lunes, 22 de noviembre de 2010

Una reflexión sobre el cuento (a propósito de Ángel Zapata)

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Estimados amigos, gracias a la hospitalidad de Fernando Valls ha cabido aquí la extraordinaria carta de Ángel Zapata y la estimulante conversación a muchas bandas entre apasionados del cuento. Quisiera a mi vez comentar esta carta, señalar algunos peligros de su estética, y sugerir una reflexión sobre la experiencia poética y el realismo en ella.
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Zapata propone una estética: la desposesión del autor, que se deja llevar por el lenguaje mismo, el cual, en la medida en que se desata de todo significado establecido, se convierte en poético. Su efecto es triple: presenta algo que me desborda y no puedo conocer de otro modo (lo que produce una emoción estética); muestra la insuficiencia de todo discurso establecido (por ello es peligroso para el orden, incluido el propio, y nos daña), y anuncia cierta verdad que nunca termina de concretarse, indefinida por esencialmente utópica (y así, es denuncia de todo poder). Cualquier otra estética que no cumpla con este programa se convierte en un discurso atado, bloqueado por la falta de libertad, tanto como decir por las instancias de poder, desde el metafísico al político que nos constituyen. Pues sólo el lenguaje en libertad garantiza per se la verdadera liberación.
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Para esta estética, el lenguaje es un absoluto, pues no es sólo el “lugar” de la revelación, sino su único agente. En consecuencia, el narrador como el poeta, debe renunciar a poseer el uso de su lenguaje (desde el nivel semántico al argumental, desde lo temático a la sintaxis), para adentrarse en las posibilidades no conocidas, no intencionales del lenguaje que aparecen en el ejercicio (la deriva) de escribir.
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Por mi parte, valoro el lugar del lenguaje como absoluto, podemos reconocer su poder y riqueza en muchos textos, incluso en los más modestos. Pero pienso que hemos de considerar con cuidado este absoluto y, sobre todo, entender bien nuestra relación con él. Así, desconfío de una visión acrítica del lenguaje como absoluto. Me parece que nos lleva a su mixtificación, más todavía, a una deificación limitadora. Algunos ejemplos: la inanidad en la experiencia de la escritura automática o los pasajes penosos de los “cadáveres exquisitos” surrealistas. También, la posibilidad de las máquinas de componer poemas mediante fórmulas combinatorias. El lenguaje como agente solo y absuelto produce efectos múltiples: lo sorprendente, tanto como lo ingenioso, lo estúpido y lo insulso. La sola obediencia al lenguaje no asegura que hallemos una palabra poética significativa o valiosa.
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Rimbaud, en una carta confiesa haberse acostumbrado a ver pagodas bajo los lagos. (Cito de memoria); descubre la posibilidad de una creación de metáforas y visiones sin fin: el lenguaje como campo infinito de lo más gratuito y atrabiliario. Pero el joven poeta se acostumbra, esto es, se aburre. El lenguaje con su inacabable posibilidad tiene algo de vacío fantasmagórico que nos deja insatisfechos.
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Michael Hamburger (La verdad de la poesía) recoge la doble reflexión de Baudelaire: “La poesía no tiene a la Verdad por objeto, su fin es ella misma”; “La poesía se basta a sí misma”; pero, en otro lugar, “No está lejos la época en que se comprenderá que toda literatura que rehúse caminar fraternalmente entre la ciencia y la filosofía es una literatura homicida y suicida”; “La pueril utopía de la escuela del arte por el arte con exclusión de la moral y a menudo incluso la pasión, es necesariamente estéril”. Hamburger concluye que el arte contemporáneo viene derivando entre esas dos posiciones que parecen irreconciliables: el juego artístico como absoluto, y la relación de la creación artística con el mundo humano. Ambas posiciones ofrecen, creo, posibilidades y límites. La primera es osada, pero pueril y estéril; la segunda, profunda pero limitada y repetitiva.
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Entonces, ¿qué falla en el lenguaje tomado como absoluto? A mi modo de ver falla al considerar que la otredad respecto a lo humano es en realidad el único momento de la experiencia poética. De manera que lo humano desaparece, debe desaparecer para que el lenguaje hable. Ocurre como en el sacrifico de Abraham: la fe en Yahvé exige la muerte de su propio hijo. Lo absoluto y lo humano son incompatibles. El lenguaje se convierte en el único sujeto de la relación; el escritor, el lector, decaen en su objeto.
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Pero esto no es necesariamente así. El lenguaje no puede ser un absoluto y eliminar lo humano sin perder su sentido. En efecto, ¿cómo sabemos que lo que el lenguaje expresa es eso que me desborda?, ¿cómo reconocemos en lo que retorna algo que nos concierne? ¿Cómo es que entendemos que el significado poético destruye todo lenguaje establecido? ¿Por qué creer que lo que manifiesta el lenguaje es realmente una palabra por venir y no un mero sinsentido? El lenguaje poético tiene para nosotros valor porque aparece en contraste con lo que ya sabemos y decimos; precisamente se hace significativo si y sólo si confronta con el lenguaje que denominamos habitual (no otra cosa, por cierto, es la función poética del lenguaje, su disonancia con el corriente). Ahora bien, ese contraste es posible sólo si hay algún punto de relación de ese lenguaje liberado con nuestra experiencia (con las palabras, con la idea que ya poseemos). Un lenguaje absolutamente otro se volvería absolutamente insignificante.
