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"Naufragio"
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"Las muertes de Wilbor Wagner"
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¿Qué pasaría si alguien llama a la puerta de tu casa y resulta que la persona que llama desde el exterior eres tú, que estás dentro? Eso fue lo que le pasó a Wilbor Wagner una gélida noche de invierno de 1898, en Juneau, en el estado de Alaska. Estaba en bata en el cálido salón de su casa, sentado gozoso en la mecedora mientras afilaba sus cuchillos de caza, cuando sintió que alguien llamaba a la puerta. Al abrir, como se ha dicho ya, Wilbor descubrió que era él, el propio Wilbor, quien estaba en el umbral, tiritando, precariamente vestido, con restos de nieve sobre los hombros, los viejos zapatos y el gorro de piel. Su desconsolado abrigo presentaba tantos agujeros como un queso de Gruyere; era como si el fiero viento de los últimos días se lo hubiera comido a dentelladas. Seguramente uno de esos buscadores de oro, un fracasado, pensó Wilbor de Wilbor al tiempo que el segundo se frotaba las manos avejentadas por el frío en un intento de entrar en calor.
¿Qué pasaría si alguien llama a la puerta de tu casa y resulta que la persona que llama desde el exterior eres tú, que estás dentro? Eso fue lo que le pasó a Wilbor Wagner una gélida noche de invierno de 1898, en Juneau, en el estado de Alaska. Estaba en bata en el cálido salón de su casa, sentado gozoso en la mecedora mientras afilaba sus cuchillos de caza, cuando sintió que alguien llamaba a la puerta. Al abrir, como se ha dicho ya, Wilbor descubrió que era él, el propio Wilbor, quien estaba en el umbral, tiritando, precariamente vestido, con restos de nieve sobre los hombros, los viejos zapatos y el gorro de piel. Su desconsolado abrigo presentaba tantos agujeros como un queso de Gruyere; era como si el fiero viento de los últimos días se lo hubiera comido a dentelladas. Seguramente uno de esos buscadores de oro, un fracasado, pensó Wilbor de Wilbor al tiempo que el segundo se frotaba las manos avejentadas por el frío en un intento de entrar en calor.
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Wilbor, incorregible egoísta, denegó al pobre Wilbor la menor hospitalidad aun a sabiendas de que eran la misma persona. Por más que insistió el humilde Wilbor en que le permitiera pasar la noche bajo techo, o que al menos le diera un tazón de caldo caliente que echarse al estómago, el altanero y cicatero Wilbor se negó en rotundo. Después de despacharle sin el menor miramiento –lo hizo con energía pero con suma tranquilidad, ni siquiera se sacó las manos de los bolsillos de la bata–, Wilbor regresó a su mecedora mientras Wilbor, la cabeza gacha y el hatillo a la espalda, enfilaba el camino de El Sendero de los Ciervos en dirección a la iglesia de San Miguel. Allí a lo mejor podrían socorrerle. No tuvo suerte: minutos después, Wilbor caía exhausto y aterido sobre la nieve para no levantarse nunca jamás. Alguien que pasaba por la zona, al ver el cadáver, se hizo una señal en la frente en forma de cruz y siguió su camino.
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Cuando la asistenta regresó a la mañana siguiente a la casa de Wilbor Wagner, encontró a su patrón muerto en la alfombra del cálido salón. El doctor Joel Fleischman dictaminó que el señor Wilbor Wagner había muerto de frío junto a la chimenea encendida. Wilbor, incorregible egoísta, denegó al pobre Wilbor la menor hospitalidad aun a sabiendas de que eran la misma persona. Por más que insistió el humilde Wilbor en que le permitiera pasar la noche bajo techo, o que al menos le diera un tazón de caldo caliente que echarse al estómago, el altanero y cicatero Wilbor se negó en rotundo. Después de despacharle sin el menor miramiento –lo hizo con energía pero con suma tranquilidad, ni siquiera se sacó las manos de los bolsillos de la bata–, Wilbor regresó a su mecedora mientras Wilbor, la cabeza gacha y el hatillo a la espalda, enfilaba el camino de El Sendero de los Ciervos en dirección a la iglesia de San Miguel. Allí a lo mejor podrían socorrerle. No tuvo suerte: minutos después, Wilbor caía exhausto y aterido sobre la nieve para no levantarse nunca jamás. Alguien que pasaba por la zona, al ver el cadáver, se hizo una señal en la frente en forma de cruz y siguió su camino.
