estambul de los
turistas y de los escritores
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Este relato empieza
con el turista y la turista subiendo las escalerillas del avión de las Turkish
Airlines. De aquí en adelante y en los sucesivos cuatro días la ciudad de
Estambul será el abrevadero de sus pensamientos, el escenario de sus largas
caminatas. Podemos asistir al despegue del aparato, porque siempre es un
momento ilusionante ese de partir y dejar atrás, abajo más bien, el pesado
fardo de las obligaciones. Desde la ventanilla el ala tapará buena parte de lo
que se pueda ver, pero el descenso comienza sobre las islas griegas y
consultando un mapa supondrán que el brazo de mar que han cruzado es el
estrecho de los Dardanelos. El turista y la turista se sostendrán en los
próximos días con muchas primeras
impresiones y les saldrá una verborrea atropellada en la confrontación de lo
que han leído sobre la ciudad con lo que van encontrando. En Estambul, en una
de sus calles más antiguas, Gedik Pasa, llena de zapaterías y talleres en los
que se alinean grandes rollos de piel y
moqueta, el turista y la turista tienen su lugar para vivir. También este
relato podría haber empezado por aquí, pero algo sería diferente. Estamos
hablando del hotel Sayeban en la empinada calle que desde sus terrazas mira
hacia el mar de Mármara. Ese lugar para vivir, una puerta de entrada, un hogar
efímero en el que los dos turistas, ya desde el desayuno, fantasean con los
barrios, las mezquitas, los puentes, las torres, los cafés y los cementerios,
de donde irán entrando y saliendo en un deambular infatigable. La turista
siempre al pie de las noticias que la guía puede proporcionarles al respecto de
las arquitecturas, estudiosa y concienzuda con los planos y mapas, memoriosa de
los nombres, esforzada con el idioma turco, emocionada. El turista más
errabundo, embelesado con los gestos callejeros como ese chocar los lados de la
cabeza al estrecharse las manos, asomado a la ventana del hotel desde bien
temprano para no perderse la coreografía del joven tendero que coloca sus mercancías, mientras un vagabundo a tres metros ronca
tras los contenedores de basura, y una extensa familia en la que hay viejos,
niños y jóvenes baja por la empinada cuesta hacia el mar para pasar todo el día
en un parque o en una rotonda con árboles, donde asarán carne y beberán ayran,
que es un yogurth salado. Una niña hace descender desde un segundo piso un cubo
para que el chico de la tienda le ponga dentro dos barras de pan. Alguna mujer
joven camino del trabajo, de paso, pero quienes viven la calle, quienes están
desayunando en unas mesitas y unos taburetes muy bajos son hombres, los que
charlan a las puertas de los negocios, quienes los regentan. El vagabundo
despierta entre las inmundicias del hueco en el que se ha acostado, va a la
tienda y regresa para tumbarse de nuevo y desayunar: queso, aceitunas, pan y
agua. Cuando suena la llamada desde la mezquita más cercana otro se lleva la
mano al pecho, como en esas veces que uno, sin trascendencia, se pasa la mano
por la cabeza no tanto para poner en su sitio la pelambrera como para sentir
una especie de consuelo.
Aunque la experiencia
con los taxistas es una emoción fuerte, porque discuten a grandes voces y son
capaces de frenar para seguir la bronca a pie, con los pasajeros aterrados en
el interior del vehículo, en el común de los paseantes destaca la amabilidad,
la paciencia, la naturalidad, y van vestidos a la manera occidental, con una
ropa en muchas ocasiones aburrida o tristona, siempre discreta y formal. A
pesar del calor los zapatos cerrados, lustrosos, y muchas camisas de manga
larga. En las mezquitas las familias pasan la tarde, con esa formalidad de los
días de fiesta que no son excusa para perder el decoro en el vestuario: las
mujeres exhiben su elegancia a través de los pañuelos en la cabeza, en las
gabardinas veraniegas, que contrastan con la falta de pudor en su vestuario del
turista y la turista, preocupados sólo de que el aire pueda circular entre su
cuerpo y las prendas muy ligeras con que se cubren. Se ven mujeres bajo una
túnica negra que sólo les deja al descubierto los ojos, pero la impresión es de
que son turistas islámicos de origen saudí.