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Esto no significa que el lenguaje poético sea plenamente interpretable o traducible, sino que debe haber un momento de reapropiación, de encuentro, de reconocimiento entre el lenguaje poético y la actualidad del escritor, y, por lo mismo, del lector. Esta reapropiación o reconocimiento consistirá en diversas experiencias: revelación, inquietud, trastorno, gozo, destrucción o consuelo. Creo que tal momento estructural acontece de hecho en la hermenéutica del texto que implica toda lectura. No importa que esa hermenéutica no tenga fin, importa que la interpretación se realiza por lectores que leen desde su condición de situados históricamente, que los define. Más aún, desde su finitud y temporalidad (y cuanto comportan).
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Un modelo de comprensión de la actividad poética debe considerar dos momentos estructurales. El primero lo constituye la libertad del lenguaje, de la aventura imaginativa y verbal, la ebriedad por la exposición a lo no imaginado, no pensado, no visto. Este momento puede ser tan radical como se quiera, o como se pueda; pero puede surgir de cualquier lugar, del juego con las palabras, pero también de la reflexión sobre un hecho nimio y realista, o de un sentimiento, o de una pregunta, o de una angustia, etc.
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Un segundo momento es el reconocimiento, la reapropiación, el comprender ese lenguaje desatado. Se trata de una experiencia no de sometimiento a lo que la palabra dice, sino de diálogo con ella, no de sojuzgamiento ante ese Súper-Sujeto llamado lenguaje que ahora nos domina, sino de encuentro con él. El escritor, como el lector, precisamente por haberse dejado interpelar por el lenguaje, avalados por su descentramiento, se abren a él como participantes de una reunión.
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El escritor, el artista en general, acude al encuentro con la materia de su trabajo desde su condición personal situada, esto es, desde sus ideas y prejuicios, desde su lugar en el mundo, incluso desde su condición corporal; ese bagaje que lo individualiza son las condiciones mismas de su apertura, es desde donde se abre al absoluto del lenguaje. Pero ha de adoptar ahí una actitud de trascendimiento, esto es, no actuando por su interés (fama, dinero, epatar, hacer algo bonito, dominar, vender, publicar…). Lo mismo ocurre con el lector, este no se abre a la obra cerrado en su prejuicio, su saber, su conocimiento, su sentimiento, sino trascendiéndolos, dejándose afectar por ella. Los dos momentos: libertad del lenguaje poético, y reconocimiento son indispensables para que el lenguaje y el autor-lector sean ambos sujetos de la actividad poética. Lo decisivo no es la palabra en sí, sino la capacidad de revelación que contiene y se da siempre para alguien en su circunstancia personal intransferible. Es en el encuentro con el lenguaje donde lo humano se re-ilumina, se re-llama, se re-define… No se trata tanto de caer en éxtasis ante el lenguaje como de convocarlo; en definitiva lo que importa no es su extrañeza sino su revelación. Revelación progresiva, insospechada, indisponible, nunca segura, nunca agotada del todo, sí, pero significación a fin de cuentas, en virtud de ese encuentro entre el lenguaje y el sujeto.
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El realismo debe ser juzgado también por su capacidad para alojar la revelación. Nos encontramos, desgraciadamente, con un realismo practicado por cuentistas que ahoga todas las posibilidades del cuento y malogra su poder iluminador y su potencia estética. Creo que repite fórmulas gastadas y es insignificante, cuando no frívolo, casi siempre inconsciente y, en esa medida, peligroso porque repite una visión del mundo a la medida del conformismo y el sometimiento. Lo que el realismo ha de aprender desde lo anterior, para alcanzar la categoría de la revelación, lo formularía en dos líneas: atreverse a lo no conocido, y ser verdadero.
Con atreverse a lo no conocido me refiero a ser capaz de ahondar en las condiciones y los presupuestos de lo que llama real, de lo que considera que sucede verdaderamente. Esto es, a ir más allá de la mera superficie del espejo, a mostrar el fundamento de los problemas que exhibe.
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Por ser verdadero indico que la verosimilitud de lo que dice se sostenga en la verdad de lo que narra y no en estereotipos, en formulaciones librescas o ideológicas. Un personaje, una situación deben ser seguidos hasta el final. ¿Está vedado el descubrimiento de lo real al realismo? No, pero a condición de que emprenda esa doble tarea y que no se conforme con menos.
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Termino, casi aforísticamente: el poder usa el lenguaje y lo moldea y nos lo hace comer mientras dormimos. Y luego lo vomitamos cada día. Para luchar contra él, hacen falta todos los lenguajes, no debemos renunciar a ninguno. El realismo no es el problema, el problema es la inconsciencia del realista que cree decir las cosas como son y únicamente está repitiendo, porque no ha llegado demasiado lejos en la exploración de su propio lenguaje, de sus implicaciones, de sus consecuencias. Y por eso, causa sonrojo (ya puedo decirlo aquí) escuchar todavía a escritores que dicen: yo sólo quiero contar bien una historia (cuando los artistas plásticos hace decenios que han superado esa simpleza), y crean lectores que responden: qué bonita esta historia ¿no? Yo he llorado.
Gracias, perdón por el abuso y las oscuridades. Un abrazo a todos,
Javier Sáez de Ibarra
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* Los cuadros son Guillermo Pérez Villalta.
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12 comentarios:

Anónimo dijo...

Completamene de acuerdo. Y celebro la elección de Pérez Villalta para ilustrar el texto.
Nicolás Melini

Julia dijo...

Opino con cuidado y miedo.lo absoluto está en lo humano. Toda poesía es verdad.

Anónimo dijo...

Querido Javi, primero que nada, quiero decirte que, aunque no estoy de acuerdo con la mayoría de tus reflexiones, respeto (ahora sí) tu postura, y te agradezco que ¡por fín! el debate lo sea de verdad.
A bote de pronto (aún me leeré tu bella entrada con calma) te digo que en la postura del escritor o artista, me parece clave considerar la noción de clase.
Por otra parte, cuando en la entrada de la lata de gasolina cité el libro "Un pistoletazo en medio de un concierto" (de Gopegui) lo hice porque como ella creo que no es posible que ninguna "verdad" se pueda sostener fuera de las formulaciones ideológicas. Me parece ingenuo pensar en un mundo en el que el sujeto "individual" fuera de su clase y de su postura (condicionada la última por la primera muchas veces)controle el significado del texto (de cualquier texto) ni mucho menos que pueda conocer lo Real.
El realismo ¿es posible? No lo creo, al menos en una sociedad en la que la forma de los acontecimientos está condicionada a una función espectacular y económica.
Por cierto que el primer surrealismo (Aragón, si no me equivoco)no dejó de advertir sobre los peligros de esa la doble cara (revelación/vacío) de la escritura automática a la que aludes Javi, pero la posibilidad de una vaciedad significante del lenguaje no excluye su potencia utópica.

saludos a todos
Inés Mendoza

Anónimo dijo...

