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"Figuras"
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"Figuras"
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La llamita de la lámpara vibraba sobre el aceite que la nutría y aquel temblor, que era como un aleteo nervioso de polillas, contagiaba las sombras de la habitación, la mesa que parecía dudar de su perfil en la pared, las sillas rematando en baile su respaldo. También se estremecía la figura de un niño aplicado a escribir con un palito sobre una tablilla de cera. Era de ver el esmero con que dibujaba el muchacho remotas estirpes que la candela ponía en zozobra: Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos, Judá engendró a Fares y a Zara en Tamar... Y de pronto las vacilaciones eran del alma, donde acaso la candela alcanzaba también a inquietar curiosidades.
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¿Tamar es bonito? –preguntaba el niño dejando un momento la labor.
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Del otro lado de la mesa le respondía una mujer que amasaba. Y venían las palabras con una sonrisa por delante.
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Es que Tamar no es un sitio. Tamar era una mujer. Significa palmera.
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El niño se quedaba pensativo durante un rato. Y la llama de aceite se le subía a los ojos mientras seguía las manos de su madre, los pulgares blanquísimos haciendo mella en la masa, para rendirla en seguida a la voluntad delicada de las palmas que volvían a igualar la breve ofensa de los dedos. Era como si vinieran a juntarse dos mundos sobre la misma mesa, dos materias dóciles y sin memoria: una de cera, para recibir nombres antiguos, y otra de harina y agua, para festejar un nombre solo, herencia de todos los nombres que vivían en las recitaciones familiares repetidas de generación en generación. Y era aquel encuentro porque el heredero, tan pequeño en el reflejo de la vela, tan dado a ausencias de la imaginación y a figurarse parajes de la distancia, cumplía siete años.
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¿Tamar es bonito? –preguntaba el niño dejando un momento la labor.
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Del otro lado de la mesa le respondía una mujer que amasaba. Y venían las palabras con una sonrisa por delante.
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Es que Tamar no es un sitio. Tamar era una mujer. Significa palmera.
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El niño se quedaba pensativo durante un rato. Y la llama de aceite se le subía a los ojos mientras seguía las manos de su madre, los pulgares blanquísimos haciendo mella en la masa, para rendirla en seguida a la voluntad delicada de las palmas que volvían a igualar la breve ofensa de los dedos. Era como si vinieran a juntarse dos mundos sobre la misma mesa, dos materias dóciles y sin memoria: una de cera, para recibir nombres antiguos, y otra de harina y agua, para festejar un nombre solo, herencia de todos los nombres que vivían en las recitaciones familiares repetidas de generación en generación. Y era aquel encuentro porque el heredero, tan pequeño en el reflejo de la vela, tan dado a ausencias de la imaginación y a figurarse parajes de la distancia, cumplía siete años.
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¿Una palmera? Entonces era guapa –sacaba en conclusión el niño volviendo a bajar la cabeza hacia la tablilla por donde crecían los linajes de arena: y Fares engendró a Esrom, Esrom a Aram, Aram a Aminadab...
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Del otro lado de la pared venían ruidos familiares. Si era uno propicio a enredos de los oídos, hasta se daba con un arte músico: ris, ras, ris, toc-toc; ris, ras, ris, toc-toc. Y con licencias alegres: run, run, tas-tas, run, run, tas-tis-tas.
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¿Qué está haciendo? –volvía a dispersarse la curiosidad infantil.
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La mujer lo miraba sin que abandonaran las manos su tarea de dar forma a la masa. Viéndola hacer, con el velo blanco sobre el pelo y aquel candor con que contemplaba la tarea del niño –la habitación envuelta toda en la luz vacilante de la vela–, parecía que fuera a asomarse un milagro por cualquier rincón de la penumbra. Y acaso dignos de prodigio fueron los andares secretos de un gato que salió de no se sabe dónde para subirse mimoso al regazo del niño. El pequeño miró feliz a su madre y bebía ella de aquella luz del niño que ahora parecía haber nacido solo para acariciar a las criaturas más débiles.
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Anda, anda, escribe, que luego se enfada el carpintero.
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En las familias pobres, bien se sabe, la instrucción de los hijos es otra necesidad. Y no se entiende qué extrañas esperanzas ponen los padres humildes en el adorno de letras que quieren para sus hijos. Porque hay más maravilla en extraer un pan de la masa y en sentarse a comerlo luego que en poner por letras las cuatro partes del mundo o los nombres seguidos de toda la parentela, que no dejarán de ser letras ociosas que igual podrían vivir en la memoria, o vagar unos segundos en el aire buscando el reconocimiento de quien escucha.
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Y Aram engendró a Aminadab, Aminadab a Salmón...
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No –corregía dulcemente la voz blanca– Aminadab a Naasón y Naasón a Salmón.
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El niño pasaba un pulgar sobre la cera mal hollada y de pronto se quedaba también él en blanco.
Cuéntame lo del ángel que se le apareció al tío.