Torre Gálata |
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En la mesilla de la
habitación de hotel permanecerá, mudo, el libro de Orhan Pamuk, Estambul.
Ciudad y recuerdos, que el turista ha querido leer en los días previos
al viaje y la turista ha preferido dejar para después. Pamuk, que significa en
castellano algodón, aporta lo que el viaje no puede y las guías tampoco: acceso
a una rica familia estambulí venida a menos y al sentimiento de amargura
personal y colectiva con el que podría definirse, según él, el carácter de la
ciudad. Sin la lectura de ese libro el viaje que han hecho el turista y la
turista sería incompleto, pobre, superficial y menos divertido, pero claro ¿qué
folleto turístico está en condiciones de remontar un párrafo como este?: “Cuando
una profunda tristeza y una intensa amargura se filtran de la ciudad a mí y de
mí a la ciudad, noto que ya no me queda nada que hacer: yo, como la ciudad, soy
un muerto viviente, un cadáver que respira, un miserable condenado a la derrota
y a la suciedad, tal y como me hacen notar las calles y las aceras”. Sin
embargo, que nadie piense que Pamuk quedó aplastado bajo sus palabras. En el
escaparate de la librería Yapi Kredi Yayinlari, al borde de la larguísima y
concurridísima calle Istiklal, que lleva hasta la plaza Taksim, el escritor
muestra desde una gran fotografía publicitaria una más que amplia sonrisa.
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Pamuk / Báez |
Pero el hombre que le
dio a Turquía un aspecto de nación moderna y occidental fue Mustafa Kemal
Atatürk por medio de una serie de reformas tales como el paso del alifato árabe
al alfabeto latino, el uso del calendario gregoriano, el abandono de los
atuendos tradicionales, las mejoras en los derechos de la mujer, etc, allá por
los años 20 y 30 del pasado siglo. La fotografía de Atatürk no es omnipresente,
pero sí está en muchos lugares y más que un líder político tiene la elegancia,
el aspecto y la mirada penetrante de un actor del blanco y negro en películas
de estética expresionista. Atatürk se proyectará como una incógnita que los
turistas no serán capaces de resolver.
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Enseguida el turista
y la turista comprenden que Estambul hay que ir contemplándolo desde los lugares
elevados que ofrece y elijen la torre Gálata, que identifica el perfil de la
ciudad del lado nuevo, en un extremo del
Cuerno de Oro y en el otro, el café Pierre Loti, encima de un cementerio y un
barrio de marcada tradición religiosa llamado Eyüp, donde a los turistas les es
imposible tomar cerveza o vino con la cena. La ciudad está llena de hoteles y
restaurantes con terrazas panorámicas, desde los que el juego es identificar la
Mezquita Azul, Santa Sofía o el palacio de Topkapi, por poner sólo tres
muestras de una decena o más de perfiles decisivos.
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La mezquita azul |
En el Gran Bazar el
turista encuentra una camiseta con Tintín, el personaje de los comics, delante
de las siluetas de Santa Sofía y la Mezquita Azul. El turista se alegra de poder
identificar la falsificación. No de la camiseta en sí, sino de la imagen,
porque sabe gracias a Pamuk que Tintín nunca estuvo en Estambul, al menos el
Tintín dibujado por Hergé, y que ese es un montaje pirata.
Uno de los iconos más
populares de Turquía, que está en todas las tiendas de souvenires, Nasreddin Hodja, tanto en libritos de fábulas
traducidos a muchos idiomas, entre ellos el español, como en figurita de
cerámica, es un simpático abuelete de barba y turbante blancos, nacido en 1208,
que monta en un burro y protagoniza gran número de episodios humorísticos, que
el turista leía a última hora en su habitación de hotel, mientras la turista
estudiaba a conciencia un plano de la ciudad. Alguien le preguntó a Hodja si
alguna vez había estado enamorado y él, tras un suspiro, contestó que en cierta
ocasión se estaba enamorando, pero que en ese momento llegaron a su alrededor
un montón de personas y le impidieron continuar.