Bueno, yo sólo espero que no nos conviertan el cuento español en un remedo de cierta poesía española Valente versus Luis García Montero. Luego resulta muy difícil leer los libros obviando la trifulca, y eso sería muy injusto con nuestro libros.

Aunque sólo sea para distender un poco, les invito a leer un cuento sobre el mundillo literario como Cosa Nostra. El cuento es de un joven autor español, Bruno Mesa. Espero que sirva, al menos, para que nos riamos un poco de nosotros mismos.


http://delamanchaliteraria.blogspot.com/2009/11/cosa-nostra.html?zx=38719133e1249197

Un abrazo a todos,
Nicolás Melini

Fernando Valls dijo...

Veo, Nicolás, que han llegado los minutos de la publicidad.

Anónimo dijo...

Sí, publicidad a Bruno Mesa, Fernando. Y el cuento, creo, merece mucho la pena leído en este contexto.
Nicolás Melini

Anónimo dijo...

Nicolás, se trata de salvar al cuento y a la humanidad mediante pistoletazos, clases e ideologías. Es un asunto de lenguaje.
Quizás un cuento no tenga demasiado espacio en una discusión de este tipo...excelente el ensayo de Javier Sáez de Ibarra, por cierto.

Juan Carlos Méndez Guédez

Fernando Valls dijo...

Respuesta de ÁNGEL ZAPATA a “Una reflexión a propósito del cuento”.
Queridos/as amigos/as:
Me temo (es un decir) que voy a decepcionar un poco a la audiencia, pero no puedo estar en furibundo desacuerdo con el texto de Javier Sáez de Ibarra. Desde luego que no comparto algunos de sus planteamientos. Pero se trata de un texto muy inteligente, bien fundado, bien argumentado, y que expresa una posición sólida, rigurosa, adulta y consciente en relación con el hecho poético. Sobra añadir que las palabras duras que su texto contiene en relación al mío no las recibo en absoluto como una agresión ni nada que se le parezca, sino como un efecto de la pasión y la firmeza que serían esperables de cualquier artista verdadero, y esto Javier lo es, sin duda alguna.
Tal como yo lo veo, el hecho de que podamos discrepar con todo el calor que sea preciso es más bien una prueba de amistad. Y hay, además, bastantes afirmaciones de su escrito que suscribiría al cien por cien.
Mi desacuerdo (por no extenderme mucho) se focaliza sobre dos cuestiones, que al final vienen a ser una sola.
—La primera cuestión se remite a este pasaje:
“¿Qué falla en el lenguaje tomado como absoluto? A mi modo de ver, falla el considerar que la otredad respecto a lo humano es en realidad el único momento de la experiencia poética. De manera que lo humano desaparece, debe desaparecer, para que el lenguaje hable.”
Para mí, el problema de estas frases consiste en que toman lo humano como una esencia, como una realidad dada en sí misma y de una vez por todas.
Desde una perspectiva no-esencialista, en cambio, “lo humano” —tal como nos aparece hoy— no es sino el resultado de los procesos históricos y las prácticas sociales que los acompañan. No es una esencia platónica, sino una cierta producción (material, social, cultural, histórica). Y en este sentido, desde luego que lo humano tal como hoy nos es dado (e impuesto) debe desaparecer, y ser transformado en dirección a las innumerables posibilidades de lo humano que custodia la práctica poética (práctica que se consuma en las palabras y en los actos), puesto que la esencia de lo humano es justamente el no tener esencia, o —dicho de otro modo— el ser su posibilidad, sus posibilidades.
—El segundo punto en disputa se refiere a la idea contenida en estas frases:
“Un modelo de comprensión de la actividad poética debe considerar dos momentos estructurales. El primero lo constituye la libertad del lenguaje, de la aventura imaginativa y verbal, la ebriedad por la exposición a lo no-imaginado, no-pensado, no-visto. (…)
CONTINUA

Fernando Valls dijo...