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"Naufragio"
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Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
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Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas.
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El hombre, incapaz de seguir escuchando la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena. Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas.
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* Francisco Rodríguez Criado (Cáceres, 1967) compatibiliza desde hace tiempo la escritura con la docencia en talleres literarios. Ha publicado cuatro libros de relatos: Sopa de pescado (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2001), Los Bustamante, una familia del siglo XX (Diputación de Badajoz, 2001), Siete minutos (La bolsa de pipas, Palma de Mallorca, 2003) y Un elefante en Harrods (De la Luna Libros, Mérida, 2006). También es autor de la recopilación de articuentos Textamentos (Alcancía, Cáceres, 2005) y de la novela Historias de Ciconia (De la Luna Libros, Mérida, 2008). Colabora con El Periódico de Extremadura, donde mantiene la columna semanal de opinión “Textamentos”. Su página personal de literatura: http://www.rodriguezcriado.com/ Y su blog Ciconia (alojado en la versión digital de El Periódico de Extremadura): http://elperiodicoextremadura.com/comunidad/blogs/franciscorodriguez/default.aspx
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* Pablo Palazuelo, Mármara II, 2004.
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13 comentarios:
me gusto mucho lo de las muertes de wilbor es muy bueno, gracias por una buena lectura
“Las muertes de Wilbur Wagner” mantiene un tono de crónica de sucesos hasta la última frase, con un narrador que hace un uso imprescindible de su omnipresencia, seguro como debe estar de que, ante un argumento así, sólo hay que limitarse a decir lo que está pasando, sin mayores florituras. Me transmite esa sensación de sencillez, de que hacen gala los buenos escritores.
Del primer relato es bueno hasta el nombre, Wilbur Wagner. Sorprendente y delicioso el segundo.Un placer conocerlo.
Me ha gustado "Las muertes de Wilbur Wagner". Sin embargo, me ha molestado el tópico poco imaginativo del queso Gruyère, que además, es falso: como es sabido el queso que tiene agujeros no es el Gruyère sino el Emmental...
"Naufragio"
Preferible el desierto y el océano que su mujer.
Un abrazo
Alba
Vladimir, me alegra saber que te ha gustado "Las muertes de Wilbur Wagner". Tomo nota sobre lo que cuentas sobre el tópico de los agujeros del queso de Gruyére. Ahora bien, sin ánimo de sentirme obligado a defender todo lo que escribo, no veo que yo emplee la imagen del queso de manera tópica, sobre todo porque supone la "entrada" a dos personificaciones que vienen justo después (y que tú omites): el abrigo de Wilbur está "desconsolado" (primera personificación) porque el viento se lo ha comido a dentelladas(segunda personificación, y además con valor simbólico, como todo el microrrelato en sí).
Si hago un esfuerzo por explicarme es porque mi obra se caracteriza precisamente por huir (o al menos lo intento) de los tópicos.
Saludos cordiales
Francisco Rodríguez Criado
En alguna ocasión he pensado que los escritores no deberían permanecer en silencio ante comentarios sobre su obra que creen apresurados, frívolos o simplemente equivocados, que deberían responder con argumentos. Quizás aquí pueda hacerse, en los blogs, ya que hasta ahora no ha sido posible, ni en la prensa, ni en las revistas literarias.
Amigo Rodríguez Criado: si me molestó la comparación con el queso es precisamente porque el “desconsolado” abrigo comido "a dentelladas" me pareció maravillosamente imaginativo, y el valor de esas dos inspiradas imágenes a mi juicio queda mermado por el uso del tópico del queso. Una apreciación subjetiva, sin duda, y es muy posible que a otros lectores no moleste la comparación (¡incluso habrá quien la celebre!). Sólo quisiera remarcar –por si no lo dejé claro en mi comentario anterior– que el relato me ha parecido en verdad muy bueno, y son muchos más los aciertos que los defectos. En cualquier caso, ha sido un honor recibir una respuesta del propio autor, a quien seguiré en el futuro. Un abrazo,
Vladimir.
Entiendo lo que dices, Vladimir. Yo diría que el uso de los agujeros a modo de queso de Gruyére se ha convertido en algo así como una metáfora muerta, como podrían ser "la cabeza de una aguja", "una red de carreteras", "la pata de una silla", etcétera. En su momento fueron metáforas vivas, pero con el paso del tiempo se han convertido en metáforas muertas (tanto que ni siquiera nos damos cuentas de que en su momento fueron imágenes brillates). De ahí que se escriban ciertos tópicos y no reparemos en ellos precisamente porque son palabras como otras cualesquiera. Ya nadie intenta crear un hallazgo "con" los agujeros del queso de Gruyére, pero se pueden conseguir "a partir" de ellos, que es lo pretendí hacer yo.