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El turista y la
turista son testigos de la proverbial cantidad de perros y gatos que hay por
toda la ciudad. Asisten al rescate por parte de los bomberos de un gatito que
ha caído en el foso de una de las columnas que se conservan en el hipódromo y una noche encuentran a otro
asediado por dos enormes perros que lo quieren destripar. El propio Pamuk
cuenta en un artículo que en cierta ocasión fue atacado y mordido en la calle y
tuvieron que ponerle cinco inyecciones contra la rabia.
Pero una ciudad es un
recipiente con una forma y la forma de Estambul la decide el estrecho del
Bósforo, que es una geografía mítica, por la que navegaron los Argonautas. La
turista y el turista forman parte de una muchedumbre de argonautas en minúscula
en un barco de paseo que recorre casi los 33 kilómetros de brazo salado, desde
el mar de Mármara hasta el Mar Negro, Ponto Euxino. A un lado Europa y al otro
Asia, donde hay que poner el pie, porque uno no va todos los días a Asia, para
comprobar que allí la tierra también es polvorienta y se deja pisar. No hay
lección de Geografía que supere la ida a estribor y la vuelta a babor o
viceversa. Los barcos salen del muelle de Eminönü y a lo largo de ambas orillas
encontramos palacios, mezquitas, yalis o casas de recreo de madera, fortalezas,
etc, muy fáciles de identificar con una guía que contenga fotos como la de El
País Aguilar.
El Bósforo |
El muelle de Eminönü
por la tarde atufa la ciudad con la humareda de los bocadillos de caballa que
se asan desde unos barcos que se bambolean de una forma inverosímil en el agua.
Por encima de él, desde el puente Gálata, un enjambre de pescadores lanza sus
cañas al agua rodeados de vendedores ambulantes. A los costados del puente se
alinean los restaurantes de pescado que se llenan de turistas. La comida, por
lo general en toda la ciudad, es muy buena y asequible. La diversión por la noche en la calle
Istiklal ofrece todo tipo de clubes y sofisticadas discotecas con la música a
toda pastilla hacia el exterior. Pero al turista y a la turista lo que más
gracia les hace son unos chavales que durante dos noches consecutivas hacen el
mismo chiste de tirarse unas largas pedorretas ante los paseantes. Cuando los
turistas ya tienen una cierta ubicación de por dónde andan, de adónde va a
parar tal o cual calle o plaza, empieza a llegar el momento de marcharse.
Después de todo lo visto, después de las inevitables renuncias, de lo que queda
para otro día más, si acaso lo tuviesen, cada uno hace recuento de sus mejores
momentos, de los lugares que más le han emocionado. Aquí no podemos dejar de mencionar
a la pequeña Santa Sofía o iglesia bizantina de San Sergio y San Baco,
convertida en mezquita, donde apenas encontraron a nadie, excepto un anciano
que dormía plácidamente tras una columna. O el emocionante descenso a la enorme
cisterna subterránea Yerebatan Sarayi, que con sus columnas sumergidas en agua
produce una impresión difícil de olvidar. Uno de los monumentos que adoptan
como eje y referencia de sus paseos es la columna de Constantino o Cemberlitas,
de 35 metros de altura, reforzada con unos anillos de metal que la convierten en
una columna vertebral erguida sobre su propio dolor. Al lado hay unos baños y
en ellos los turistas experimentarán lo que en su día Julio Camba dejó escrito
en uno de sus artículos desde Constantinopla allá por el 1909, pues la turista
ha dado por azar, a la vuelta, con dicho fragmento:
“Cuando el
empleado del baño cogió su guante de piel de camello y comenzó a frotarme el
pecho, los brazos y las piernas, yo me sentí humillado y sorprendido.