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¿Otra vez? –La mujer no dejaba de amasar pero sonreía. De la habitación de al lado seguían llegando suspiros músicos que eran revelaciones del alma oculta en la madera.
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Había ido tu tío Zacarías al templo, a ofrecer el incienso, cuando se le apareció Gabriel el ángel a la derecha del altar.
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¿El mismo que te vino a ver a ti? –interrumpía el niño. Y era novedad esta duda.
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El mismo, a lo mejor con otro traje –se estiraba su madre para prevenir nuevas curiosidades– . Tu tío, que ya era viejo y veía solo a medias, creyó que era un fuego lo que tenía delante, y como es tan sentido, hasta pensó que el incendio era culpa de un descuido suyo. Se estaba levantando todo apurado para pedir ayuda cuando oyó hablar al ángel: «No temas, Zacarías, que soy amigo. Vengo a decirte que tu mujer va a tener un hijo, como querías tú, al que pondrás por nombre Juan». Tu tío, que ya no sabía si levantarse del todo o volverse a arrodillar...
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Pero antes fue cuando le dijo el ángel que Juan no había de beber vino ni desde antes de nacer –intervenía el niño de nuevo.
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Es verdad, se me olvidaba, ¿ves como te lo sabes mejor que yo?
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Pues el año pasado, cuando vinieron por Pascua, Juan bebió un poco del vaso de papá. Y me echó el aliento riéndose.
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No lo vería su madre. –La mujer dejó un momento de amasar para buscar la cara del niño. Y se puso seria al advertir–: Si es en día de fiesta, no pasa nada. ¿Te pasó algo a ti por respirar el aliento de tu primo?
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El niño negaba con la cabeza. Y por un momento se miraron con una fe absoluta.
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Entonces fue cuando tu tío –siguió ella alargando el brazo para alcanzar un rodillo–, que siempre ha sido algo desconfiado, le dijo a Gabriel el ángel que cómo iba a tener un hijo él con lo mayor que estaba.Y Gabriel el ángel, para probar la autoridad de Dios y la paciencia de tu tío, le contestó que lo iba a dejar mudo hasta el día en que naciera el hijo prometido.
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El niño se quedó callado, viendo hacer a su madre una ola de masa que corría cada vez más pequeña por delante del rodillo hasta desaparecer bajo su paso. Y acariciando al gato, que cerraba los ojos. También la madre detuvo su labor cuando regresó el rodillo sobre la masa, como vuelve la espuma sobre su memoria de sal después de probar la arena.
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Y cumplido el noveno mes, Zacarías volvió a hablar –dijo la mujer a media voz, igual que si recitara un precepto, o como si hablara recién salida de un sueño extraordinario.
Porque los ángeles no dicen mentiras –remató el niño.
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Su madre lo miraba y volvía a sentir aquel sobresalto que un día le inundó el vientre. Y viéndolo tan pequeño, con la tablilla a medio escribir y el gato en el regazo, no dejaba de temer otro anuncio, aquel vértigo de que el niño iba a ser grande, y que iban a llamarlo Hijo del Altísimo, y que le daría el Señor Dios el trono de David, y que su reino no tendría fin. Porque los ángeles, es cierto, no engañan.
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Al otro lado de la pared seguía el oficio de la lima –ris ras, ris ras– y del escoplo –toc-toc-toc–. Y por esta parte del tabique crecía la curiosidad del que cumplía siete años en el mundo. "¿Qué estará haciendo, eh?".
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Sobre la mesa iluminada por el candil de aceite, madre e hijo compartían imaginaciones y caprichos. Pero no tenían ya a la madera por juguete, que ahora era la masa la materia para tentar figuras. Con un cuchillito entre los dedos, iba el niño recortando formas que su madre dirigía llevándole la mano: el cordero de la señora Sara, con la boca abierta para balar; el jilguero del señor Caifás, con su ojo de mostaza; el burro del señor Ismael, con albardas y todo. Y si sobra masa, se atrevió el niño volviendo la cabeza, hacemos la escalera de Jacob, pero vacía, para que no se quemen los ángeles en el horno.
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Se abrió una puerta de la habitación y entró un hombre con otra candela poniendo luz al atardecer. Traía serrín en las alpargatas y una viruta enredada entre las barbas. Corrió el niño a su encuentro y el hombre lo cogió en brazos.
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A ver las letras –dijo el recién llegado apoyando la candela sobre la mesa, y sin soltar al niño. Miró el chico para su madre, a la vez que se agitaba nervioso en el abrazo que lo sujetaba. Su padre lo posó en el suelo.
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A ver las letras –dijo el recién llegado apoyando la candela sobre la mesa, y sin soltar al niño. Miró el chico para su madre, a la vez que se agitaba nervioso en el abrazo que lo sujetaba. Su padre lo posó en el suelo.
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Vamos por Eleazar –se adelantó ella a responder. Me ha estado ayudando con la masa.
El hombre echó un vistazo a la mesa, por donde se esparcían los recortes blancos que la brasa había de dorar más tarde. Junto a un borde estaba la tablilla de cera.
