Según mi madre, el primer cuento que escribí
trataba del amor imposible de un payaso por una trapecista que le era
absolutamente indiferente. Es todo lo que recuerda, además de que el texto
tenía media carilla y el autor diez años. No lo recuerdo, pero debió ser así.
De modo que, sin saberlo, ya había escrito mi primer microrrelato.
A esa edad, comencé a leer con voracidad e
insomnio. Un libro que no olvido es La
isla del tesoro, de Robert Stevenson, cuya traducción impulsó en mí el
deseo indeclinable de escribir. Mi miedo, mi más profundo miedo, consistía en
pensar que iba a ser algo pasajero y que cuando llegara a los catorce, no sé por
qué, dejaría de hacerlo.
No dejé de hacerlo, pero la lectura se
convirtió en una necesidad más firme. Así descubrí, como muchos, la novela
gótica de la mano de Bram Stoker y Mary Shelley, el cuento de terror con el
genial Edgar Allan Poe y la literatura fantástica con Ray Bradbury y Jorge Luis
Borges.
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El profesorado en letras no arruinó, como
suele suceder, mi deseo de escribir. Al contrario, sistematizó mis lecturas y
me enseñó a buscar la carpintería de un relato, aquella armazón invisible que
lo sostiene y lo convierte en literatura. Me dio herramientas para leer mejor y
posibilitó que hasta el día de hoy, pueda pensar en voz alta, con mis alumnos, sobre
el arte de escribir y también de interpretar un texto.
En los años noventa, incitado por la mítica
revista Puro cuento, de Mempo
Giardinelli, que traía en todos los números minificciones, me propuse
escribirlas. Mientras lo hacía, descubría escritores colosales como Ambrose
Bierce, Henri Michaux, Alfred Jarry, Franz Kafka y muchísimos otros. En
castellano, me asombraba con Marco Denevi, Augusto Monterroso, Ana María Shua,
David Lagmanovich, Raúl Brasca, entre los contemporáneos. Porque a esta altura,
yo había advertido que la microficción existió siempre, aunque ahora haya
adquirido autonomía e identidad.
Ya hay brevísimas narraciones donde la
intencionalidad desborda el texto y exige la activa participación del lector en
algunos libros orientales como el Panchatantra.
El Calila et Dimna y El libro de los derviches, así como en
las fábulas de Esopo, de Fedro y Lafontaine. No podemos no mencionar las parábolas de Jesús
del Nuevo Testamento, donde lo que se
cuenta es mucho menos de lo que en realidad se dice. Como sucede con la
minificción actual, en que muchas veces, el verdadero significado o sentido del
texto se esconde o se escamotea.
El chiste popular de existencia oral es, a su
modo, un microrrelato. Un graffiti que apela a
otro texto ausente (“Vamos por parte” Jack, el destripador) también lo
es.
Me gusta la minificción por su carácter
repentista, ocurrente, por la sagacidad que supone quitar palabras para
quedarse sólo con el hueso de la historia. También, porque más allá de sus
antecedentes ilustres, es un subgénero narrativo de nuestro tiempo signado por
la celeridad, como dice Vattimo, y está dirigido a un lector impaciente que a
veces sólo está de paso por el ancho mundo de la literatura.
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* En las fotos aparece el autor del texto.
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3 comentarios:
No conocía al autor, falta que tengo intención de reparar cuanto antes. El recorrido literario, desde Stevenson al relato mínimo, es un proceso alquímico que conduce al aprendiz hasta la orla de maestro. La referencia al chiste - de Jack el destripador- como ejemplo de relato breve al que no le falta significado, me ha recordado a otro de R.Gómez de la Serna, referido a un accidente ferroviario que causó cincuenta muertos:¡Había sido aquel pitido el pitido del presentimiento, el pitido de la despedida definitiva del tren!
Tuve la suerte de conocer personalmente a Orlando Van Bredam en el Foro Internacional de Lectura de Resistencia(en el norte argentino), que organiza Mempo Giardinelli todos los años. Además de la revelación que genera su narrativa y la sutileza con que encara la microficción, es una gran persona. Gracias Fernando por traerlo a la Nave! Un abrazo
Gracias, Esther, por tus apreciaciones. Es un placer subirse a esta nave llena de literatura! Abrazos a todos.
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