Un saludo y gracias por seguirme
Estimado Francisco:
Tu explicación sobre el uso de lo que llamas “metáforas muertas” es interesante, pero me temo que poco convincente para aplicarla al caso del queso Gruyère y sus supuestos agujeros. Las “patas de la silla”, la “cabeza del alfiler” (o, se me ocurre también, el “ojo de una aguja”) designan mejor que ninguna otra expresión el objeto que quiere representarse, independientemente de que en origen fueran metáforas (soy ignorante en etimología). Son palabras necesarias, a menudo inevitables, porque vienen asociadas a un objeto determinado. Sin embargo, el recurso del queso Gruyère, aparte de perpetuar una falacia, no aporta ninguna información (puede hablarse de agujeros sin necesidad de referirse al maldito queso…) y, por lo tanto, me parece algo accesorio, gratuito. Puede que sea una “metáfora muerta”, pero a diferencia de los ejemplos anteriores, ésta no ha entrado a fromar parte del lenguaje habitual, puesto que no designa a ningún objeto concreto. Dicho sea con la mayor simpatía, porque al fin y al cabo los autores escriben sus textos como les place (¡faltaría más!) e, insisto, la peripecia del pobre Wilbur Wagner me parece estupenda (está escrita con esa prosa distante, pero a la vez poética, que admiro en los mejores cuentos). Y el asunto del queso es sólo un detalle en un relato magnífico, pero uno de mis escritores favoritos (de quien, por cierto, he pedido prestado el nombre) acostumbraba a decir que los detalles había que acariciarlos… (los “divinos detalles”).
Un abrazo muy cordial,
Vladimir.
El problema, Vladimir, recae en saber qué es evitable o inevitable. En tu opinión es aceptable "la pata" de una mesa, pero no el agujero del queso de Gruyére. El motivo que apuntas no acabo de entenderlo, quizá porque asocias un agujero (que no deja de ser ausencia de un objeto) con objetos "reales". Cuatro patas de una mesa recuerdan a las cuatro patas de un animal, pero un agujero, ¿a qué -con forma física- recuerda? Yo diría que, en puridad, a nada.
Intuyo que le tienes fobia al queso de Gruyére más que al tópico en sí. :-)
No te culpo; a mí me pasa algo parecido con "ojos inyectados en sangre", "ojos grises", etcétera, la posición del cielo (arriba) y del infierno (abajo y en llamas), por no hablar -a nivel oral y últimamente también escrito- del prolegómeno "La verdad es que", un giro que, por manido e insustancial (no aporta nada), me saca de quicio.
Respecto a los agujeros inexistentes del queso Gruyére, no voy a discutirlo (no entiendo de quesos: el único queso que me gusta es el mascarpone, y es de agradecer que venga sin agujeros), pero es que vivimos en la era del contra-tópico. Resulta que ahora descubrimos que también es otro mito falso que las avestruces escondan la cabeza bajo la arena. Es más, hoy mismo he leído, al hilo de la publicación del libro "El pequeño gran libro de la ignorancia", que Bugs Bunny no era un conejo sino una liebre, que el champán no es francés sino inglés, que el agua no es incolora sino azul y que en la antigua Roma los gladiadores no eran condenados con el pulgar hacia arriba sino hacia abajo.
Si todo -o casi todo- lo que creíamos verdad resulta que es falso, ¿no podríamos hacer un esfuerzo y dar por válidos los puñeteros agujeros del queso Gruyére?
:-)
Saludos cordiales y amenos
P.D: A mí también me gusta Nabokov, aunque eso de "acariciar el detalle", por muy divino que sea, me resulta demasiado vaporoso...
Estimado Francisco:
Te equivocas en cuanto al queso Gruyère: es uno de mis favoritos. El problema es que uno empieza dando por válidos los agujeros del queso y acaba aceptando que la tierra es el centro del universo. Pero bien: aceptémoslo como licencia poética, siempre y cuando no acabemos condenando a los herejes –entre los que me cuento- a la hoguera…
Un abrazo y un muy feliz año nuevo,
Vladimir
Vladimir,
herejías aparte (o mejor dicho: herejías incluidas), te deseo un feliz año nuevo.
Un abrazo
Fran
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