-¿Qué es esto? -le
pregunté al amigo turco que me acompañaba, señalándole la inmundicia que iba
cubriendo mi piel.
El turco vaciló un
momento, como si temiera ofenderme. A poco, hizo con su brazo, que la caricia
del guante no había ennegrecido, sino sonrosado, un ademán de decisión, y me
dijo:
-Eso es el
Cristianismo.”
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A Estambul la han
visitado muchos escritores, tales como Nerval, Gautier, Flaubert, Edmundo de
Amicis o el susodicho Camba, y es a través de ellos también como se puede
acceder a una ciudad más o menos estereotipada, que hasta no hace mucho ardía
constantemente por la gran cantidad de edificios de madera que albergaba. Los
mismos estambulíes eran muy aficionados a esos espectáculos del fuego.
Actualmente pueden verse en calles céntricas grandes paneles con fotografías del
trabajo de restauración de algunas de esas imponentes casas.
Pero este relato termina. De nuevo el turista y la turista en el avión. No dejan atrás a un amante, a una amante que han tomado con total desvergüenza por todos los rincones de su cuerpo durante cuatro noches, pero sí están agotados, con la cabeza llena de imágenes espontáneas, con palabras que golpean en su interior, nombres de personas, de lugares. Bien puede ser que Estambul quede atrás mordida, pisoteada, sudada, orinada. Conforme en cuatro horas aproximadamente se cubren los tres mil kilómetros de distancia, lo vivido con ella se va atornillando bajo sus delgadas ropas de verano, algo ridículas. Quedarán, más allá, pequeños apuntes, alguna fotografía, quizás un texto, pero sobre todo una huella indefinida, cada vez más sutil, hasta el punto de que un día el turista y la turista sólo podrán decir: Estambul, qué hermosa ciudad, una vez yo estuve en Estambul.
* Las fotos han sido
hechas por el turista y la turista, excepto la de Atatürk y la de Nasreddin
Hodja, que proceden de internet.
** ESPERO QUE ME MANDÉIS CRÓNICAS DE VIAJES O COMENTARIOS SOBRE UNA CIUDAD QUE OS GUSTARÍA VISITAR.
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5 comentarios:
Me ha encantado. Por mi parte, no había sentido deseos de conocer Estambul hasta que leí el maravilloso libro de Orhan Pamuk... todavía no he ido...
Estupenda crónica, Sr. Baez.
Nunca he estado en Estambul, pero no pierdo las esperanzas de poder llegar hasta allí algún día. Me gustaría entender la razón que llevo a Constantino a mudar la capital de su imperio a Bizancio y he creído que quizás, yendo...
Un abrazo para usted y otro para el anfitrión, que con esta serie de reportajes nos está ayudando a llegar lejos sin salir de casa.
Antonio, me ha gustado muchísimo tu crónica sobre Estambul, un destino para mí cargado de exotismo que espero poder visitar algún día.
Transmitiste muy bien ese sentimiento de dicha que el turista y la turista experimentan al final.
Abrazos
Muchas gracias por vuestros comentarios, la verdad es que Estambul es un destino turístico mucho más corriente de lo que creía, pues cuando dije que la iba a visitar mucha gente que conozco ya había estado allí, así que animaros. Los estambulíes son muy amables y simpáticos y una cosa que quizás no he dicho en el relato es que no resultan nada pesados ni insistentes. Te llaman la atención, te ofrecen lo que sea, pero no agobian. En Marruecos, por ejemplo, la presión sobre el turista, ese animal desorientado por un foco de luz, es mucho mayor.
Un saludo a los visitantes de La nave y a Fernando y muchas gracias.
Antonio Baéz
Yo sí visité esa ciudad que no parece real.Y leí el libro de Pamuk mientras lo hacía.Leyendo esta crónica empiezo a sospechar que sus perros, sus pescadores, sus cánticos y la suciedad bulliciosa de sus calles son una ficción de lo más verosímil, que atrapa a las turistas y los turistas de la misma forma que Antonio lo ha hecho con sus palabras.Gracias.
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