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Desde el barranco que domina el barrio alto de esta ciudad portuaria creíste que el paisaje sería idéntico para todo aquel que lo mirara, como tú lo haces este atardecer de fines de verano.
Sin embargo, eres el único turista que ha subido desde la parte baja, donde se alinean los bares junto al paseo marítimo, hasta las últimas casas del cerro. Nadie se aventura en un país extraño a dejar las calles seguras e iluminadas del centro, para ir ascendiendo hasta los callejones cortados sobre laderas cubiertas de cactus o matorrales, entre los que se desperdigan basurales que hurgan perros y donde, más allá de azoteas se descubre el mar y se adivina —o se quiere imaginar— entre las brumas del horizonte, la otra orilla del estrecho.
Un paisaje —te decías hasta hace un momento— está hecho de lugares desplegados como un diorama ante los ojos y ese espectáculo puede fijarse para quedarse idéntico a sí mismo. Basta fotografiarlo, como has hecho ahora. Al volver a mirarlo, como podrías hacer la semana que viene, cuando estés del otro lado del estrecho, verás siempre lo mismo, sin que una palmera o un arbusto se hayan movido, pese a la brisa que sopla desde el Sur. Las ventanas de las casas seguirán abiertas o cerradas, como las fijaste con tu cámara; la ropa siempre tendida un poco más abajo.
Pero no estás solo.
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A tu lado, dos muchachos sentados en el borde del mismo barranco miran y señalan un punto con algo que te parece tristeza o ansiedad, ese mismo horizonte tras el cual creíste adivinar la otra orilla del estrecho. Aunque te acercas no puedes entender lo que dicen, pese a que lo miran con la misma fijeza con que lo miraste tú. Sospechas entonces que no ven el mismo paisaje que acabas de fotografiar. Hay otro paisaje en sus retinas y tratas de penetrar en él y descubrir el secreto que se te escapa.
Te sientas a su lado y sigues el movimiento de sus manos e intentas descifrar la lengua desconocida. Miras, una y otra vez, en la misma dirección y sigues sin comprender hasta que recuerdas que debes volver hacia el hotel, porque te envolverán rápidamente las sombras y mañana sales temprano hacia el puerto vecino. Se terminan tus vacaciones y el ferry parte a las once.
Y en este momento, tus ojos azorados pierden la seguridad que fijaste en la foto. Han descubierto otro paisaje en la mirada de los muchachos. Te sumerges con desconcierto en su interior, como si resbalaras por un tobogán a un mundo inesperado y descubres
un mar que no es sólo azul, sino barrera infranqueable,
una orilla remota que no es sólo playa, sino costa vigilada y ciudades
desconocidas hacia su interior lejano, que solo puedes evocar ahora en los fragmentos de imágenes atisbadas en la televisión, cuyas antenas se orientan desde las terrazas hacia el Norte.
Descubres, inmovilizado, que la otra orilla te está vedada, prohibida, aunque sueñes llegar algún día a ella.
Y la noche caerá finalmente sobre tus hombros, prisionero para siempre en el paisaje de este lado del estrecho.
4 comentarios:
"Su amor por la patria no tiene fronteras" es el microrrelato con el que descubrí a Fernando Aínsa. Para mí fue un cheque en blanco, que extiendo de nuevo cada vez que leo algo suyo. Un placer verlo por aquí.
Pedro, como dato curioso y anecdótico, te diré que es el primer autor que repite con sus textos en el blog, cuando estoy casi a punto de cumplir un añito... Me alegra, por tanto, que te guste.
Muchas gracias, por tus siempre atinados comentarios.
Una mirada desde el otro lado, pero por alguien de este lado. Buen microrrelato sobre la esperanza y la luz ilusoria en que se ha convertido Europa.
Saludos inmaculados.
(Corregida una errata anterior).
Mirar lo que el otro ve...
Besos
Alba
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