Oporto:
entre gaviotas, azulejos y demás flaquezas humanas
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Oporto: ciudad de contrastes. Nubes y claros
alternándose en el cielo sin solución de continuidad. Brumas matinales que dan
paso al sol de media tarde. Fachadas llenas de azulejos, junto a otras que
semejan el rostro de una mujer entrada en años, a la que no salva ni el mejor maquillaje.
Lo de los azulejos se enmarca en una tradición cultural legendaria, más allá de
la cual debe resultar adecuado ante los rigores del clima atlántico, que somete
los edificios más antiguos a un desgaste cruel, inexorable.
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Oporto: barra libre para las gaviotas. Sería raro
verlas a ocho kilómetros de la costa, graznando como cuervos sobre terrazas y
azoteas, si no fuera porque el río les pone la alfombra roja para que invadan
espacios a su antojo. Gregarias o en solitario, forman parte del paisaje visual,
y también del sonoro. En Matosinhos, junto a la desembocadura del Douro, los
pescadores les echan las sobras de lo que venden en las esquinas del barrio. En
el Cais da Ribeira, en pleno centro de la ciudad, las aves se dedican a acechar
a las carpas que asoman el morro con una ingenuidad que, a pesar del riesgo,
sigue pasando de padres a hijos.
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Oporto: ciudad beata. Al menos a nivel de
equipamientos. La ciudad de Vic, en la provincia de Barcelona, llegó a sumar un
total de 48 iglesias bajo su diócesis (cuando se llamaba Vich), quizás en su
condición de enclave estratégico para conectar con la ruta francesa del Camino
de Santiago. Pero Oporto forma parte del propio Camino (en su ruta portuguesa),
y las iglesias también abundan por doquier. Y por doquier halla uno vestigios
de la filiación canónica de algunos habitantes, que lucen fotos de su líder
espiritual como quien ondea banderas de un equipo de fútbol.
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Me dijeron que comería bien aquí. Doy fe de que no
me engañaron. El bacalao fresco se vende en los mercados a 6 euros el kilo (a
20 euros va en mi pueblo). Probar una ración de pulpo en una taberna del barrio
de pescadores adquiere ribetes de experiencia mística. Acompañarla con una Super
Bock de 6,5 grados (cerveza de abadía) eleva el espíritu a un estado de gracia
poco frecuente. Darse cuenta de que, en esas condiciones, lo que más le apetece
a uno es fumarse un cigarro, y comprobar que ello no es posible, precipita el
ánimo hasta los sótanos de la conciencia. Así de efímeros son los placeres de
la carne.
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Oporto: ciudad de andar por casa. Dicho sea en el
buen sentido. No me pareció que estuviera tomada por los turistas, a pesar de
que los había en todas partes. Tantos como para tener que viajar de pie en los
tranvías turísticos. Tantos como para pedir tanda en Bugo a fin de probar sus celebradas
hamburguesas de diseño (la de salmón es un poema en tres dimensiones). Tantos
como para abarrotar la librería Lello & Irmao, valiosa en sí misma, pero
aún más desde que sirviera de decorado en una película de Harry Potter. Ignoro
si ello ha disparado las ventas del local, pero la fama pasa factura y no
extraña ver a sus empleados convertidos en vigilantes jurados, repitiendo
incansables la misma cantinela: “no pictures, no photos, no pictures, no
photos”, ante la indiferencia y el descaro de algunos clientes (mi hija, entre
ellos).
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Es fácil pensar que los viajes muestran siempre lo
mejor de nosotros mismos: aquello que vemos y admiramos, y de lo que nos gusta
presumir. Pero también pueden revelar lo peor: aquello que deseamos ocultar
porque nos avergüenza. De regreso a mi pueblo, tuve que ir a comprar vino de
Oporto para un compromiso familiar. El dueño de la tienda es un hombre mayor,
que conoce bien su oficio, y de paso también algunas flaquezas humanas. Cuando
le dije que quería un Oporto de importación, y no una marca cualquiera, el
hombre se me quedó mirando por encima de sus gafas de concha, y dictó sentencia
con una sonrisa exculpatoria: “deje que lo adivine, usted viene de volar con
Ryanair”.
........Fachadas en la Rua Boavista |
La suntuosidad de los azulejos portugueses |
Vista del Cais da Ribeira (Muelle de Ribera) |
Gaviotas en la playa de Matosinhos |
Iglesia de los Carmelitas |
Exterior de la librería Lello & Irmao |
Interior (no autorizado) de la librería Lello & Irmao |
En las tiendas de Oporto se compra y, de paso, se come |
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* Las fotos son de Pedro y Marina Herrero.
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9 comentarios:
He llegado al todo por sus partes, en la desembocadura del Douro, gracias a tu amena crónica. Un abrazo!
Tengo la suerte de haberme enamorado de Oporto (sí, no sólo de Londres, también de Oporto y de muchas otras) hace unos cuantos años, Don Pedro, y -como la tengo a sólo tres horas de coche- intento mantener la llama de ese amor lo más viva posible.
Me gusta mucho su crónica porque refleja el mismo Oporto que vivo cuando lo visito. Una pena no haber sabido que viajaría usted hasta allí, porque le hubiese recomendado un garito -infecto- donde suelen poner las mejores caipirinhas que he tomado a este lado del Atlántico.
Reitero mi enhorabuena por la crónica del viaje.
Al patrón de la nave, mi agradecimiento por traernos al Sr. Herrero.
Una ciudad preciosa, Pedro. Mientras leía tu crónica, no he podido evitar reírme varias veces. Te lo agradezco. (Y felicita a Marina por las fotos.)
Un abrazo
Oporto es una de esas ciudades a las que he estado siempre a punto de ir e incluso he tenido el viaje programado varias veces pero una fuerza superior siempre me lo ha impedido. Con la crónica de Pedro esta vez ha podido ser. Al fin.
Qué suerte: he conocido la bella ciudad de Oporto.
Pedro, Fernando, Marina, gracias
Como bien dice Pedro, caminar por las ruas de Porto es remontarse a la edad media por contradictorio que paresca.
Una pena no saber de tu venida. En la siguiente vuelta.
Un abrazo sin gaviotas.
Muchas gracias por vuestros comentarios. Celebro que os guste mi impresión de una ciudad en la que, con gusto, me habría quedado mucho más tiempo.
Pido disculpas a Sergio Astorga y a Pedro Sánchez Negreira. Era yo quien debía avisar de mi viaje. He perdido una ocasión excelente para dejarme aconsejar por dos expertos sobre el terreno.
Gracias, una vez más, a Fernando, por sacarme a la palestra. Un abrazo a todas y a todos.
Da gusto viajar contigo, Pedro. Y me alegro de que ya sea una ciudad de colores. Hace muchos años estuve allí, pero entonces era en blanco y negro, salvo los azulejos, claro.
Me has hecho reír con tus ocurrencias y he disfrutado leyéndote. Gracias a Marina por meternos en la librería.
Qué simpática te quedo, Pedro, además de instructiva, que es de lo que se trata que sea una crónica de viaje.
Pues mira tú, que yo estuve hace unos tres años (y de hecho, es uno de los lugares a los que sé que volveré, que no siempre me pasa), y entonces sí se podían echar fotos en la librería. Vamos, y si no se podía, yo me harté sin saberlo.
Un abrazo
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