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"Marcha atrás"
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Le reconocí enseguida. En cuanto su afilada nariz pasó la puerta de entrada haciendo sonar la campanilla. Se dio una vuelta impunemente por la tienda sin la más mínima sombra de tormento. Inconsciente de que mis ojos recelosos no le perdían de vista. Aún llevaba el mismo llavero al que daba vueltas sin parar, mientras silbaba aquella tonadilla que me atormentaba todas las noches. Se paró brevemente en la estantería de botellas de alcohol y acarreó con todas las de whiski que me quedaban. Al llegar al mostrador, le miré fijamente a los ojos. Nuestra inesperada acercanza me hizo darme cuenta de que no había cambiado: los mismos hoyuelos alocados y la misma sonrisa presuntuosa, sin embargo, a mí… las arrugas se mostraban sin ningún pudor, la amargura blanqueó mi cabello y ennegreció mis ojeras. Deseaba que me reconociese, que se muriera de vergüenza, que me pidiese perdón, pero tan sólo me lanzó un soberbio "¿es todo lo que tiene viejo?". Me tuve que morder la lengua. Mi rabia reprimida buscaba una salida que mi garganta impedía. Solamente contesté entre dientes un "sí, es todo lo que queda". Sus carcajadas retumbaron con un atrevimiento insolente, como lo hicieron aquella mañana de primavera.
Le reconocí enseguida. En cuanto su afilada nariz pasó la puerta de entrada haciendo sonar la campanilla. Se dio una vuelta impunemente por la tienda sin la más mínima sombra de tormento. Inconsciente de que mis ojos recelosos no le perdían de vista. Aún llevaba el mismo llavero al que daba vueltas sin parar, mientras silbaba aquella tonadilla que me atormentaba todas las noches. Se paró brevemente en la estantería de botellas de alcohol y acarreó con todas las de whiski que me quedaban. Al llegar al mostrador, le miré fijamente a los ojos. Nuestra inesperada acercanza me hizo darme cuenta de que no había cambiado: los mismos hoyuelos alocados y la misma sonrisa presuntuosa, sin embargo, a mí… las arrugas se mostraban sin ningún pudor, la amargura blanqueó mi cabello y ennegreció mis ojeras. Deseaba que me reconociese, que se muriera de vergüenza, que me pidiese perdón, pero tan sólo me lanzó un soberbio "¿es todo lo que tiene viejo?". Me tuve que morder la lengua. Mi rabia reprimida buscaba una salida que mi garganta impedía. Solamente contesté entre dientes un "sí, es todo lo que queda". Sus carcajadas retumbaron con un atrevimiento insolente, como lo hicieron aquella mañana de primavera.
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Unos minutos después, salió ufano y cargado con sus botellas. No quiso bolsa, las mantenía entre sus brazos con el mismo cuidado y la misma arrogancia con los que, aquella mañana de abril, agarró a una rubia de labios reconstituidos. Con la nariz pegada en la ventana, le vi montar en un flamante volvo. Uno nuevo. Puse el cartel de "Cerrado por inventario". Cogí mi viejo seat y lo seguí como pude. No me importaban los límites de velocidad, ni que el coche vibrase como si fuese a volar su vieja carcasa por el viento. Inclinado sobre mi volante, como si aquello me fuese a ayudar a ir más deprisa, no perdía de vista aquella matrícula. No sé cuanto tiempo pasó. Lo único que recuerdo es que cuando llegamos la luminosidad había bajado. Recogió a una señora bien vestida y entraron en uno de esos moteles decrépitos en medio de un descampado que anuncian la llegada a un centro urbano. Esperé. La noche llegó y las luces apenas alumbraban el cartel de bienvenida. Las habitaciones permanecían oscuras. Apenas se distinguían las puertas. Tan sólo su coche vacío permanecía aparcado en el fango que rodeaba el edificio. La tensión me agarrotaba los músculos como esta tarde cuando le vi entrar y como aquella mañana de abril aguardando la decisión. Un bulto a medio vestir salió de una de las puertas. Oí el ruido metálico de un llavero dando vueltas y escuché aquella tonadilla ahora tan familiar. Esta vez, mi rabia reprimida encontró el camino del acelerador. El motor rugió como una fiera enjaulada. Tan sólo escuché un golpe seco. A eso se resumió todo. Aquel fue el último ruido que también escuchó mi mujer. Fue demasiado rápido. Mi rabia decepcionada me devoraba aún. Pasé una y otra vez por encima. En mi cabeza aún resonaba aquella tonadilla y aquella carcajada satisfecha que invadió la sala cuando el juez le condenó a una multa de 40.000 euros y unas clases de conducir. "Eso no es nada", fanfarroneó con orgullo. Ni un "perdón", ni un "lo siento mucho". No, nos abofeteó con un "eso no es nada". Aquello fue apenas nada. Un entierro rápido y una ausencia eterna.
