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"La domadora de palabras"
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Al ver en el circo el número de los tigres la joven sintió despertar una temprana vocación de escritora. Metido en la jaula con las fieras, látigo en mano, el domador, daba trallazos a diestra y siniestra y con gritos enérgicos los hacía saltar a través de aros que sostenía con la mano izquierda. Se alzaban sobre las patas traseras y giraban con forzada docilidad alrededor de la jaula circular, aunque a veces gruñían con nostalgia de viejas rebeldías.
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Sentada en la grada de madera junto a su padre, bajo la carpa que sacudía el viento (¿era cierzo o pampero?) anunciando probables temporales, intuyó a sus quince años que su destino no podía ser otro que el de escritora. Cuando el italiano de grandes bigotes se acercó al viejo tigre que estaba sentado sobre un tonel decorado con estrellas de colores, le abrió con sus manos las mandíbulas y metió la cabeza dentro de sus fauces, adquirió para siempre la certeza, mientras el público aplaudía. Al terminar la función quiso hablar con el domador. Lo encontró dándole de comer a sus animales grandes trozos de vísceras violáceas.
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Atusándose los bigotes, le confesó que ese era el secreto: después del látigo y las pruebas de sumisión, del duro aprendizaje y de esa docilidad manifiesta; tras el eco de los aplausos, las fieras debían recibir una recompensa. No solo obedecían por temor al castigo, sino por el premio que les esperaba luego.
Atusándose los bigotes, le confesó que ese era el secreto: después del látigo y las pruebas de sumisión, del duro aprendizaje y de esa docilidad manifiesta; tras el eco de los aplausos, las fieras debían recibir una recompensa. No solo obedecían por temor al castigo, sino por el premio que les esperaba luego.
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“Como las palabras” —se dijo la joven, ya convencida— Así haré con ellas, las domaré para encerrarlas en un texto, doblegaré con ardides su fuerza. Pluma en mano, las amaestraré hasta que se aplanen sobre el papel, las obligaré a piruetas y acrobacias; luego, las recompensaré con metáforas logradas y composiciones exitosas”. Sin embargo, al alejarse de la jaula no pudo dejar de ver el zarpazo a través de los barrotes y escuchar el rugido con que el tigre la despedía. Sospechó, entonces, que la tarea sería más difícil de lo que pensaba.
“Como las palabras” —se dijo la joven, ya convencida— Así haré con ellas, las domaré para encerrarlas en un texto, doblegaré con ardides su fuerza. Pluma en mano, las amaestraré hasta que se aplanen sobre el papel, las obligaré a piruetas y acrobacias; luego, las recompensaré con metáforas logradas y composiciones exitosas”. Sin embargo, al alejarse de la jaula no pudo dejar de ver el zarpazo a través de los barrotes y escuchar el rugido con que el tigre la despedía. Sospechó, entonces, que la tarea sería más difícil de lo que pensaba.
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Años más tarde, la poeta Amanda Berenguer escribiría: “También traté con el lenguaje como si fuera un tigre que me hubieran regalado cuando era cachorro. Lo conozco bien y desde hace mucho aprendí sus ardides y su fuerza, pero me produce una deliciosa desconfianza. Yo quisiera mimarlo como se mima a un gato y doblegarlo si fuera posible. También observé que no es el tigre el que dice la última palabra. Mientras tanto sigo escribiendo”.
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* En la segunda foto, Fernando Aínsa (a la dcha.) aparece junto a Hugo Burel, París, 1996.
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4 comentarios:
Es la primera vez que caigo aquí, y me voy encantada.
Precioso blog, Fernando.¡¡Vivan (vivamos) los veteranos con salero!!
Abrazos enormes.
¡Excelente el domador! No hay que descubrir ahora la prosa de Fernando, pero esta pieza es fantástica. Y las anteriores ya me gustaron, quizás en especial Comando+R. Además creo que encajan muy bien en este blog.
Le pedí permiso a Fernando Aínsa para reproducir alguna de las prosas, y me dijo que así podía ser, citando fuente, cosa que efectivamente haré no sólo por que es obligación, sino por gusto.
Un saludo
Excelente comparación y vaya qué no todos sabemos domar al tigre, nos conformamos con el placer de verlo.
abrazos
Alba
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