Comentario de ÁNGEL ZAPATA (continua)
II. Un segundo momento es el reconocimiento, la reapropiación, el comprender ese lenguaje desatado. Se trata de una experiencia de no sometimiento a lo que la palabra dice, sino de diálogo con ella, no de sojuzgamiento ante ese super-sujeto llamado lenguaje que ahora nos domina, sino de encuentro con él.”
Esta comprensión de la actividad poética en dos momentos que plantea Javier me parece difícilmente objetable. Su descripción es perfecta. Con la salvedad de que describe el movimiento de lo poético en términos ideales, o —por decirlo en el lenguaje del marxismo—“abstractos”.
Es decir: su descripción presupone —en el segundo momento— que el “buen sentido”, el “recto sentido de las cosas” está efectivamente realizado en la sociedad: en la conciencia y el saber comunes de los que se nutriría la subjetividad del poeta, a la hora de entrar en diálogo con los contenidos de su experiencia-límite en las fronteras de lo decible. Ahora bien: este “buen sentido” sólo puede darse de una manera efectiva, real, en el seno de una sociedad reconciliada que hubiera superado ya su escisión interna entre dominadores y dominados, en una sociedad sin poder separado y sin clases, de la cual —hoy por hoy— estamos todavía muy lejos.
A falta de esta comunidad humana efectivamente realizada, el segundo movimiento de “vuelta” y reconocimiento al que Javier se refiere sólo puede tener como resultado un sojuzgamiento exactamente inverso al que su texto intenta prevenir, y no sería más que una reconducción de “lo otro” al redil de Lo Mismo. Es decir: que el lenguaje desencadenado de lo pulsional y del afuera no puede ser hoy contrastado y puesto en relación con lo que en otro lugar del texto llama el autor “nuestra experiencia”, precisamente porque esa experiencia no es —a día de hoy— “nuestra” (se la hemos hipotecado al BBVA), porque en esta sociedad “nuestra experiencia” es experiencia de la alienación (y de lo imperceptible de esta misma alienación), porque a duras penas hay en ella lugar para la inmediatez y la transparencia, porque en ella se embozan y operan a cada instante los códigos y los mandatos del discurso del Amo capitalista.
Para mí, es justamente por la vía del desencadenamiento —tanto simbólico (verbal), como pasional y experiencial— por donde podemos llegar a obtener algún destello de lo que sería (de lo que algún día será) una vida y una experiencia emancipadas. Pero hay que sostenerse en la imposibilidad real de componer esos destellos con el lenguaje y la experiencia tal como hoy nos son dados por esta sociedad, pues —como explicó muy bien Marx— las ideas dominantes en una sociedad no son las ideas de todos, sino las ideas de la clase dominante, que es la que define e impone (de acuerdo con sus intereses) qué tiene sentido y qué no, qué es y qué no es “lo humano”.
CONTINUA

Fernando Valls dijo...

y III. Aun así, estoy muy lejos de pensar que Javier haga trampa en sus argumentos. Creo —muy por el contrario— que es su profundo deseo de la rectitud, del bien y del sentido lo que le lleva a platonizar, y a sentirlos como efectivamente realizados ahí donde no lo están, es decir: en nuestra conciencia, en nuestra experiencia y en nuestras vidas (y aun cuando su texto añada todos los matices pertinentes a esa intuición de fondo que lo anima).
“El pensamiento es separación y es experiencia de esa separación”, dijo Hegel. Y lo mismo vale para cualquier tipo de creación artística que quiera ser algo más que entretenimiento. La argumentación de Javier aspira a evitarse, y de paso a evitarnos con la mejor voluntad, “el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo” —por seguir con Hegel—, pero en esta sociedad, ya digo, no veo otro espacio para la experiencia poética que el de la crítica, el rechazo, la negación, la “divergencia absoluta” (Fourier), y la exploración sin tregua no del sinsentido, sino de lo que queda por fuera del sentido (socialmente admitido). Obviamente, esta negación habrá de ser, a su vez, negada y superada por una fase constructiva. Pero el momento “constructivo” de esa operación no puede llevarlo a cabo de forma real (sino sólo en abstracto) una conciencia aislada, sino que tiene que sustentarse sobre la realidad última de unas prácticas sociales transformadoras, así como sobre el saber y el sentido inéditos que estas mismas prácticas puedan generar.
Como he prometido no extenderme mucho lo dejo aquí. Y también porque pienso que ya queda suficientemente clara la diferencia entre las posiciones de Javier y la mia. Diferencia que —desde luego— no me impide respetar su postura, ni admirar la excelente aportación que, desde ella, ha hecho y hará a la escritura artística.
Naturalmente: me falta darle las gracias una vez más a Fernando Valls, por fomentar y sostener un espacio en el que este tipo de debates siguen siendo posibles.
Abrazos para todos/as
ÁNGEL ZAPATA