El hombre echó un vistazo a la mesa, por donde se esparcían los recortes blancos que la brasa había de dorar más tarde. Junto a un borde estaba la tablilla de cera.
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Tampoco acabé yo el oficio –dijo el hombre repasando la escritura y llevándose una mano al costado–. Debe ser que va ya uno viejo. –Y dijo esto mirando al niño, como quien da cuenta de una desgracia difícil de arreglar.
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Tampoco acabé yo el oficio –dijo el hombre repasando la escritura y llevándose una mano al costado–. Debe ser que va ya uno viejo. –Y dijo esto mirando al niño, como quien da cuenta de una desgracia difícil de arreglar.
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Se quedó el muchacho quieto ante su padre, como si esperara más palabras. Pero él, con paso cansado, ya iba camino de una silla que le tendía la mujer. Entonces el chico corrió para adelantarlo.
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Aunque no acabé de escribir me lo sé de memoria. –Y con voz segura recitó–: Eleazar engendró a Matán, Matán a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
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Acariciaba María la cabeza de José, que acababa de sentarse, y los dos sonreían al niño que intuía ya que entre aquellos que lo miraban había acuerdos dignos de confianza. Se ladeó José, y de una abertura de la tela que lo cubría, sacó una figura de madera que le ofreció a su hijo.
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¡El camello de don Gaspar! –gritó entonces Jesús. Y de un salto, se puso encima de su padre y lo abrazó con fuerza. María acariciaba las dos cabezas juntas y dejaba al pasar una memoria de harina sobre el pelo, como una nevada inocente.
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Y ahora no vuelvas a perderlo –advirtió el carpintero.
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Pero el niño ya se arrastraba por el suelo llamando al gato para que viniera a ver el regalo. Y vino como suelen venir los de su especie, saliendo de una sombra, progresando a pasos cortos y algo misteriosos, desconfiando del aire. Acercó el hocico a la figura que le tendía el niño y lo último que se vio, antes de que María cambiara de sitio la luz vacilante de la vela, fue la lengua del gato saludando muy respetuosamente al camello de don Gaspar.
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* Entre los nuevos cultivadores españoles de la narrativa breve, Pablo Andrés Escapa (León, 1964) es uno de los nombres que más me ha llamado la atención. Tiene en su haber dos libros: Las elipsis del cronista (2003) y Voces de humo (2007), ambos publicados en la editorial Páginas de Espuma. Se licenció en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca y en la actualidad trabaja en la Real Biblioteca de Madrid. Es autor de diversos artículos sobre historia del libro. Su edición y traducción del Syntagma de arte typographica de Juan Caramuel (Instituto de Historia del Libro y la Lectura) obtuvo el premio Fray Luis de León 2005. Y acaba de entregarle al editor la traducción de De vita solitaria, de Petrarca, obra de la que no existía una versión completa en castellano.
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* El segundo cuadro es de Caravaggio, La virgen de la sierpe o la madona de los palafreneros, 1605-1606, y el tercero de Max Liberman, Presentación de Jesús en el templo, 1879.
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* ¡Felices y tranquilas Navidades y un mejor 2009!
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9 comentarios:
Feliz navidad y un buenísimo 2009, para ti y Gemma.
Un abrazo, Lilian.
¡Lo mismo digo! Para vosotros, Fernando y Gemma, y para todos los que se asoman con sus comentarios a estas páginas, siempre tan interesantes.
¡Feliz Navidad, Fernando!
Pensaremos en ti mañana viendo el Hamlet de Ostermeier.
Un abrazo.
Este humilde agnóstico desea de corazón, a todos los creyentes y no creyentes, dudosos y convencidos, y por supuesto a Fernando y Gemma, creadores y mantenedores de esta hermosa nave, así como a los pasajeros de largo y corto recorrido, una feliz Navidad, un moderado consumo, y un muy venturoso 2009.
Mis mejores deseos para todos: Fernando, Gemma, los lectores que participan, los que no lo hacen, quien se asoma ocasionalmente, no quiero dejarme a nadie...
Felices fiestas, feliz año.
Lilian, Javier, Teresa, Pedro y Cristóbal, muchas gracias a todos, de parte de Gemma y mía.
Me uno a tus deseos, igual para todos y ¡salud!
Feliz Navidad para Fernando y Gemma y para todos los pasajeros de esta nave de los locos,que contra viento y marea navega al calor de nuestros sueños y nuestro amor por la literatura.
Un brindis por la vida,la literatura y la alegría.Y un viva por el librepensamiento de esta nave de los locos.
un cordial saludo para todos los pasajeros
Julia Otxoa
Qué hermoso regalo nos has brindado.
Mis mejores deseos para ti, Fernando, y para todos los visitantes a esta hermosa casa. Por supuesto incluyo a Gemma en mis felicitaciones, es sólo que he andado algo perdida y no me he presentado pero que mejor momento que este. ¡Felicidades, Gemma!
Un abrazo para todos
Alba
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