CUBA,
ENTONCES, ERA DIFERENTE
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Primavera
de 1996. Desde hacía algún tiempo me rondaba la idea, algo apremiante, de
conocer Cuba antes de que Fidel Castro dejara el poder. La caída de Muro de
Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991 habían cambiado
radicalmente el estatus geopolítico de la isla. Por entonces los cubanos
sufrían las penurias y restricciones del llamado Período Especial y algo me
decía que el gobierno de Castro tenía los días contados (qué erróneo
pronóstico). Convencida mi mujer, nos propusimos evitar los hoteles y alojarnos
en casa de algún habanero que alquilara su vivienda por un puñado de dólares.
Acudí al bar Havanna Club de mi ciudad, lugar de encuentro de amigos filo-cubanos,
y oí cómo una joven que conocíamos de vista contaba al camarero que acababa de regresar
de la isla y que siempre se alojaba en la misma casa de El Vedado. Le pedí el
teléfono del cubano, que resultó ser O., un médico y profesor universitario ya
jubilado que había combatido en Sierra Maestra al lado del “Ché”. Al día
siguiente telefoneé a la Habana y, exagerando mi relación con su amiga, logré de
O. el compromiso de una estancia de diez días en su casa. Algunos familiares y
amigos, al enterarse del proyecto, decidieron participar. Ese verano viajaríamos
ocho personas a Cuba.
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Todo el que haya desembarcado en el
aeropuerto José Martí conoce el recibimiento húmedo que regala la isla al pie
mismo de la escalerilla del avión. Lo que no sabe en ese momento (y descubre al
poco) es que el tiempo se ralentiza, las horas se alargan y al cuerpo le cuesta
acomodarse a un ritmo pausado de la vida. Por eso llegamos a la casa (pasadas
las diez de la noche) cansados del viaje, abrumados por la espesura del aire
habanero. Nuestro anfitrión y su familia nos recibieron con afecto inesperado.
Todavía recuerdo la agradable velada en el porche de la casa, bebiendo ron y
escuchando danzones de Barbarito Díez en un viejo tocadiscos de vinilo. No
menos viejo y polvoriento era el piano al que mi hermana Lola se empeñaba en
sacar notas reconocibles.
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Aquella estancia fue rica en
episodios memorables, algunos de los cuales parecían reproducir los vividos por
los protagonistas de Guantanamera, la
película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío que se había estrenado un
año antes. Cuando nos trasladaba por las calles, un taxi ilegal perdió la
puerta del copiloto en una curva; otro taxista se detuvo de noche en mitad de
la avenida del Malecón y se introdujo debajo del vehículo para arreglar una
avería; un coche alquilado que nos llevaba a Varadero tenía parte del motor
sujeto con correas de pantalón; tardamos tres días en hacer una tortilla de
patatas, por los cortes en el suministro de gas…
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Me
viene ahora a la memoria una excursión a Soroa para ver orquídeas, en un
autobús dispuesto por una peña china de la Habana Vieja. Compartíamos viaje con
un grupo de pequeños artesanos callejeros, además del presidente chino de la peña,
el mencionado guía (un funcionario con aire del incombustible Torrebruno) y una
jovencita cuyo único cometido era servirnos bebidas frías (refrescos Tropicola,
cervezas Hatuey, Cristal…). El autobús remontaba las pendientes a duras penas,
a unos 30 kilómetros por hora, y un chaparrón repentino nos hizo descubrir una
brecha gigantesca en el techo por la que la lluvia mojaba sólo a los ocho
“gallegos”. Finalmente no vimos ninguna orquídea, porque Torrebruno recordó, ya
en destino, que estábamos fuera de temporada.
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Estas
y otras vicisitudes no impidieron que días más tarde contratáramos en la misma peña
un autobús para ir a Trinidad. Esta vez queríamos ir solos, pero al final se
sumó una pareja de familiares de nuestro anfitrión, que había acudido a la
Habana para una consulta médica y nos habían ofrecido alquilarnos su casa en la
bella ciudad colonial (ofrecimiento que rechazamos amablemente al ver que las
gallinas compartían las que serían nuestras camas con una especie de Conde de
Montecristo en largo cautiverio). A preguntas mías en la víspera sobre el
estado del nuevo autobús, el funcionario nos aseguró que era un Mercedes Benz
del año 1992. Iniciamos el viaje antes de amanecer, y a medida que la luz
penetraba en el vehículo se iba iluminando una placa instalada sobre el
conductor: “Donado por la ciudad de Atenas en el año 1992”. Torrebruno nos la
había jugado de nuevo.
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Todavía hoy recuerdo sobrecogido un episodio
al final de la estancia. Desde el primer día habíamos aceptado que se nos
sumara un jinetero (A.), con el que negociamos que nos
enseñara la Habana oculta a los turistas a cambio de invitarlo de vez en cuando
a comer o a beber con nosotros. Cercano el regreso a España, nos propuso
visitar su casa y conocer a su abuela, con la que vivía. Fuimos tan sólo cuatro
(mi mujer, dos familiares más y yo), en un taxi cuyo conductor se alarmó al
saber nuestro destino: los arrabales de la ciudad, a unos treinta minutos en
coche (la Habana es una ciudad inmensa). No describiré ahora la casa
humildísima donde nuestro amigo vivía y compartía cama con su abuela; tan sólo
diré que la calle carecía de asfalto y no había más iluminación que la que débilmente
emanaba de las casas. La velada con la abuela fue entrañable: nos ofreció lo
poco que tenían y nos contó que había participado en la campaña de
alfabetización de la Revolución, así como algunas historias del barrio, entre
otras la del acuchillamiento mortal de un negro días antes, a unos metros de su
porche. A la hora de marcharnos, entrada la noche, era preciso llamar un taxi.
Mi mujer, más atrevida que yo, se fue con A. a una vivienda donde dos mulatas
orondas alquilaban el teléfono. Tardó y llegó el taxi, y mi mujer aún no había regresado.
Subí al coche para dar una vuelta y recogerla, mientras la taxista repetía una
y otra vez que sólo a unos gallegos locos se les podía haber ocurrido ir a ese
barrio. Y mi mujer y A. seguían sin aparecer. No sé cuánto tiempo pasó, pero sí
que empezamos a asustarnos y a lamentar aquella aventura incierta. Al rato mi
mujer y A. se dejaron ver al final de la calle embarrada: venían conversando
animadamente.
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He viajado mucho, pero ningún viaje
me ha dejado una huella emocional tan intensa como aquel. Del mismo parecer son
mis compañeros de viaje. Ni que decir tiene que hubo muchos momentos de “revisión”
política (en especial con los hijos de O. y sus amigos, que eran de nuestra
misma generación) y que todos regresamos a España con una visión muy diferente
de la Revolución Cubana. Pero esa es otra historia.
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4 comentarios:
Gracias, Fernando, por publicar esta crónica sentimental. Lo cierto es que me cuesta reconocerme en esa foto, tan bellamente flanqueado. Un abrazo desde Cádiz, que es como Cuba pero con menos negritos.
Se nota en esta emocionante crónica esa huella emocional. Menos profunda que la del autor, pero algo de esa huella me ha quedado.
Abrazos para anfitrión y visitante.
Simbiosis entre esa expresión encantadora de juventud en el coche y la emoción de lo vivido.
Gracias por el disfrute de leer esta experiencia.
Saludos
Un viaje (y un piano) inolvidable. Bonito recuerdo. Gracias, Antonio. Gracias, Fernando.
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