Isabel González González dijo...

Confieso que tengo que leerme tres o cuatro veces vuestros argumentos para entenderlos y que al final, hasta disfruto. De todas formas, creo que serían mucho más comprensibles con un gin-tonic y ante la barra de un bar. A las pruebas me remito. Aquí os dejo un enlace que no os podéis perder:
http://www.rtve.es/mediateca/videos/20101116/ciudad---capitulo-9---woody/933608.shtml

Un abrazo

Javier Sáez de Ibarra dijo...

Queridos Ángel e Inés,
Leyendo vuestros comentarios críticos tengo la sensación de que estamos sufriendo un malentendido. (Y es gracioso, porque ese platonismo que veis en mí o esa falta de conciencia histórica son precisamente lo que me parecía ver en vosotros al tomar el lenguaje como un absoluto fuera de la historia.)
Cuando yo me refiero a “lo humano” no lo hago creyendo ni en una esencia inmóvil ni en una comprensión recta o correcta (que encima estaría viciada por la alienación); pienso como vosotros que “lo humano” es una construcción histórica de la que formamos parte, siempre contingente, siempre haciéndose en el vaivén de la lucha política, social y cultural. Así, yo hablaba del escritor que trabaja “desde su condición personal situada, esto es, desde su lugar en el mundo, incluso desde su condición corporal” y de “los lectores que leen desde su condición de situados históricamente, que los define. Más aún, desde su finitud y temporalidad (y cuanto comportan)”. Por tanto digo que tanto el creador como el lector-intérprete son existencias señaladas por su condición histórica. Y creo, como vosotros, que la creación artística puede ayudar a superar, aunque dificultosa y parcialmente -no estoy yo tan seguro del poder de lo que hacemos-, la condición de alienación de alguno. A eso le llamaba yo posibilidad de trascender la propia situación y la posibilidad de dialogar con la creación verbal. De forma más sencilla: el escritor encuentra lo inédito (el cuento nuevo-revelador) y el lector lo recibe activamente; eso inédito (que ha nacido de una circunstancia histórica) permite, por contraste (ojalá) reconocer la propia realidad y atisbar un horizonte de mayor libertad: es decir, nos trastorna e ilumina, persuade y acucia (no sólo es dolor) a ser-vivir de otro modo. Un buen cuento, "Bola de sebo" de Maupassant, por ejemplo, revela la mezquindad humana de unos personajes frente a la grandeza de otro: hay luz ahí, hay un juicio para nosotros, hay una perspectiva de transformación. El autor ha hablado desde dentro de su época histórica, pero lo leemos ciento y pico años después y todavía nos conmueve.
El lenguaje con el que trabajamos tiene aún mucho de enigmático, y nos lleva hasta límites en que estamos entre la revelación y el sinsentido, la verdad posible de hoy y el hermetismo excluyente. Pocos escritores pueden darnos eso; pero en todo caso trabajamos por entender y nos esforzamos por ser más humanos con ayuda de esas luces y de otras.
Me siento alegre de poder hablar y leer aquí, y sentir que escritores y lectores respetamos la enorme y feliz (muchas veces) exigencia de la literatura.
Gracias, amigos,
Javier Sáez de Ibarra.