Unos minutos después, salió ufano y cargado con sus botellas. No quiso bolsa, las mantenía entre sus brazos con el mismo cuidado y la misma arrogancia con los que, aquella mañana de abril, agarró a una rubia de labios reconstituidos. Con la nariz pegada en la ventana, le vi montar en un flamante volvo. Uno nuevo. Puse el cartel de "Cerrado por inventario". Cogí mi viejo seat y lo seguí como pude. No me importaban los límites de velocidad, ni que el coche vibrase como si fuese a volar su vieja carcasa por el viento. Inclinado sobre mi volante, como si aquello me fuese a ayudar a ir más deprisa, no perdía de vista aquella matrícula. No sé cuanto tiempo pasó. Lo único que recuerdo es que cuando llegamos la luminosidad había bajado. Recogió a una señora bien vestida y entraron en uno de esos moteles decrépitos en medio de un descampado que anuncian la llegada a un centro urbano. Esperé. La noche llegó y las luces apenas alumbraban el cartel de bienvenida. Las habitaciones permanecían oscuras. Apenas se distinguían las puertas. Tan sólo su coche vacío permanecía aparcado en el fango que rodeaba el edificio. La tensión me agarrotaba los músculos como esta tarde cuando le vi entrar y como aquella mañana de abril aguardando la decisión. Un bulto a medio vestir salió de una de las puertas. Oí el ruido metálico de un llavero dando vueltas y escuché aquella tonadilla ahora tan familiar. Esta vez, mi rabia reprimida encontró el camino del acelerador. El motor rugió como una fiera enjaulada. Tan sólo escuché un golpe seco. A eso se resumió todo. Aquel fue el último ruido que también escuchó mi mujer. Fue demasiado rápido. Mi rabia decepcionada me devoraba aún. Pasé una y otra vez por encima. En mi cabeza aún resonaba aquella tonadilla y aquella carcajada satisfecha que invadió la sala cuando el juez le condenó a una multa de 40.000 euros y unas clases de conducir. "Eso no es nada", fanfarroneó con orgullo. Ni un "perdón", ni un "lo siento mucho". No, nos abofeteó con un "eso no es nada". Aquello fue apenas nada. Un entierro rápido y una ausencia eterna.
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* Puerto Gómez Corredera es licenciada en Filología Anglogermánica por la Universidad de Extremadura y se ha doctorado en Filología Hispánica por la Universidad de Pau (Francia). Desde entonces se dedica a la investigación teatral y ha publicado varios artículos, en particular sobre el teatro de Unamuno. Es cofundadora del grupo teatral de estudiantes Théâtraltitude y ha trabajado como profesora de instituto y en la Universidad de Pau. En la actualidad coordina la sección de poesía de la revista digital En Sentido Figurado.
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1 comentario:
Curioso, el título ya invita al desapego, pero mantiene la intriga hasta ver que es una acercanza con tintes de venganza.
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